
A veces me pierdo.
Y de pronto me giro, miro a los lados, detrás y delante de mí, y no me encuentro.
En algún punto del camino me solté de la mano y ni me di cuenta.
Otra vida que no es la mía, que no era yo, me señaló el sendero que no era. Me engañó.
Y es cuando empieza a complicarse el llenar de aire los pulmones cuando me oigo gritar «¿dónde estás?»
Entonces tal vez me asomo a un charquito y me doy cuenta que hace demasiado que no observo mi reflejo.
Abrazo un árbol y me percato que hace demasiado que respiro poco.
Entonces miro a las ramas vestidas de verde y me doy cuenta que hace demasiado que no miro hacia arriba, que hace demasiado que miro demasiado hacia abajo.
Escucho mi susurro y recuerdo que hace demasiado que no me tengo.
Entonces rodeo mi cuerpo con mis brazos y me digo que hace demasiado que no me acuno.
Entonces.
Que 24h también pueden ser demasiadas sino estoy conmigo.
Entonces, me llamo.
Recojo el cepillo de dientes de casas ajenas y me calzo las botas.
Agarro la mochila cual chaleco salvavidas y 4 ruedas empiezan a girar. Una tarjeta de embarque pasa el control.
30, 300, 3000 km.
Y me buscó.
En la puesta de sol que baña los picos, y en los mosquitos.
En el silencio del bosque que me cuida, y en la música de la mañana.
En mis labios apoyados sobre mis rodillas desnudas delante del mar.
En las lecturas nocturnas rodeada de oscuridad.
En el infinito placer de la paz,
de la coherencia
y del ser.
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