¿Me quería?
Yo creo que no; de hecho no sé si realmente me quiso alguna vez.
Le gustaba pasar tiempo conmigo, le gustaba follar conmigo y a veces sentía que me quería, pero ese parecía era lo que yo realmente deseaba creer que sentía.
No suelo hablar de mi vida privada con tanta liviandad. En parte por el pudor que me genera que el resto sepa mi intimidad, y por otro lado, porque asumo que en realidad no es tan interesante como para que sea un tema de conversación.
María no era ni por asomo una persona sencilla de tratar. De carácter fuerte y caprichosa, regularmente me hacía sentir como una especie de pasatiempo; como un concepto tan abstracto del amor, que se desdibujaba apenas le llamaban para quedar con alguien más.
Yo por esa época era mucho más joven, y por tanto, un poco más iluso; de hecho solía escribirle canciones de amor que nunca le mostré, por vergüenza y porque me parecía que no le gustaba la música.
A veces la oía tararear en la calle o canturrear por ahí, pero nunca la vi poner una canción en el altoparlante o usar audífonos.
Un par de veces, mientras cenábamos, yo creía que ella estaba enamorada de mí. Me acariciaba la mano entre bocado y bocado; era como un ritual que se repetía constantemente cuando teníamos tiempo a solas.
Mientras más lo pienso, más presente tengo que jamás salió un te quiero de su boca. Muchas otras vi salir y entrar en ella, pero jamás esas dos palabras juntas. Al menos no conmigo.
A su madre, a sus amigos, a sus compañeras de trabajo, a su hermana y hasta a su perro, pero jamás a mí. En parte yo entendía que ella no me podía querer como yo la quería a ella.
Simplemente no éramos compatibles y no jugábamos en la misma liga del querer. Si la competencia hubiera sido por quien pasaba más del otro, ella habría ganado olímpicamente. Estaba mal mi actitud, lo sé; y también sé que no es excusa, pero estaba enamorado de ella.
De algún modo, recibía el amor que creía merecer; que traducido al español sería “bastante poco”. No deja de ser interesante comentar que nuestro final estaba más que anunciado.
Ella tenía intenciones de irse de la ciudad. Toda la vida quiso conocer el mundo y su sueño era intentar vivir al máximo en algún lado donde no conociera a nadie.
Cuando lo decía, me miraba como esperando algo. Alguna palabra o frase ingeniosa que lograra englobar qué pensaba yo de su idea; no puedo decir que fuera sencillo hacerlo. La última vez que lo hablamos, le dije que me parecía valiente dejarlo todo atrás y que yo no podría. Que mi tierra era muy importante para mí.
Ella me miró con sus grandes ojos almendrados y sonrió. “No, en realidad no te imagino fuera de esta ciudad. Amas mucho todo esto. Quisiera ser un poco más como tú y no sentirme tan fuera de lugar todo el tiempo” mientras un aire triste le recorrió la cara.
Nunca más le volví a comentar algo. Ella tampoco solía contar mucho de sus cosas. A los seis meses de frecuentarnos me vine a enterar que había estado en una relación de idas y vueltas con su ex novio durante tres meses.
Debí irme, debí cortar de inmediato. Debí darme un lugar más importante a mí mismo, pero no pude. Simplemente me senté en el sillón y ella me miró; al ver que no decía nada me dijo “¡Vamos, que no somos nada! Te invito a cenar para que cambies la cara.”
Todo se solucionaba así, con comida, distracciones o sexo. En cuanto intentaba abrirle mi corazón, cambiaba el tema; me decía que no quería conversar o me callaba con un beso apasionado.
De a poco aprendí que esa era nuestra dinámica, y por miedo a estar solo, la aceptaba.
El día que se fue, me dolió tanto que sentí como si arrancaran un trozo de mis entrañas y que ardía, como una amargura que no sé si soy capaz de describir, pero creo que cualquiera que haya vivido un desamor podrá entenderme.
Dejó de contestarme el teléfono por tres días desde el fin de semana, por lo que intuí hacia dónde iba todo.
El día lunes siguiente me mandó un mensaje corto y conciso: “Juntémonos donde siempre a las 7.” Ese donde siempre se trataba de un bar cerca de mi casa en el que solíamos pasar tiempo juntos cuando el trabajo y la vida nos lo permitía.
Ese día como nunca llegó temprano. Al punto de que cuando llegué a las 18:45, ella ya estaba sentada en nuestra mesa, bebiendo una cerveza.
Me senté frente a ella y pedí lo mismo. Mientras la traían, la miré fijamente; estaba tan guapa como siempre, pero iba menos maquillada que de costumbre. Lo noté porque su delineado era mucho menos acentuado y no llevaba labial.
Quedamos en silencio un par de minutos mientras el camarero colocaba la jarra de cerveza a mi alcance.
Intenté decir algo ocurrente, pero no salió nada. Solo un susurro apenas audible, como si me estuviera disculpando.
“Imagino que sabes por qué te dije que vinieras” me dijo tras dar un sorbo largo.
Yo le dije que seguramente sí, pero que me gustaría escucharlo de ella. Si nunca le había exigido nada, al menos podía hacerme el favor de ser clara con lo que sentía y quería de mí.
Empezó a explicar en pocas palabras que se iba, que no sentía que ese fuera su lugar y que en realidad esa sería la última vez que nos veríamos.
No mentiré, lloré frente a ella. A pesar de todo, sentía que la amaba y que, con el tiempo, las cosas podían cambiar, pero en el fondo sabía que no era cierto.
Ella no me amaba y no iba a cambiar eso. Simplemente no lo sentía y no importaba lo que yo hiciera, no iba a quedarse ni a enamorarse de mí.
Le dije que estaba feliz por ella. Que entendía su decisión y la respetaba, aunque tuviera pena por no verla de nuevo; a lo que me miró y alargó su mano hacia la mía, acariciándola como solía hacer cuando comíamos. Yo vi en sus ojos una sombra de tristeza, aunque fue solo un instante pasajero.
Se terminó la cerveza, dejó pagada la ronda y se fue. Solo pude alargar un poco más la mano, como queriendo asir la esencia de su persona antes de aceptar que se iría de mi vida.
¿Me quería?
Me gustar pensar que al menos en ese último instante, ella me quiso.
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