Primera
parte. Una larga jornada
El
vehículo traqueteaba quejosamente dando tumbos, repechando lenta y
pesadamente cada cuesta mientras bordeaba la costa del Golfo. El aire
humedecido y salitroso a esa hora de la mañana, aplacaba un poco la
polvorienta carretera la cual, engranzonada y mal mantenida, fue
hecha cortando las colinas pedregosas de caliche ocre entre Cumaná y
Marigüitar; montones de rocas y pedruscos se amontonaban en varios
sitios debido a los derrumbes constantes durante la temporada de
lluvias, y aún ocupaban parte de la vía pese a que, para el
momento, ya estábamos adentrados en la época seca; la árida y rala
vegetación de retorcidos cujíes y abundantes tunas ocasionalmente
se rompía con bosquecillos de guatacaros y araguaneyes que
prosperaban en los cangilones y depresiones del agreste paisaje.
Corría mediados de diciembre del 56 y nos mudábamos al pueblo interiorano de Casanay,
donde papá había conseguido un trabajo gracias a su sobrino Ramón
(Mongo le decía él y quien posteriormente se convertiría en mi
padrino de bautismo), en la compañía constructora “Caminos de
Venezuela”, la cual según se decía pertenecía a Marcos Pérez
Jiménez, a la sazón máximo gobernante de nuestro país, al que
manejaba con mano férrea.
Habíamos
salido muy temprano, apenas despuntando los primeros rayos de sol,
con el rosado resplandor del alba cumanés iluminando suavemente el
despertar de la ciudad y los cerros detrás de Cantarrana y
Pantanillo, ofreciendo la promesa de un esplendoroso y fresco
amanecer; viajábamos en la no tan vieja camioneta panel (ahora le
dicen Van) del Sr Liévano, experimentado chófer que vivía de hacer
viajes y transporte de pasajeros entre la capital del estado y
Casanay, recogiendo y dejando personas en los pueblos y caseríos
intermedios. La camioneta, de un color azul cielo desvaído, nos
acomodó a todos: mi padre, mamá embarazada (con mi hermana menor,
la cual nació en el febrero siguiente dejándome a mí por los
momentos como el único varón de la prole), mis tres hermanas
mayores y a mí, junto con las escasas pertenencias familiares y con
las cuales esperábamos iniciar nuestra nueva vida en el desconocido
pueblo ubicado en el corazón del Estado Sucre.
Saliendo
de la ciudad pasamos la explanada de El Peñón, donde lagunas de
aguas salobres y manglares costeros dominaban el paisaje, antes de
empezar a remontar y bajar las colinas de la costa del Golfo de
Cariaco; aún hoy me pregunto porqué se llama Golfo de Cariaco y no
Golfo de Cumaná o de Araya, cuyas tierras baña por toda su costa
sur. El aire salobre y húmedo, con fuerte aroma marino, nos envolvía
y la clara luz de la mañana nos dejaba ver, de manera intermitente
en la infinidad de curvas, las pequeñas calas de hermosas playas de
arenas blancas, rojas, grises, amarillas, con diminutas aldeas y
rancherías de pescadores que pululan la ruta y que en ese tiempo
desconocía sus nombres de sonoridad poética: Güirimar, Playa Quetepe, Tocuchare,
Tunantal, Tagüantar, Playa Bruja, La Chica, Maigualida. Curvas, más
curvas, subidas y bajadas y llegamos a Marigüitar, pueblo costero de
pescadores con un incipiente industria mellijonera y envasadora de
sardinas. Allí una corta parada para repostar combustible y para
estirar las piernas, algo entumecidas por el viaje. Seguimos rumbo a
nuestro destino final dejando atrás otras aldeas: Golindano, Petare,
Capiantar, La Ensenada, Cachamaure, hasta alcanzar después de un
fuerte recodo el poblado de San Antonio del Golfo, donde paramos a
comer el humilde condumio preparado por mamá, expresamente para este
viaje y donde mi hermana mayor Noris R, me llevó a ver la playa en
un derruido malenconcito que existía en aquellos días en esa
población, en realidad un amontonamiento de grandes rocas que
protegían un poco del oleaje del golfo; continuando el viaje, más
adelante llegamos a Villa Frontado o Muelle de Cariaco, entre este y
San Antonio otras aldeas y rancherías poco pobladas tachonaban la
costa y el borde de la carretera, también nombres desconocidos
otrora: Pericantar, Espín, Cotúa, La Peña; aquí y allá, durante
el trayecto, pasamos por viejos puentes de principios de siglo, que aún eran funcionales y permitían salvar las
pequeñas hondonadas y quebradas que cruza la vía. Ya es avanzada la
mañana y el carro levanta una polvareda densa a medida que se mueve
dando bandazos, el polvo amarillo se mete por las ventanas y las
rendijas del vehículo, cubriendo nuestros rostros y vestimentas. La
vegetación, entretanto, había cambiado. De las colinas y cerros
bajos cubiertos de matorrales espinosos entre Cumaná y algún sitio
más alla de Mariguitar, se pasa a bosques algo más altos, umbríos,
en los vallecitos que cruzamos y una vegetación alta de jabillos,
apamates, ceibas, robles y cedros dominan el dosel, brindando su
amplia sombra y refrescando el camino. A lo largo de todo el
recorrido desde El Peñón hasta Muelle de Cariaco nos acompañó
intermitentemente el, a veces, pútrido olor salado de vísceras y
pescado descompuesto, más fuerte en aquellos lugares donde, en
trojas y andamios hechos con maderos retorcidos, los pescadores
ponían a desecar, al intenso sol tropical, diferentes tipos de
pescado que despanzurraban allí mismo dejando los restos al capricho
de las olas y deleite de los cerdos, además de alcatraces, tijeretas
y otras aves marinas. Algunas veces se podía ver restos dispersos de
pescados no aprovechados, pudriéndose al sol y responsables del
hedor.
Muelle
de Cariaco es el último pueblo costero que se deja atrás antes de
enfilar hacia Cariaco y Casanay. Desde finales del siglo 19 y primera
mitad del siglo 20, el Muelle, como se le conoce, era el principal
puerto en todo el Golfo, con una pujante, bullente y próspera
economía basada en el comercio portuario entre ciudades a lo largo
de la costa venezolana, Isla de Margarita, Isla de Trinidad y los
pueblos interioranos de la serranía de Sucre y Monagas, incluyendo
por supuesto al cercano Cariaco y a Casanay. En efecto, en el Muelle
solían atracar trespuños, balandras e incluso viejas goletas,
cargados de mercadería diversa: víveres, sal, telas, vinos,
aceites, útiles domésticos, y muchos otros, mientras salían
cargados de carnes saladas, pescados salados secos, café, cacao,
copra, ron, panela, frutas y hortalizas, animales vivos, cueros y
pieles, que bajaban de los montes de Caripe, La Guanota, Sabana de
Piedra, Santa María, Santa Cruz y de las rancherías cercanas,
principamente, o de Catuaro, Casanay y Cariaco, ocasionalmente. Con
el mayor desarrollo de los puertos comerciales de Carúpano y Cumaná
para recibir los modernos vapores de mediados del siglo 20 y
embarcaciones mucho más grandes, así como el mejor desarrollo vial
de esta parte del país, el Muelle perdió importancia como puerto
comercial y empezó a languidecer.
Siguiendo
nuestro viaje, pasamos Terranova, Cerezal y el Cordón de Cariaco,
antes de cruzar el río Carinicuao por un escuálido y poco seguro
puente y llegar al pueblo de Cariaco, capital distrital y de larga
historia republicana. Entrada al poblado a hacer entrega de
mercaderías encargadas al Sr Liévano por algunos comercios locales,
una larga parada en la plaza y nuevamente en la ruta, enfilando hacia
Las Manoas, donde, entre otras cosas, se cultivaba caña de azúcar
para fabricar papelón y panela, y producción de melaza para la
fabricación de alcoholes y rones en algunos alambiques y pequeñas
destilerías de los alrededores. Desde Las Manoas y por un trayecto
de pocos kilómetros, con abundancia de afloramientos y manantiales
de aguas termales, se pasa por Carrizal, Aguas Calientes, Poza Azul,
además de Los Cocos y El Nispero (actualmente Balnearios Familiares,
pero en esa época meros lupanares) enfrente de donde ahora está un Central Azucarero, hasta alcanzar el caserío de Pantoño, la
carretera trafica por el borde sur de la inmensa Laguna de Buena
Vista, una extensión pantanosa de aguas someras cubierta con
vegetación acuática donde prospera la enea (llamada totora en otras
partes) y que separa a Cariaco de Casanay.
Después
de Pantoño, aldea que completaba el eje de antiguos asentamientos de
esclavos y manumisos entre el Muelle y Casanay, llegamos al crucero
llamado “Los 4 Rumbos”, donde estaba (aún hay alli una
gasolinera) una bomba de gasolina perteneciente, según supe después,
al Sr. Antonio R., un casanayero de prosapia y padre de quien sería,
varios años después, mi apreciada maestra de 4to. Grado. Desde Los
4 Rumbos y por una vía, aún en peores condiciones que las que
habíamos recorrido por varias horas, nos adentramos hacia los
dominios de Casanay de Los Cocos, llamado así por haber sido asiento
de grandes haciendas cocoteras y productoras de copra para la
industria de jabones y otros productos de Carúpano, principal ciudad
costera de la región, que competía con Cumaná por la supremacía
estadal. Además de copra, en los alrededores de Casanay se
cultivaba caña de azúcar y asociados a ella había varios trapiches
donde se producía papelón o panela y la melaza para la industria
del ron. Pasamos El Roble, un villorio de poquisimas casitas y
ranchitos, y tomamos la última curva antes de pasar la Quebrada de
la Ceiba y la planta eléctrica a gasoil, que esos tiempos era la
que, por poco tiempo en horas nocturnas, suministraba energía
eléctrica a una parte del pueblo.
Finalmente, varias horas después de salir de Cumaná, entramos por la calle
Venezuela de Casanay, levantando una nube de polvo del camino reseco
y llegamos a la Plaza del pueblo, deteniéndonos en una esquina
frente al comercio del Sr. A. V. La plaza era vieja y pintoresca, con
burdos y enormes bancos hechos de concreto pulido en el redondel
central sin estatuas y con bancos de concreto por los cuatro costados
bordeados con aceras de cemento, con elevados árboles centenarios de
guayacán, tamarindo, toco, roble, un olivo, algunos árboles de
cereza y cotoperíz y escasísima presencia de arbustos ornamentales
o florales, apenas unas ralas matas de buganvilllas, resedá y de
hibiscos (cayena). Nada de grama o algo parecido. El resto de la
plaza era igual que las calles desnudas: tierra pisada, donde vendían
empanadas, arepas, pollo asado, dulces y otros condumios algunas
mujeres del pueblo. Y también donde los muchachos desocupados
pasaban los días jugando “pichas” (metras o canicas), desafíos
de trompos, o jugando “gárgaro malojo”, “escondío”, “stop”
y otras diversiones infantiles todos los atardeceres y hasta un poco
antes que apagaran la planta eléctrica, justo cuando el antiguo sala
de cine de los M, un cine a cielo abierto, también frente a la
plaza, terminaba de proyectar la película del día. Llegamos a golpe de las 2 de la tarde, la hora de la canícula y el sopor, cuando parte
del pueblo tomaba la siesta diaria. Sudorosos, sucios y cansados por
la larga jornada bajamos un momento del carro, mientras esperábamos
para seguir hasta la casa que papá había alquilado para nosotros en
el sector Boquerón.
Súbitamente,
bajo la resolana de la tarde un fuerte viento barrió la calle frente
a nosotros levantando una nube de polvo amarillo la cual en forma de
denso remolino grácilmente se movió, azarosamente y por un tiempo
suspenso, hacia la esquina donde funcionaba el Almacén Casanay,
propiedad del Sr N. G, quién con el tiempo sería nuestro vecino y
gran amigo de la familia. El polvo arremolinado se adentró en la
penumbrosa estancia del almacén antes de disiparse. Unas mujeres que
pasaban, casualmente, por la calle se persignaron rápida y
repetidamente con la vista fija en el negocio de N: ¡Ave María
Purísima!, dijeron a coro, respondiéndose ellas mismas: ¡Sin
pecado concebida!!; mientras se devolvían por dónde venían y se
alejaban presurosas, pasaron por nuestro lado murmurando con temor:
“Mandinga entró al negocio del sirviente, Dios nos cuide y nos
favorezca”!!!!. Ese fue el primer contacto y la primera impresión
que recibimos, aquella calurosa y ventosa tarde de diciembre de 1956,
como bienvenida a Casanay de los Cocos, donde pasé mi infancia y
adolescencia, patria chica de mis hermanas menores y de mi único
hermano varón, y asiento de cuentos e historias sobrenaturales,
supersticiones y especulaciones misteriosas, demoníacas, pueblo de
fantasmas y aparecidos de antes de la llegada de la electricidad
permanente, con una colección de personajes muy peculiares que
marcaron toda una época en el pueblo.
Pero de eso y otras historias hablaremos en otra ocasión……….
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