La soberbia, el dolor, el mal y la ignorancia.
En el siguiente escrito pretendo describir y conceptualizar algunas ideas que han sido objeto de mis reflexiones más acuciantes en estos últimos tiempos. Ellas surgen de pensar, desde una perspectiva existencialista y mayormente cristiana, en las heridas que me acompañan y que nos acompañan como seres humanos en nuestra vida cotidiana.
En primer lugar comprendo que las heridas espirituales que acarreamos provienen necesariamente de las personas que amamos, con las que tenemos un vínculo afectivo profundo. Son las personas que tienen un acceso especial a nuestra subjetividad las que nos pueden dañar y, por lo tanto, también de ellos proviene la sanación en el mejor de los casos. En este caso puntual me refiero a la comunidad más cercana que un individuo puede tener: su familia. En particular observo que es el pecado capital de la soberbia el que signa mis relaciones interfamiliares. Así también lo observo en todos los niveles más amplios de la sociedad, hago esta aclaración porque sería un análisis sesgado e injusto si solo lo reconociera en el ámbito familiar. No obstante debo ajustarlo al caso particular porque es el lugar en donde se nutre mi experiencia y puedo establecer mi punto de partida.
Una vez reconocida la soberbia como protagonista en las relaciones de mi familia, comienzo a buscar culpables. Pero no un culpable de carne y hueso sino más bien uno abstracto en mi intento descarado de hacer filosofía: ¿Dónde puedo encontrar el origen de la soberbia? Al menos en mi caso particular. Y otra pregunta que me resultó de ayuda: ¿Cuál es su finalidad, desde un punto de vista utilitario? O mejor dicho, ¿Qué beneficios conlleva? Pregunta extraña en principio, ya que el pecado no puede tener beneficios en sentido último, pero sí uno temporal y contingente como ya veremos.
Antes de seguir presentando las ideas que presento en el título del texto, definiré qué entiendo por “pecado”, por “capital” y por “soberbia”. La definición de pecado que entiendo más acertada es la de “errar al blanco”, o mejor aún, la de “no estar a la altura del mandato, de lo que exige el creador”, así se entiende claramente el pecado original como desobediencia a Dios: La creatura se vuelve contra el creador.
En cuanto a la soberbia, el término proviene del latín “superbus”, que significa “ser o estar sobre”, es el acto de posicionarse por encima de los otros, autoevaluar las propias facultades y experiencias de manera más positiva con respecto a las ajenas. En dicho sentido implica una separación, es un intento por desmarcarse del rebaño. Asimismo, los términos orgullo y vanidad están relacionados también con el de soberbia y se suelen utilizar como sinónimos en un sentido lato.
Con respecto a la capitalidad de los pecados, la doctrina cristiana reconoce siete pecados capitales, siendo el de la soberbia el más fontal de ellos, principio de todos los demás. Ejemplos concretos e icónicos en el relato cristiano son: la desobediencia del ángel Luzbel (Lucifer) y la caída de Adán y Eva luego de ser engañados por el demonio y tentados a “ser como dioses”.
Definidos escuetamente estos términos, vuelvo a las preguntas que me llevan desde el reconocimiento de la soberbia hacia el próximo elemento que es el dolor. Llegué al dolor al preguntarme sobre la utilidad de la soberbia, entendí que esa separación o diferenciación del yo con respecto al otro, también puede, y suele servir, como mecanismo de defensa luego de ser heridos por alguien cercano. A mi entender, es la manera más simple y espontánea de poner una barrera, un escudo, una coraza; una forma de limitar o filtrar la afectación que tiene el otro sobre nuestro yo. Desde este lugar, lo interpreto como un mecanismo muy humano. Ningún ser humano quiere sufrir, porque sufrir de manera consciente en estos casos implica encontrarse cara a cara con el próximo elemento, tal vez el más profundo y peligroso: el mal.
Intentando comprender y desenmarañar nuestras relaciones y nuestro “estar en el mundo” vamos entrando en terrenos cada vez más oscuros. El mal según la concepción Agustiniana, que tal vez sea la más conocida y célebre, es la ausencia de bien debido; esto quiere decir: La falta, privación o carencia de algo (un bien) que reconocemos debería estar presente. Hay mucha controversia sobre esta definición, pero no nos ocuparemos de ella en este escrito. Así el mal se define en función del bien, quitándole sustancialidad, pero lo que no se le niega es el impacto y consecuencias que tiene en la forma en que lo experimentamos los seres humanos. Muchas veces, y sobre todo en estos casos intrafamiliares en los cuales el mal proviene de nuestros seres queridos, se lo experimenta como injusticia, como acción irracional o ilógica, porque de alguna manera reconocemos el bien, y por lo tanto nos resulta injusta su ausencia. En este contexto es legítima la pregunta: ¿Cómo es posible que la persona que me ama sea capaz de hacerme daño? O visto en sentido inverso para ser más ecuánime y salir del rol de víctima hacia el de victimario que también nos cabe: ¿Cómo uno puede ser capaz de herir a quienes más ama?
Para ilustrar mejor esta “i-lógica” del mal en su mayor expresión, me valdré del título de una novela / película y por supuesto del misterio de la crucifixión de Cristo. El título de la novela es “To kill a mockingbird” o en español “Matar a un ruiseñor”. El título hace referencia a la muerte de la inocencia y, según mi análisis, a la capacidad que tenemos los seres humanos que, partiendo desde nuestra perplejidad y nuestras propias heridas, somos capaces de herir, maltratar y rebajar, paradójicamente a los seres más amados, profanar lo más sagrado, lo más bello, lo más preciado. Este componente trágico de la humanidad se observa en la pasión de Cristo aún de manera más explícita. Dios se revela a la humanidad a través de su hijo amado, él nos habla desde el amor del Padre, realiza toda clase de milagros para luego ser traicionado, ultrajado y asesinado por los hombres. Este componente de tragedia y paradoja que tiene la vida humana es el fundamento que encuentro del pecado y del mal.
En este sentido, el mal es la ignorancia; hemos llegamos al último elemento. Es el “no reconocer lo bueno, lo bello, lo uno, lo verdadero”, pecamos porque no llegamos a la comprensión de la divinidad que nos rodea, sobre todo en el seno más íntimo (nuestra familia) donde fuimos amados por primera vez. No reconocemos al ruiseñor, “que solo hace una cosa y es cantar con todo su corazón para nuestro deleite”. No reconocemos a Cristo que nos ama incondicionalmente y que con su sacrificio nos salvó.
Finalizando el esquema, lo complejo de esta seguidilla de elementos enlazados es que forman un círculo vicioso: Así el pecado, pensado como ignorancia, provoca el mal. Por su parte el mal genera dolor en los que lo sufren y lo perpetran. El dolor suscita la soberbia, como mecanismo de defensa que evita el sufrimiento, y finalmente la soberbia engendra ignorancia cerrando el círculo, porque nos aparta de los misterios y nos lleva a vivir en la superficie, donde el dolor es soportable y cada quien puede “seguir con su vida”. Dicen que Dios está en todas partes, pero Dios no está en la superficie.
Hasta acá el panorama es más que desalentador ¿Cómo podemos salir del círculo? Gracias a Dios (nunca mejor dicho) se abre una puerta de esperanza. La respuesta está precisamente en conocer la lógica de Cristo, que hace el bien a quien no lo merece. Él sale de la “lógica de la transacción”, de la reciprocidad, del contrato social y de cualquier otro contrato, él no lleva cuentas. Cristo nos enseña a amar a nuestros enemigos, a dar y hacer el bien sin esperar recompensas. Está claro en la experiencia de la humanidad que tenemos capacidad de hacer el mal a quien no lo merece, la única forma de revertir en parte semejante castigo y atrocidad es hacer el bien también sin contabilizar méritos, es la forma de redención que Cristo nos enseña. Es un acto de rebeldía contra la maldad que hay en el mundo, contra nuestra caída como hijos de Eva, contra la perplejidad, la angustia y desesperación que genera la posibilidad siempre latente de poder elegir entre estos dos caminos, entre el bien y el mal.
Que Jesucristo sea nuestra guía, que nuestra moral se funde siempre en su amor y en la gracia que recibimos del espíritu santo, aquella que desborda tanto al justo como al pecador, gracia que al ser inmerecida, nos obliga a corresponderle aún con más fuerza.
OPINIONES Y COMENTARIOS