– ¿Quiere que le llene el vaso, señor? – una voz amable realizó esa pregunta por tercera vez en la noche a un hombre desprolijo y lastimado, con la mirada perdida en el vacío del universo.
Poco después de la pregunta un vaso se fue llenando lentamente de algún licor barato, y al mismo tiempo que este se iba llenando, era vaciado sin prisa por el hombre desprolijo. Cada vez que llegaba al fondo del vaso, se le quedaba mirando, como si quisiera encontrar algo en la última gota que quedaba en el mismo. Este hombre podía ser encontrado fácilmente todos los sábados a las 23:45 sentado en una mesa en una esquina del bar. Allí, siempre vestido de traje y corbata, algunas veces con un maletín, otras veces solo con un bolso, pero siempre sentado en el mismo lugar, con un vaso en su mano y una botella en la mesa.
Esa noche algo estaba mal, no solo el hombre no se encontraba en su lugar habitual, sino que no traía nada, ni un bolso, ni un maletín, ni siquiera su corbata. Además, la cara del hombre cargaba marcas que evidenciaban algún tipo de pelea en la que había estado involucrado. El mesero, quien ya conocía a este hombre de hace años, decidió no preguntarle la razón de sus moretones, prefirió limitarse a servirle whisky cada vez que se lo pidiera.
El hombre se alejó cojeando de la barra y se acercó lentamente a la puerta del bar. Allí hizo una mueca de dolor mientras se agarraba la pierna derecha y simplemente atravesó la puerta de metal que tenía en sus espaldas. Caminó por aproximadamente 30 minutos por lo que parecía ser un camino conocido por él. En el camino se tambaleaba y se sostenía de las paredes y los postes de luz, parecía determinado a llegar a su destino sin caerse al suelo ni una sola vez. Una vez llegó a su destino, arrodillado en el suelo, dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio cómo se acercaban cinco personas subidas a una camioneta negra. Una de ellas, la que se encontraba en el asiento del acompañante, era un hombre de mediana edad, con canas blancas que le llegaban casi hasta los hombros de su traje negro. Era el único vestido de traje, ya que los cuatro acompañantes tenían unos abrigos de cuero negros, jeans azules oscuros y botas negras con suela gruesa.
El ruido de una explosión retumbó por todo el barrio, saltaron fuegos artificiales que dejaron manchada la pared de un color escarlata, luego de eso un hombre tirado en el piso dejo escapar un susurro. -No lograras encontrarla nunca, maldito infeliz. – estas palabras lograron que el señor canoso frunciera el ceño y demostrara autentica ira hacia el cuerpo que yacía en el suelo.
Un grito de dolor agudo se escuchó poco después de esa frase, mientras que el hombre se sostenía su pierna derecha al mismo tiempo que esta era parchada por una bala de calibre 10 mm.
– No lo sé- exclamó justo antes de recibir un derechazo de uno de los secuaces del hombre con canas. Esta frase salió repetidas veces de la boca del hombre mientras era curado por los hombres que vinieron en la camioneta. Uno con un bate de baseball, le reparó dos costillas de un solo golpe. Otro con unos nudillos de acero relucientes como un auto recién lavado, le colocó un diente de nuevo a donde pertenecía.
– Es todo suyo, muchachos. – exclamó el hombre canoso, mientras se encendía un cigarrillo con un encendedor que tenia un dragón de un lado y dos tigres del otro.
El hombre se encontraba atemorizado, sus rodillas le temblaban y tenia todas las manos sudadas, su corbata prácticamente no lo dejaba respirar, tuvo que sacársela y dejarla en el suelo para no morir asfixiado. Durante el momento en el que era interrogado por el señor canoso, tenia la mente nublada, temía por su vida. Solo tenia que responder una pregunta sencilla, con solo haber pronunciado la palabra “aeropuerto” todo habría acabado más rápido, incluso no lo habrían apaleado tanto.
– ¿Dónde está? – el hombre de canas desesperado por una respuesta lo agarró de los pelos y lo zarandeó como a un costal de papas.
El sol todavía se encontraba en el cielo cuando el hombre sentenció su muerte. Hizo un pacto del cual se arrepintió al instante, juró en nombre de su honor que una mujer y su amante saldrían vivos de esa situación. Tenían todo planeado, tomarían el avión que sale a las 23:45 de la noche mientras que el hombre de traje actuaba como si estuviera trabajando en un día habitual. Nadie sospecharía de nada, pues ni una sola alma fue testigo de como la pareja bajaba del taxi y volvía a su casa a hurtadillas por la puerta trasera, ni siquiera el hombre de traje.
– Pero, aunque en verdad lo sean, yo nunca quise perder la fe, en nombre de mi familia. – dijo el hombre mientras colgaba su camisa en el perchero y exhibía su espalda y pectorales decorados con un dragón y dos tigres. – Algunas veces un hombre siente que las segundas oportunidades son una mentira.
El sol ya se encontraba en su punto más alto, el hombre de traje estaba siendo informado del plan por una mujer joven, con cabello marrón café y ojos verdes, llenos de esperanza. La mujer le explicó paso por paso lo que necesitaba que haga para que pudiera encubrirla, le explicó que seguramente iban a descubrirla pero que cuando sucediera ya estarían en viaje a un país lejano.
– ¿Por qué nos ayudas? – dijo sorprendida una chica desesperada, a un hombre con la mirada perdida en el fondo de un vaso.
Pasaron varias noches en la que se encontraba sentado en un bar, concentrado en el fondo de un vaso. Pensando serenamente, en el futuro, en el pasado y en el presente. Todas las noches caminaba durante 30 minutos bajo la luz de la luna, hacia un complejo cerrado donde vivía una mujer que debía ser custodiada. Como había sido descrita por el señor canoso, era una belleza traicionera, que no dudaría ni un segundo para manipularte. Tal vez tenía razón, era una mentirosa compulsiva y siempre estaba con la guardia alta, aunque no fuera necesario ya que su seguridad estaba garantizada. Pero su trabajo no era impedir que alguien entre, sino también impedir que la muchacha salga. Pues estaba enamorada, y, como dijo una vez su padre, las personas por amor arriesgarían incluso su propia vida. Y esta frase nunca fue más cierta. Esta chica arriesgaba su vida todos los días al intentar encontrarse con el hijo del jefe de una familia rival. Un clásico Romeo y Julieta. Pasó meses esforzándose en vano, en impedir que se vieran. La mujer era muy astuta y siempre lograba escaparse de alguna manera. Una noche el hombre encontró un bar metido entre los barrios bajos mientras seguía el rastro de la pareja de amantes, el lugar era barato y tranquilo, parecía ideal.
Allí adentro, encontró a un hombre de pelo largo, lacio y negro, con lentes, también vestido de traje y corbata. Este parecía cansado, como si hubiera trabajado días enteros sin parar en el campo. Allí, solitario, el hombre estaba tomando una cerveza mientras miraba la pared que tenía delante, pensativo, y serio. Esa noche los dos hombres de traje tomaron unas copas juntos, como si de dos amigos de la infancia se tratase, hablaron del pasado, de su trabajo y del futbol. Hasta más adentrada la noche que fue cuando la charla se volvió más seria. El hombre de cabello negro y de lentes se deprimió de un momento para el otro. -El amor es algo hermoso, ¿sabes? Por eso te quiero dar un consejo, si alguna vez algo te impide estar con quien amas, quiero que acabes con ese obstáculo lo más pronto que puedas. – hizo una pausa mientras se acomodaba el cabello por atrás de las orejas. – porque créeme, te arrepentirás.
Los dos hombres sentados en la barra del bar, melancólicos, parecían entenderse a la perfección, como si los dos hubieran tomado las mismas malas decisiones en su vida, y por consecuencia, hubieran terminado bebiendo juntos.
Pasaron años desde esa noche en el bar. El hombre de traje, sentado en el parque una noche de primavera, presenció como un hombre canoso y de cabello corto asesinaba brutalmente a una mujer mientras intentaba huir. El sentimiento de rencor nació en ese momento en el corazón del hombre, un joven recogió la mano de la mujer que yacía muerta en el suelo, llorando desconsoladamente y derramando sus lágrimas sobre el anillo que se encontraba teñido de un rojo escarlata. El hombre de traje simplemente observaba. Sin mover ni un solo musculo. Con su corazón palpitante y su sangre hirviendo de ira se levantó del banquito en el que se encontraba y caminó directo hacia el señor canoso. Pero, cuando estaba a unos escasos metros de su objetivo, volvió a su bar favorito. Sentado en la barra y mirando el fondo de un vaso, que todavía tenía gotas de lo que restaba de algún licor barato.
– ¿Quiere que le llene el vaso, señor? – una voz amable realizó esa pregunta por tercera vez en la noche a un hombre desprolijo y lastimado, con la mirada perdida en el vacío del universo.
El hombre, miró a su alrededor y realizó un gesto de alivio, se acomodó el cabello y volvió a clavar su mirada en el vaso que se encontraba en su mano derecha. -No gracias, ya estoy muerto. – exclamó con una extraña amabilidad. -Está bien. – dijo el joven mesero. -si necesita algo, ya sabe a quién llamar. – el joven se alejó de la barra con una sonrisa que, aunque parecía que intentaba ser amable, generaba cierto miedo dentro del corazón del hombre de traje.
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