Se abren las puertas luego de que el acelerado viento chocara contra mí. Antes de eso una larga hilera de cuerpos, de siluetas difuminadas, de rostros borrosos, frente a mis ojos pasaban desenfrenados, confundiéndose con mi reflejo y, al mirar incesante de los afanados ojos, los míos se volvían los de ellos y los de ellos los míos. 

Rápida amalgama de apagados colores cruzaba fugaz por mi mirada. Intentaba yo escudriñar las apariencias, mas sólo sacaba en claro mi especular imagen distorsionada por las líneas y el centenar de antropomorfas siluetas arrastradas por la luz y la máquina. 

Breve es ese último momento cuando el desfile detiene su marcha. Quedo inerme y estupefacto ante mi inmóvil reflejo; en tan corto lapso me observa y analiza entre la opacidad de su semblante. De arriba a abajo me observa y juzga. Sus pupilas se detienen en instantes de su camino para mejor detallar. Noté en sus comisuras labiales un sutil movimiento de satisfacción, lo encuentro luego mirándome fija y determinadamente a mis ojos con la mezcla desgarradora de la amargura y el desprecio.

Un vaporoso sonido tráeme de nuevo al mundo; el reflejo se desvanece de un lado a otro.

Al completo abrir de las puertas baja tumultuosa muchedumbre afanada; algunos miran con apresurados ojos a aquella otra masa que también los observa. Nadie dice nada, las soslayadas miradas se confunden y otras, furtivas, tímidamente escapan del encuentro frontal.

Pasos, acalorado aire colmado de murmullos y sonrisas, de suspiros y fragancias. Hago parte ahora de las siluetas. Soy parte del horror pues la masa me ha engullido.

Mirando al piso con firmeza, pues si alzo la mirada toparé de frente con la desaprobación, con los muchos ojos, con las muchas miradas, con el continuo juez. En la masa heme acechado y acorralado. 

Por su odio me he transformado y no importa donde abandone el común viaje, jamás lograré desprenderme  de su mancha infecciosa. 

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