Trinchera

Lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla.

“El arte de la guerra”, Sun Tzu

Nunca imaginé que la bomba que arrojó Julián dos años atrás iba a
ensuciar mis propias manos de sangre.

Podrán decir de mí cualquier cosa, menos que soy una persona violenta. Más bien lo contrario. Pero en el amor y en la guerra todo está permitido y, déjenme que les diga, esta historia tiene bastante de ambos.

Todo comenzó, como les dije al principio, con la primera de las bombas.

Julián me citó en el bar de las malas noticias, ese al que sólo íbamos a decirnos las verdades que no queríamos que Joaquín, nuestro hijo de once años, escuchase.

No éramos un matrimonio normal ni nunca lo habíamos sido, pues apenas cruzábamos unas cuantas palabras por día. Ambos éramos un triste error de juventud en la vida del otro, que veníamos arrastrando desde entonces.
Los dos admitíamos a quien quisiera saberlo que, de no haber sido por la certeza de la venida de Joaquín, nunca hubiésemos llegado tan lejos. Es más, me arriesgo a afirmar que a estas alturas ya ni siquiera recordaríamos nuestros nombres.

Pero un hijo es una responsabilidad ineludible y, podrán decir muchas cosas de nosotros, menos que somos irresponsables. Al menos yo nunca lo fui.
Pues bien, como les venía diciendo, nos reunimos en el bar de siempre (porque como imaginarán, era al único lugar al que salíamos juntos) y pedimos un café. No era que realmente lo fuéramos a tomar, pero
necesitábamos distraernos antes de decirnos aquello que, sabíamos, iba a dolernos.

La infusión era tan horrible como de costumbre, pero ese era uno de los motivos por el que elegíamos ese sitio. De esa manera nunca volveríamos allí por gusto, sólo lo haríamos por la necesidad de lastimarnos. No alternábamos de bar porque creo que, en el fondo, los dos
guardábamos una mínima esperanza de mejorarlo.
Después del primer sorbo me miró a los ojos y, sin preámbulos, arrojó en mis manos una bomba de palabras.

—Lo siento Claudia, pero debo decírtelo. Tengo otra familia.
Las esquirlas de esa frase me rasgaron la piel en cientos de heridas lacerantes, pero mi orgullo fue el que se llevó la peor parte.

Estábamos acostumbrados a ataques de menor envergadura, como un calibre 22 del tipo “nunca te amé”, o incluso alguna que otra granada como un “te engañé con alguien más”. Pero nunca, ni en un millón de años, me hubiese esperado una munición tan pesada como aquella que asoló a
Hiroshima o Nagasaki. Una familia implicaba un compromiso que no
estaba dispuesta a compartir con nadie. Y no sólo me involucraba a
mí, sino también a Joaquín. Ya no sería más “su” hijo. Ahora era uno más de “todos sus” hijos, y eso dolía.
Debió de leer el espanto en mi rostro, pues intentó contenerme en un abrazo que pareció mucho más torpe e inadecuado de lo normal, teniendo en cuenta lo que acababa de hacer con nuestras vidas. Se sintió hasta extraño que me estrujase contra su pecho, después de una sequía tan grande de contacto físico y tan solo a instantes de haber detonado los cimientos de nuestra historia conyugal.

No es que no supiera que había otra mujer en su vida. Podrán decir de mí cualquier cosa, menos que soy tonta, por lo que siempre imaginé algún devaneo esporádico con cualquiera de las mujerzuelas que adornaban las noches de los cobardes como Julián, acostumbrados a vivir en una relación que, de tan casta, se parecía más a un seminario que a un
matrimonio normal.
Dijo cosas ridículas, como que no había sido su culpa, pero que no pudo evitar que sucediera. Incluso intentó hablarme de ellos, de los otros, pero la explosión había dejado un zumbido constante en mis oídos, y no llegué a escuchar lo que decía. O no quise hacerlo pues, ¿de qué me serviría?

Acababa de demoler, con una sola frase, toda la estructura de nuestro endeble matrimonio y con ellas se habían ido todas mis intenciones de continuar con esa farsa.
Le pedí entonces que no volviese a aparecer por mi casa, pues no quería que sus verdades clandestinas mancillaran la decencia de nuestro hogar.

Esa noche no pude dormir, imaginando qué sería lo extraordinario que esa mujer sin rostro le había dado, y que fuese tan especial como para hacerlo capaz de arriesgarse a perder la estabilidad de esta familia, aun después de nuestro paupérrimo desempeño conyugal.
Ideé decenas de planes para vengar la injusticia de que mis varios años de amargura hubiesen sido para él tiempo suficiente para jugar a los Ingalls con unos desconocidos.

¿Iría a ver a sus demás hijos a los actos escolares?, ¿o sería un padre tan ausente como lo era para Joaquín?
¿Jugaría con ellos?, ¿hablaría en su mesa las pocas veces que cenaban juntos, o reinaría en aquella viviendo un silencio tan opresor como en la nuestra?

Decidí entonces seguirlo, pues no hay enemigo más poderoso que aquel que no tiene rostro ni nombre y, como les dije, esta historia tiene de amor, pero más tiene de guerra.

Lo observé entrar en una casa pequeña y bastante más humilde que la nuestra y, sin quererlo, me encontré sonriendo complacida, como si la riqueza de mi hogar fuese suficiente excusa para hacerlo más digno de su atención.

Le di una última calada a mi cigarrillo y me acerqué cautelosa a la única ventana que permanecía aún abierta. En su interior, un hombre idéntico a mi marido pero completamente desconocido para mí, jugaba con un niño varios años menor que el nuestro.
Ambos sonreían de igual forma, como vi cientos de veces hacerlo a un solitario Joaquín, que no había visto jamás los dientes de su padre en una sonrisa.

Me alejé de la casa con la certeza de que debía hacer algo para devolverle al mundo su equilibrio, y terminé de ultimar los detalles de mi plan.

Para la tarde del día siguiente Julián estaba muerto y Joaquín y yo éramos sus únicos deudos reconocidos.
No voy a detallar los pormenores del asunto pues no vienen al caso. Sólo me basta decirles que, con dinero y buenos contactos, no hay nada que no se pueda comprar.
Incluso hasta una muerte.

Después de una brevísima investigación policial (otra vez la omnipotencia del dinero y los contactos), tuvimos un cuerpo para velar, pero pocas lágrimas para hacerlo.
De todas formas sabía que alguien de seguro las tendría, y que era probable que a estas alturas ni siquiera supiera que debía comenzar a llorar.

Fue por ello que me dispuse, con mi mejor cara de viuda compungida, a hacer una visita al humilde hogar.
Abrió la puerta el niño que había visto un par de noches atrás, y de cerca pude corroborar que era el vivo retrato de Julián. Hasta en eso había sido injusto el malnacido, heredando sus rasgos a un hijo ilegitimo y legándole a Joaquín poco más que el apellido.

La madre salió deprisa,y la sorpresa fue tan grande que hasta me temblaron las rodillas.
¡Qué puedo decir de ella! Era una diosa de belleza apoteósica, de esas que enmudecen a cualquiera que las vea.

Su tez blanca y lechosa invitaba a acariciarla, casi tanto como lo hacía la tersura propia de la piel de un recién nacido.
El cabello oscuro le caía recto hasta la mitad de la espalda, en una especie de cortina negra que abría su telón para exponer su hermosura a los incautos que, como yo, teníamos la suerte de admirarla de cerca.

Pero lo que más me maravilló fue la frescura de sus ojos grises, que imaginé serían más diáfanos sin la presencia de las sombrías manchas que los rodeaban (con seguridad, causadas por la incertidumbre del paradero de Julián) y que le agregaban algunos años más a los pocos que le adjudiqué en mi cabeza.
La presencia del niño me cohibió, pues puedo ser cualquier cosa menos desalmada, por lo que la invité a conversar en el mismo bar en donde detonó la primera bomba.

Aduje que tenía información sobre su esposo que podría interesarle y ella, lejos de avergonzarse por el uso incorrecto del posesivo, asintió preocupada.
La conduje en silencio hacia el lugar, dispuesta a arrojar a sus pies el proyectil que había caído primero en mi trinchera, y que ahora le devolvía a él en su punto más vulnerable.

Le expliqué despacio quién era yo en realidad, regando con copiosas lágrimas cada una de mis palabras. No sé si creyó del todo mi pena, pero lloramos juntas cuando supo el fatídico destino de aquel hombre compartido.
En un punto de la charla, cuando la dulzura de su mirada me nubló la razón, cambié el objetivo de mi envidia. Ya no era ella quien había tenido lo que yo tanto anhelaba, sino que ahora era él quien había alcanzado la suerte de poseer a una criatura tan magnífica como inalcanzable para mí.

No quiero que se malinterpreten las cosas. A mí nunca me han gustado las mujeres, y así continuará siendo. A mí quien me atraía era Marisa (como supe entonces que se llamaba), despojando el sentimiento de formalismos de géneros que no vienen al caso.
Lo cierto es que, mientras ella derramaba lágrimas por la suerte (mala) de Julián, yo lo hacía por la suerte (buena) del mismo.

Me aclaró que nunca había sabido de nuestra presencia, y la quise más por ello cuando encontré sinceridad en su declaración. Se lamentó también de su destino, pues su única familia era el entonces difunto, y no contaba siquiera con un trabajo para mantenerse.
Yo, como siempre he sido generosa, la invité gustosa a mi no tan humilde morada.

Al principio se negó rotundamente, pues consideraba que no era honroso para nosotros su compañía, pero como tengo tanta verborragia como ella honra, terminé por convencerla.
En aquel momento comenzamos a vivir como una gran familia. Era extraño que estuviéramos cumpliendo sin saberlo el sueño más oculto y
retorcido del padre de nuestros hijos, y que después de un tiempo lo
hubiésemos convertido en propio.

Los niños se criaban en una fraternal y utópica realidad, en donde cada uno adquiría el rol de hermano que le correspondía por consanguineidad; Joaquín le enseñaba a montar en bicicleta a un desdentado Federico, y este le retribuía con sonrisas huecas de gratitud cada una de las lecciones.
Mi hijo, pobre en cariño, se desvivía por agradar al pequeño, sin saber que lo único que éste hacía era compartir una parte de la herencia inmaterial que su padre le había legado sólo al dilecto.

Las visitas al cuarto de Marisa llenaban de gemidos nuestras noches. Al principio no habían sido más que encuentros furtivos en los que ella lloraba por su amor perdido, creyendo que a mi me embargaba la misma pena. Pero, después de varias caricias fugases, mi piel opaca y deslucida había terminado convenciendo a la tersa calidez de la suya.

Era ella un nexo que nos unía, a Julián y a mí, de un modo que ni Joaquín había conseguido. Lo insensato era que ambos habíamos compartido su cuerpo sin proponérnoslo, librando una guerra desfasada en el mismo campo de batalla.
Nunca tuve la certeza de si alguna vez me quiso, o si sólo fue su forma de seguir en contacto con mi marido, pero de lo que sí estoy segura es que, así como él había sido el amor de su vida, Marisa lo era de la mía.

Nuestro idílico mundo duró poco menos de un año, momento en el que me citó de nuevo en ese bar que tan malos recuerdos me traía. Ella era tan inocente como perspicaz, y había adivinado la utilidad de la atmósfera que el lugar aparejaba.

Fui dispuesta a un balazo, y el cimbronazo de otra bomba casi me termina devastando.

Aún no se le notaba, pero un cuerpo distinto la había llenado de una forma que el mío no podía, y las consecuencias serían visibles en pocos meses.
Un doloroso dejavú me oprimió el pecho, y no pude hacer nada más que observarla mientras hablaba. Sus labios se movían en ese aleteo hipnótico que tan bien le conocía, pero sólo pude captar retazos de palabras de todo aquello que decía.

El padre, un hombre que ni siquiera la había querido, había salido huyendo apenas supo lo que sucedía, y el destino la terminaba poniendo, otra vez, a merced de mi piedad.
Podrán decir de mí cualquier cosa, menos que no soy piadosa, por lo que la recibí en mis brazos como si nunca los hubiese agraviado.

El tiempo pasó volando, y algunas lunas después tenía a la pequeña
entre mis brazos. Era rubia como un ángel, y sus ojos celestes eran casi tan claros como los míos.

Como ya imaginarán detesto las injusticias, y no me parecía razonable el quedarme con las sobras de uno más. No soportaba la idea de que alguien ajeno a Julián o a mí hubiese probado la turgencia de su carne, o que conociera el candoroso sonido de sus gemidos entre las sábanas. Me había acostumbrado a la idea de su pasado con él, pero nunca lo
haría con el de un desconocido. Ya les dije que no hay enemigo más
poderoso que aquel que no tiene rostro, y éste nunca lo tendría. Yo
valía mucho más que un par de adulterios, y me vi obligada en aquel
momento a urdir un nuevo plan.

Otra vez el dinero y los contactos me ayudaron, y desde entonces soy la devota madre de tres hermosos niños, que me adoran con la justicia que no tuvieron sus padres.
Lo curioso del caso es que Julia (como le puse a la pequeña en honor a mi difunto esposo), sea la que más se parece a mí. Imagino que su madre habrá tenido la delicadeza de encontrar un hombre que pudiera colmarla como yo no podía, pero con el que fuésemos tan similares como para gritarle mi nombre en la cumbre de su clímax.

Pero lo más importante de todo esto es, sin dudarlo, la hermosa familia que pude formar.
Porque, como supe decirles, un hijo es una responsabilidad ineludible, aun cuando se esté librando una guerra en las trincheras de tu propio hogar.

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