Buena pesca, oyó que Miriam decía desde el cuarto. En aquella casa de una sola habitación y baño, con salón y cocina integrada, podían hablar sin tener que mirarse a la cara. Aquel Buena Pesca sonó más como un No vuelvas con las manos vacías que un Buena suerte.

Antes de cerrar la puerta alcanzó a escuchar a Nico pidiendo que Miriam le leyera “La Pirata Daniela”. Su hijo no se cansaba de leerlo, o, mejor dicho, de que se lo leyeran. Algo tenían aquellos libros que hacía que los niños quisieran escucharlos una y otra vez. La droga de los niños. Quizá por eso Borges odiara tanto la literatura infantil. Aunque peor eran las pantallas. A ver si aguanta sin ponerle la televisión, fue lo último que pensó mientras encaraba el pasillo, estrecho y mal iluminado. Deprimente túnel que le hizo olvidar sus preocupaciones educativas, y le recordó la más inmediata tarea de conseguir algo de dinero para comprar el regalo con el que celebrar el cumpleaños de su hijo.

Eran las doce de la mañana y ya había movimiento en la calle, como a todas horas y todos los días, solo que con gente distinta haciendo cosas distintas. Los domingos por la mañana muchos habituales del barrio se refugiaban en casa. No así los que tenían que atender comercios que abrían los domingos. También llevaban tiempo fuera los que iban arrastrados por sus hijos, como perros por sus dueños, o dueños por sus perros, a los columpios más cercanos. Allí se unían a otros padres, de aire ausente, que columpiaban a los niños mientras miraban el móvil. Concentración que se interrumpía cada tanto, con aire sobresaltado, hasta cerciorarse de que el niño a su cargo no estaba en peligro de muerte, volviendo entonces a pasear sus dedos rítmicamente por la pantalla. Los viejos que podían valerse por si mismos ya llevaban un rato en algún banco, comprobando que el barrio cumplía con cada una de las fases del ciclo diario. Los más débiles hacían lo propio desde la ventana, esperando a que llegara el asistente ecuatoriano para sacarles a tomar el sol. Los jóvenes, en general, o estaban dormidos, o a punto de acostarse.

Llegó a la puerta de Toledo y decidió subir por la calle del mismo nombre. Los ultramarinos, ferreterías y talleres que habían poblado aquellas aceras durante más de medio siglo iban dando paso, según se iba acercando a la Plaza Mayor, a restaurantes de comida rápida, tiendas de suvenires y algún chino que vendía comida rápida, suvenires, y lo que se terciase. Todos estos establecimientos emitían olores que se unían al orín regado por los borrachos la noche anterior, al polvo de las obras y al humo negro de los coches, todo ello acumulado en el ambiente y pegado en el asfalto, tras días sin llover. Fatigado por la subida paró a coger oxigeno. En vez de penetrar hasta el tabique, el aire se le quedó atascado en la entrada de la nariz, y un regusto amargo se pegó en la parte de atrás de su paladar.

Un último olor fue mezclándose a los demás, dominando sobre todos ellos. Era un olor hecho de muchos otros: sudor, perfumes, aliento a ajo, cuero, tabaco… Olores emanados por filas de gente, convertidas en torrente a medida que avanzaba. Cerca de la Plaza de la Cebada la corriente era tan fuerte que a menudo tenía que abandonar la acera y saltar a la carretera para abrirse paso. Dobló hacia la derecha por un callejón, y la corriente se convirtió en una masa uniforme de gente, en la que era imposible avanzar sin rozarse constantemente unos con otros. Había llegado al Rastro, el paraíso de los carteristas.

Él hacía poco que se había iniciado en las artes de la pesca furtiva. Su verdadero amor eran las plantas, pasión que le había llevado, por diversos vericuetos, a convertirse en jardinero del Botánico. No era, claro, uno de aquellos tiesos con estudios, sus jefes, que seleccionaban las plantas, diseñaban exposiciones, y podían pagarse buenas casas y vacaciones en la playa. Su infancia había tenido demasiadas espinas como para haber terminado dirigiendo semejante paraíso. Hacía unos años, sin embargo, gracias a un conocido, había conseguido entrar como operario en el Real Jardín Botánico. Se encargaba de regar las plantas, limpiar el musgo y el barro de los bancos de piedra y de mantener los caminos barridos de hojas.

La mayor parte de sus compañeros de cuadrilla, senegaleses, hondureños y alguna peruana, abandonaban el trabajo en cuanto conseguían algo mejor remunerado. Para él, sin embargo, aquellas mañanas soleadas rodeado de árboles con descripciones rúnicas, escuchando el trino de los pájaros mientras paseaba sin tener que hablar con nadie, eran un regalo y no un trabajo. Así, como quien ve a los árboles mudar de hojas cada otoño, había resistido varios cambios en las cuadrillas, y se había ido convirtiendo, si no por mérito por aguante, en el jardinero más veterano. En ocasiones, incluso los jefes le preguntaban alguna cosa sobre la poda de los rosales o la aparición de algunos líquenes, aunque nunca acompañaron ese reconocimiento con aumentos de salario.

Como el cactus con poca agua, siempre había podido vivir sin mucho dinero. Nunca le había interesado, y en realidad seguía sin interesarle, pero a diferencia de antes, ahora sentía que lo necesitaba. Al principio, cuando Miriam y él decidieron tener a Nico, se prometieron que ser padres no les cambiaría. Hay promesas que se abandonan pronto. Aquella se esfumó en la misma habitación de hospital en la que Nico respiró por primera vez, en forma de llanto, envuelto en sangre y tras horas de gritos y resoplidos. En cuanto su piel tocó la de Miriam, ya nada volvió a ser lo mismo.

Miriam y él, él y Miriam, aquello difícil de definir: pareja, relación, amor… desapareció, empujado a un rincón oscuro de la memoria por aquella nueva presencia. Primero olvidado, luego resquebrajado, poco a poco, por pequeños desacuerdos sobre cómo alimentar al bebé, si dejarlo llorar en la cuna, si mecerlo en brazos… Chorradas fáciles de resolver en general, auténticos motivos de estallido bélico en mentes sometidas a la ansiedad, el miedo y la falta de sueño. En aquel ambiente que comenzaba a asemejarse a una disputa fronteriza, el dinero, o, mejor dicho, su ausencia, se convirtió en el motivo más frecuente de tiroteos entre dos ejércitos enemigos. En sí inocuos, pero que fácilmente podían convertirse en la mecha que encendiese una escalada de violencia de infeliz final.

Él aún confiaba en poder rescatar su historia con Miriam del agujero en el que la habían ido enterrando, cada vez más hondo, así que decidió buscar una solución. Quizá si resolviesen el problema del dinero, al menos hasta llevar a Nico al colegio para que Miriam pudiera volver a trabajar, podrían capear el temporal y encontrar un equilibrio. Retomar, cuando tuvieran algo más de aire, el tiempo para ellos dos.

Fue esa búsqueda de algo de tiempo y aire lo que le había llevado a merodear por el Rastro, aquella aglomeración donde faltaba el aire y se comerciaba con los trastos que el tiempo había mandado al basurero de la historia, esperando que alguien los rescatara para darles una nueva oportunidad.

Llevaba unas semanas robando en el Rastro y poco a poco iba aprendiendo los gajes del oficio. Lo primero, evitar que los tenderos le reconocieran ni que adivinaran sus intenciones. Aquellos espíritus alerta habían desarrollado, a fuerza de observación, un instinto infalible para identificar las intenciones de cualquiera que se acercara a sus puestos. Sabían quién buscaba algo y quién únicamente curioseaba. Olfateaban a quién apretar, a quién dejar mirar, a quién ofrecer, y a quién seducir, pero también olisqueaban rápidamente a los que únicamente estaban allí compitiendo por el mismo botín – la cartera de los clientes – solo que a cambio de nada. No en vano eran algunos de aquellos tenderos, ellos mismos, maestros presentes o pasados del hurto, el engaño, el timo y la fechoría.

La segunda regla fundamental en el arte de la pesca ilegal era identificar bien los caladeros. Los jóvenes en general llevaban poco efectivo y la sangre muy caliente, así que era mejor evitar un encontronazo con ellos. Los viejos, aunque más lentos en reflejos y con fajos más cuantiosos, eran temerosos. Sobre todo las señoras, que llevaban los bolsos colgados por delante, bien agarrados, como si fueran una falda a punto de salir volando. La víctima más apetecible, por lo tanto, era el turista. Casi siempre llevaban billetes, y aunque solían palpar sus carteras a menudo, se despistaban fácilmente, aturdidos con tanta atracción que grabar con sus móviles para poder compartirlas con los amigos en alguna tarde lluviosa, oscura y aburrida del invierno alemán, principal motivo de la visita al folclórico mercadillo madrileño. Además, en caso de darse cuenta del hurto, in fraganti o al de un rato, siempre eran más lentos en reaccionar y poner a la policía en danza. Policía que además pronto perdía el interés, sabiendo que los turistas estaban de paso y que el mal trago de la víctima no tendría mayores consecuencias que contar con un alemán menos en el chiringuito de la playa los siguientes veranos.

Aplicando las susodichas reglas y una recientemente descubierta habilidad para confundirse con el paisaje, quizá adquirida en su fusión diaria con la flora del Botánico, consiguió levantar tres abultadas carteras. Las escondió rápidamente en los bolsillos interiores de su chaqueta, pero a juzgar por la pinta de sus propietarios y lo grueso de las piezas, la faena sería suficiente como para sufragar un buen regalo para Nico. Quién sabe, quizá incluso le llegaba para pagarle a su prima Montse, un poco lerda pero inofensiva, para que cuidase del niño el fin de semana. Podría invitar a Miriam a tomar unas cañas y bocadillos de calamares en la Plaza Mayor y luego dar un paseo, con helado incluido, por el parque de Oriente. Como en los viejos tiempos.

La visión de su futuro paseo con Miriam le devolvió la alegría. Era, además, la vez que mejor se le había dado la pesca. Parecía que al menos esto sí que se le daba bien, y aquella sensación de orgullo venció a la vergüenza que a veces le afligía por tener que andar enredado en aquellas tareas. Animado, tomó la calle de las Amazonas hacia la Plaza del General Vara de Rey, algo menos concurrida. Nunca se le hubiera ocurrido intentar robar allí. En uno de los extremos siempre estaba aparcado un coche de policía, y varios agentes cubrían las dos salidas de la plaza que llevaban hacia la calle Toledo. Tenía prisa por salir de allí y abrir las tres carteras que notaba en el interior de su chaqueta, a ver si efectivamente daban para recuperar el amor de Miriam.

En el último puesto de la plaza, donde un gitano muy elegante vendía desde candelabros y figuritas hasta pantalones y relojes antiguos, vio a una señora inclinada hacia unas bailarinas de porcelana, con la cartera asomando de su bolso descuidado. Le dieron ganas de hacer una broma o tener un gesto galante, así que se lanzó. Señora, cuidado que¿¿Eh?? ¿Qué hace usted? Que no, señora, que solo quiero avisarle de que tenga cuidado…

Demasiado tarde. La pareja de policías había escuchado a una señora gritando, y aquello era motivo suficiente para aparcar el aburrimiento por un momento. ¿Qué sucede? Nada, solo le estaba avisando a la señora… Acompáñenos, por favor, caballero. Pero, si yo sólo… Por favor, caballero, que no se lo tenga que repetir. Acompáñenos y saque todo lo que tenga encima.

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