Un amor sin barreras

Amor de Dios 

(A través de tres aspectos de la vida)

  • La entrega
  • La transparencia
  • El pecado

I Parte

La Entrega

Cuando nos entregamos a Cristo no podemos cavilar en tiempo, peso, ni medida; significa que la entrega es sin miramientos, porque debe ser una entrega en caliente que nos permita ser testigos vivos y lúcidos ante su doctrina que brilla más que el sol, es decir, que es luz permanente e imperecedera para el mundo. Antes de asumir el compromiso -que observo ineludible- debemos saber que el mismo es a tiemplo completo, teniendo como orden del día la renuncia a todo aquello que entorpezca nuestra filiación con Cristo; lo que el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) deja asentado como única verdad “ … el hombre ha sido creado por Dios y para Dios…»(I, 27) Pero el hombre encuentra y desarrolla un rol en la vida ordinaria, en el mundo de todos los días, en el mundo donde nos anclamos a la familia, a la profesión, al trabajo, a la sociedad, en fin, a la cotidianidad que no nos impide, por supuesto, esa entrega de la cual les hablo al comienzo. Y es que debemos tener en cuenta dos cosas importantes en nuestra presencia en el mundo

• Somos libres

• Estamos comprometidos

Pudiera verse en esta posición una contradicción, pero y, antónimamente, en realidad una es complementaria de la otra, veamos. Fuimos creados libres y esa libertad la manifestamos en todos los estamentos de la vida. Desde que salimos del vientre de la madre ejercemos una libertad biológica, pues somos ya cuerpo exterior separado, es más, ya antes éstas funciones biológicas se cumplía en el seno de la madre, pero estábamos albergados en esa especie de cápsula milagrosa que nos permitió el desarrollo embrionario hasta convertimos, pasado el tiempo necesario, en la persona que somos. Cumplimos una etapa de dependencia por no poder valernos por nosotros mismos, y consumada ésta se sueltan las amarras para la libertad, la que ejercemos a cabalidad; la que debe ser imperiosamente responsable. Este sólo hecho hace del compromiso
una acción complementaria de la libertad que no se puede practicar en términos absolutos, pues ella se debe y se condiciona a normas, procedimientos y exigencia de carácter ético-moral que hacen que la libertad sea un ejercicio responsable del hombre. Por ello nos dedicamos a disimiles tareas que cumplimos según nuestra preferencia, y dejamos por asentado el hermoso desarrollo humano que nos ha permitido ir evolucionando y superando cada día más. Todo esto nos hace hombres de un «…mundo que no es malo, porque ha salido de las manos de Dios,» «…somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades»
(San Josemaría Escrivá Amar al Mundo intensamente. 114, pág. 30, Edición Universidad Monte Ávila)

Y esa misma libertad nos compromete con el Creador, porque «La más alta razón de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes. 19.1) Nuestra entrega a Cristo sin apartarnos del mundo debe poseer una cohabitación que haga de los quehaceres una más ferviente entrega; es decir, honrar y engrandecer nuestro compromiso a través de ese sudar de la fe en un mundo bonito como lo ha hecho Dios. ¿Paradójico? ¿Infantil? ¿Poco realista? ¿Un autoengaño?, a las cuatro inquisitivas interrogantes que me formulo, tengo que responderles con un ¡no! contundente. San Agustín decía que «Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad» Lo que no negaba la existencia misma de San Agustín -como persona en el mundo- sino, en contrario, observo, que se reafirmaba esa misma presencia, por lo que Dios era su preeminencia.

Al reconocer este modelo que nos sugiere San Agustín, todo nos indica cuán grande es la prioridad que debe plantearse el hombre frente a Cristo. Pues «…si Él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir» (Ap. 3, 7); «…hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza» (Pr 19, 21; citado por el CIC 303)

En esa economía de la fe está el hombre intensamente comprometido, ya que «…pues el hombre puede olvidarse de Dios e incluso rechazarlo» (Trino Valera Angulo, cometario del CIC), pero «Dios no cesa de llamar a todo hombre, para que viva y encuentre la dicha» (núm. 39. Por lo tanto estar comprometidos no significa -al igual que estar «anclados»- una controversia que le dificulte al hombre su posicionamiento integral del mundo. Él es dueño del mundo, Dios lo ha dispuesto de esa manera, y el hombre ha venido dando respuestas correctas e incorrectas, pero tomando decisiones que es lo que al fin y al cabo le corresponde, en ejercicio pleno de su libertad. Pero el hombre sabe que tiene que ir mucho más allá, porque no basta decir: yo lo hice…, y asumo la responsabilidad; no es criterio de Dios decir «…yo soy dueña de mi cuerpo…, yo decido…, por el ser humano que llevo dentro mí», etc. La vida y la libertad son mucho más serias que el simple «aceparme como soy», porque debemos recordar que tenemos que ir hacia nuestra perfección. «…sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo (Mt 5,48) Porque hemos de tomar la libertad en sentido positivo, ya que estancarnos, dejar de crecer, de progresar, es un mentís a la propia libertad que pudiera colaborar para perdernos en el camino; negarnos la posibilidad de imitar a Cristo en su santidad, meta que debemos perseguir. Ser santos, por lo tanto, es un compromiso. No para vanagloriarnos -actitud humana-, sino para lograr nuestra salvación, que bien cara ha pagado Nuestro Señor Jesucristo. «Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza, de amor y de buen juicio» (Segunda carta de Pablo a Timoteo, 7) ¿Cómo, pues, hemos de conducirnos? ¿Cuán conscientes estamos de esta verdad ineludible? Sin duda que son preguntas que nos mueven a un accionar activísimo ante la verdad que tenemos por delante, ante el compromiso como hombres de proyectos, apegados a la voluntad de Dios, y que hemos de asumir con valentía. Nada fácil la hemos de tener, y lo sabemos, pues ya el propio mundo se ocupa de hacer la carga un poco más dura, cuando tenemos que afrontar modelos que no debían existir, porque estamos trabajo por un alcance común. Pero somos llamados a ser discípulos y profetas -nos lo dice el bautismo cristiano- y es así como somos testigos e intérpretes de la voluntad de Dios en situaciones concretas. Bien nos lo recuerda el Concilio Plenario «Toda escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en justicia» (2 Tm 3,16) «Viva es la palabra de Dios y eficaz y más cortante que espada alguna de dos filos» (Hb 4,12) (Concilio Plenario de Venezuela, 1998. Documentos Conciliares, Introducción, pág. 31) Así hemos de conducirnos -«…espada de dos filos»-, no con ambigüedades ni dobles caras. El cristianismo tiene que asumirse con la verdad que en su etimología quiere decir: honestidad, buena fe; lo que debe ser el norte de nuestro accionar, aun cuando nos cueste inconvenientes en los órdenes de la vida. Un engaño mueve al pez al anzuelo y, aun cuando lo admitimos como una herramienta de trabajo del profesional o aficionado de la pesca, no es para el cristiano el instrumento que nos permite evangelizar. Nosotros tenemos la Palabra de Dios, el Fiat del cristiano. Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera (cf Mt 11, 25-27 y Lc 10, 21-23), Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los «pequeños» (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí, Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el «Fiat» de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al «misterio de la voluntad» del Padre (Ef 1, 9). (CDLIC 2603) Por ello, y ante la interrogante de la «verdad ineludible», se ve cómo está «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18; cf Is. 61,1-2)

Somos hombres de «El esplendor de la verdad», en efecto, y como le …compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o salvación de las almas (Código de Derecho Canónico, can. 74) Somos llamados, y prestos hemos de estar, para ayudar al hombre -con la protección y guía del Espíritu Santo- hacia la verdadera libertad que lo haga dueño responsable de la vida que le ha dado el Creador.

II Parte

La Transparencia

Al iniciar ese recorrido fascinante por el mundo de la Palabra de Dios, de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús; de su presencia comprometida con el Plan de Salvación, de redención del hombre; cuando nos abocamos a un conocimiento y práctica más íntima de los Sacramentos; cuando tratamos de manera filial, fina y amorosa a la Madre de Dios y madre nuestra, la Santísima Virgen María; nos colma ese conocimiento y satisfacción definitiva, de que somos sacramentalmente, por medio del Bautismo, hijos predilectos de Dios mismo. Cuando esto y otras cosas se suceden en nuestra vida, es cuando nos percatamos que somos escogidos, apartados para lo bueno, pedidos para el trabajo por el Reino y que podemos, en definitiva, lograr la santidad. Pero, sin embargo, se nos exige trasparencia en el entendido y comprensión de las Sagradas Escritura, la tradición de la Iglesia, y la siempre y constante búsqueda de la diversidad y pluralidad de la evangelización, de la nueva evangelización pedida por el san Juan Pablo II, quien nos advierte, no obstante, al comentar el Concilio Vaticano II que …ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que… las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador» (GS, 36) «De cara al hombre -continuo citando al san Juan Pablo II, El Resplandor de la Verdad- semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: … sin el Creador la criatura se diluye…Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida» (GS, 36) Ya sobre este particular San Pablo dirigiéndose, en este caso a Timoteo, fue exigente al indicarle de la siguiente manera sobre los falsos maestros: Al partir para Macedonia te rogué que te detuvieras en Efeso; debías advertir a algunos que no cambiaran la doctrina ni se metieran en leyendas y recuentos interminables de ángeles. Esas cosas alimentan discusiones, pero no sirven para la obra de Dios, que es cuestión de fe. Para luego dejarnos como conclusión que: El fin de nuestra predicación es al amor que procede de una mente limpia, de una conciencia recta y de una fe sincera. Por haberse apartado de esta línea algunos se han enredado en palabrerías inútiles. Pretenden ser maestros de la Ley, cuando en realidad no entienden lo que dicen ni de lo que hablan con tanta seguridad. (Pablo I a Tim. 1- 7) Es por lo que con todo cuidado e intención debemos acudir a una lectura diáfana que nos entregue esa verdad que San Pablo dice debe proceder…de una mente limpia, de una conciencia recta y de una fe sincera. Esa correspondencia nuestra la debemos valorizar en la pureza con que tratemos los asuntos del mundo, sin dejarnos fascinar por quienes dicen que todo puede ser válido porque «así lo quiere y ha dispuestos Dios, ya que nada se mueve sin su autoridad» Esta conseja que se adueña de una verdad de nuestro Creador, es manipulada para justificar acciones humanas reñidas con lo más elemental de nuestra doctrina moral y cristiana. Creo, y solicitó el auxilio de Nuestro Señor Jesucristo para que nos mantengamos en esa línea que tenemos en los Evangelios, primero, y luego en al CIC, la dupla que nos permite un amplio fundamento claro de nuestra fe. Sabemos que todo nuestro accionar tiene que estar rubricado por la fe, y así nos lo hace saber el CIC «2087 –Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe, en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la «obediencia de la fe (Rm 1, 5; 16, 26) como de la primera obligación. Hace ver en el «desconocimiento de Dios» el principio y la explicación de todas las desviaciones morales (cf Rm 1, 18-32). Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él»

Nuestro amor deviene de Dios y a Él hemos de amar sobre todas las cosas, rechazando de plano toda inclinación humana hacia el pecado de la «adoración» de falsos dioses. Nosotros estamos en la obligación de asumir ese conocimiento pleno de Dios que ya se nos ha dado, es decir, no tenemos excusas para caer en la negación del único y verdadero Dios de todos los hombres. Es el primer mandamiento del «decálogo» que nos conduce hacia la fe y la esperanza que junto a la caridad representa el trípode preciso que sostiene nuestra relación con Dios. Estamos allí ungidos por el Espíritu Santo, desde el bautismo, que nos permite la vivencia de la esperanza en Dios que fortalece esa aspiración divina de la salvación, y por ende, de la santidad. Sabemos, por tanto, que todo lo esperamos de Dios, de Cristo nuestro Salvador y en el amor de la siempre Virgen María. No debe existir para el cristiano la desesperación, ejemplos que nos da el CIC, y la presunción de que por nuestras propias fuerzas hemos de encontrar la salvación. Sabemos que requerimos de la gracia santificante, la Misericordia de Dios que se hace patente cuando somos perdonados en el Sacramente de la Penitencia. Sabemos, por otra parte y debemos estar conscientes de ello, el alto precio pagado por Nuestro Señor Jesucristo para nuestra salvación, sería, por decir lo menos, una ingratitud, además de una locura añado, el perdernos la vida eterna al lado de nuestro Creador. Ese es el primer acto de caridad de todo cristiano, trasmitido con amor puro como pide San Pablo: en «…mente limpia…, conciencia recta y… fe sincera» «No todos pueden llegar a ser ricos, sabios, famosos…En cambio, todos –sí «todos»- estamos llamados a ser santos. (San Josemaría Escrivá. Surco, 125)

III Parte

El Pecado

Muchos creen que hablar de pecado es cuestión de viejitos rezándoles o de quien quiere aguar la fiesta o, por último, quien quiere fastidiarlos sicológicamente con el «virus» de la culpa. Pues lamento expresarles a quienes así piensen que esa no es la idea, y para decírsela clara e inteligiblemente: La idea es que todos estemos libre de culpa para irnos a disfrutar de la vida eterna al lado de Nuestro Señor Jesús, cuando así se decida en nuestra vida temporal. Lo otro es decirles que el pecado ¡SI! existe, y que el mismo es una carga negativa en nuestro mundo ¿Por qué?, sencillamente porque el pecado es lo malo, lo imperfecto, lo sucio, lo bajo, la injusticia, la falta de amor y todo aquello que atente contra la dignidad humana. Quien no se respeta así mismo comete pecado, quien miente comete pecado; quien no cumple con sus obligaciones comete pecado, Pero, como la lista se nos puede hacer larga tratemos de definirlo rápidamente: El pecado es una ofensa a Dios. Se alza contra Dios en una desobediencia contraría a la obediencia (CIC, 1871)

Pecado (peccatum) es la transgresión voluntaria de un precepto tenido por bueno. El concepto religioso aún vigente de pecado como «delito moral» alude a la trasgresión voluntaria de normas o preceptos religiosos.

Dado que existen innumerables normas de este tipo, existen innúmeros pecados, a los cuales se les asigna mayor, menor o ninguna pena según las distintas creencias. ¿Se explica esto?, creo que más claro no lo podemos precisar ¿Qué hacer? a) Confesar que todos somos pecadores b) Ir al Sacramento de la Penitencia c) Dolernos del pecado cometido d) Proponernos no volver a pecar e) Cumplir la penitencia que te imponga el confesor ¿No es sencillo? Beneficios: a) Tener un mundo mejor b) Vivir la vida temporal en paz c) Estar siempre navegando sobre un lago limpio, dulce y alegre, es decir, vivir en el amor d) Salvarnos e) Vivir la vida eterna al lado del Señor Jesús, haciendo lo que se nos tiene reservado hacer.

Todos de una forma u otra tenemos un concepto de lo que significa trasgredir, y sin necesidad de buscarlo en el diccionario, diría que trasgredir es no cumplir con unas normas establecidas, hacernos los tontos frente a situaciones que nos exigen reglas apegadas a virtudes por demás conocidas. Pero la trasgresión convertida en pecado es ofender directamente a Dios, que ha sido bueno con nosotros y no se merece nuestras ofensas. Esa introspectiva, esa intimidad con un aborrecimiento a la falta, es condición suprema para poder reconciliarnos de corazón con Dios. Ir al Sacramento de la Penitencia es lo que tenemos por delante para limpiarnos -hacernos como niños- y entregarnos con fuerza de voluntad a la voluntad de Dios. Decir de corazón a un Dios tan bueno lo que su mismo Hijo nos enseñó: «…perdona nuestra ofensas…», para refrendar nuestro arrepentimiento al decir «…también como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…» Porque Dios nos da el perdón, pero también nos pide perdonar, y dentro de ese perdón estamos nosotros involucrados en primera persona, pues el aprender a temerle a Dios con un temor santo, es, precisamente, el estar arrepentidos y con el deseo de nunca más ofenderlo. El que no perdona no vence el pecado, pues está herido en su corazón que sangra rencor y resistencia de ser personado. «El perdón no tiene otra razón que el amor….», por lo que para Dios perdonar, Él que es amor, es una condición innata en su divinidad. Por ello hemos de pedir a Dios que nos alimente con esa sabiduría, con ese sentir clemente y con esa aurora que alegra sus ojos al ver, al contemplar a uno de su hijos que regresa a su hogar sano y salvo. Comprender, finalmente, que somos servidores del hombre por designio del amor del Padre, quien con toda pasión permite que destaquemos y separemos lo bueno de lo malo, así como separa el pescador de su red, los peces buenos de los malos. No habrá temor, por lo tanto, ante ninguna figura humana, por más poder que detente, al señalar lo que le agrada al Padre y lo que le desagrada Y al respecto quiero repetir lo que ya he dicho, el pecado, no se ha abolido, los Diez Mandamientos no se han suspendidos y, mucho menos, dejados de existir.

Para algunos está pasado de moda el escándalo, esa figura que te hace testigo inadvertido de un mal con el que se tropieza nuestra vida de forma ingrata e indeseada. Marchitar, por ejemplo, la primavera de un niño en su inocencia, es un pecado de tal irreverencia que podrá tener perdón, porque Jesús claramente comprometió su palabra, pero la pena, aquella que tiene o posee todo pecado -perdonado o no- será terrible, pues se comete la falta contra un niño, preferidos de Jesús en su inocencia y en su paz. Los cristianos debemos hablar del pecado sin que se nos quiebre la voz, pues es lo que realmente separa al hombre de Dios. Y si algo debemos acometer quienes estamos comprometidos con evangelizar, es hacerlo en esta grave debilidad, pues la meta es abolir el pecado, perdonando al pecador. Aborrecer el pecado, temer al pecado, aborrecer al pecado que puede conducir a la condenación de las almas, es sin duda alguna una acción diaria que hemos de acometer con valentía. El pecado deforma toda relación humana y la convierte en una gran mentira, sustentada por la ignorancia más crasa sobre la gracia de Dios, que se da gratuitamente como fuerza para luchar contra la más perversa actitud humana. Pues todo pecado hace daño, aunque tratemos de minimizarle y hasta reírnos de él. Por mucho que hagamos el pecado no perdonado porque no nos dignemos pedir perdón, no se limpiará de la conciencia, sino que esa falta martillará día y noche hasta reconocerla como una forma más de la soberbia humana frente a su creador.

Ira, pereza, gula, lujuria, soberbia, envidia y avaricia; siete pecados, llamados capitales, son si los analizamos uno a uno, el fracaso del hombre sobre hombre mismo, es decir, sequías que evitan el florecer de la felicidad; la calidad de vida, la frescura de la existencia. Y mire que les estoy hablando de situaciones humanas; qué será cuando les veamos como dañinas para el logro de la salvación y, por ende, de la santidad. Vamos a detenernos un momento en este Sexto Mandamiento, que para muchos «doctos» no existe o le ignoran porque así les conviene; así nos dice: «No cometerás actos impuros», y sin caer en lo grotesco y pestilente de la trasgresión misma, apreciamos que un acto impuro, es aquel que carece de pureza. Pero, no basta dejarlo hasta aquí, hay que ubicarlo y asentado con toda firmeza, pues les recordé que uno de esos siete pecados capitales, es la lujuria. Para hacernos fácil el tema, vayamos a la definición gramatical de impureza y lujuria, pues suelen complementarse el uno al otro en ciertas ocasiones. Impureza: Sustancia o conjunto de sustancias extrañas a un cuerpo o materia que están mezcladas con él. Alteran, en algunos casos, alguna de sus cualidades… Lujuria: Apetito sexual excesivo.
Ahora veremos la impureza y la lujuria unidas en un sólo acto, como pecado y falta contra un mandamiento de la Ley de Dios:

El pecado de impureza consiste en el abuso de la facultad sexual, esto es, en un empleo o aplicación suya contraria a su sentido y finalidad. El mal no está en el placer sexual como tal, sino en buscarlo abusivamente y fuera del orden establecido por el Creador. Es bueno el placer psíquico y físico causado por el uso de la facultad sexual siempre que está dentro de ese orden querido por Dios, al paso que es un «placer malo» cuando resulta de su abuso voluntario, a causa del desorden que encierra todo el acto.

El desorden implícito en el pecado deshonesto se patentiza, por lo general, en que se busca el placer por sí mismo y a toda costa. Por eso se puede decir con frase concisa, aunque teóricamente poco exacta, que el pecado de deshonestidad consiste en «la satisfacción moralmente desordenada del placer sexual». Porque también puede haber pecado de impureza cuando se abusa de la potencia sexual, no por el placer que se disfrute, sino por cualquier otro motivo, como por condescendencia entre enamorados, o por lucro, o por curiosidad. Lo decisivo en la acción pecaminosa de impureza es la disposición interior que le sirve de base. Ésta puede consistir en una simple incontinencia; y así la acción pecaminosa irrumpiría como un auténtico pecado de debilidad, que, acarreando acaso una grave culpa, viene a dejar ineficaces los mejores propósitos generales» (La ley de Cristo II, Haring Herder, Pag. 362)

La impureza, ya como pecado, altera la cualidad deseada por el Creador para el acto sexual, el cual se cumple -hablando lógicamente del ser humano- entre un varón y una hembra, tal como fuimos creados y, como si fuera poco, nos complementamos. En mi libro «Su Excelencia el Amor» destaco que: «El sexo es una acción que puede ser entendida o manipulada. Será entendida mientras comprendamos que somos capaces de manejarlo con inteligencia y conductas amatorias asertivas, y es manipulado cuando esa conducta se enseñoree sobre cualquier otro afecto para pasar a ser idolatrado.» «Nada de comportamientos idolátricos para con el sexo, pues nos devorará sin clemencia.» (Pág. 11, Edición PR Editores, Madrid, 2011)

Autor:

Theo Corona Chuecos De Garay

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