Comprobó de nuevo la lombriz en el anzuelo, afianzó los pies sobre la roca y en un giro inverosímil de su cuerpo lanzó metros y metros de sedal. En la certeza de que a fuerzas de calendarios se hacía uno hombre, Víctor aún se mostraba capaz en tales lances: hacía ya tiempo que las sienes se le habían nevado de canas, y esa curva abdominal de la tópica felicidad denotaba vivencias y años, pero desde niño había adquirido el arte de pescar como quien aprende a caminar a ojos ciegos. Por intuición, casi sabiduría. Dejó la caña en el pincho bien anclado sobre una grieta de la roca, introdujo una mano en el anorak y sacó un pitillo. Al contraluz de un sol desmayado prendió fuego protegiéndose del viento, la barba rasgando el tejido con un rumor breve y furtivo. Expiró pausadamente y comenzó a fumar en un estado inconsciente de plenitud.

El acantilado se abría en arco, lo más parecido a una muestra de bienvenida, y sobre los pliegues oblicuos de sus zócalos batía el mar con sonoridad regular. Víctor regresó a la realidad luego de abstraerse en la inmensidad marina. A lo lejos se veían crespones blancos de espuma salpicando una superficie rizada, mientras un barco pesquero cabeceaba rumbo a puerto. No reparó en el pequeño islote que se recortaba a la izquierda, a menos de trescientos metros, contra el horizonte. En apariencia, con las cosas más intrascendentes sucede lo que con la soledad o la muerte, que casi nunca se esperan.

Pero él no estaba solo y en absoluto quería morirse. A la postre tenía mujer, hijos y nietos que le embarullaban su diaria existencia desde que aceptó la prejubilación laboral. Por eso gustaba tener sus ratos de asueto para practicar su afición preferida. Un brusco chapoteo le hizo mirar hacia abajo: los embates que progresivamente se iban acentuando le hicieron comprender que la marea estaba subiendo, dedujo al mirar la cada vez más fina línea de grava, como si la imagen anterior de la playa fuese devorada por momentos.

También los recuerdos se pulverizan con el olvido, intuyó en un rapto de lucidez no exento de pesadumbre, los recuerdos y hasta la vida misma, extremos de un pesimismo existencial que no llegó a culminar, tal vez porque era un vulgar mortal de afectos consabidos, rutinas previsibles y zapatillas en casa. Sobre el horizonte contempló el astro rey que desvanecía. Conjeturando en la posibilidad de quedarse hasta más tarde y en las ventajas o inconvenientes para no hacerlo, miró hacia el frente y entonces fue cuando la divisó: un punto blanco pespunteando el mar cada vez más embravecido, una barca de madera, a poco que precisara su visión, tripulada por unos hombres que se dirigían hacia el islote rocoso. La estela que iba dejando parecía idéntica a su sentimiento de extrañeza. El viento de poniente estaba arreciando, y los escasos pesqueros de las inmediaciones ya buscaban refugio en puerto.

Sensato, paciente, con el índice se tocó una sien anhelando la cordura ajena, pues la suya creía tenerla más que contrastada. Verificando el asomo de la noche, puso mano sobre carrete, plegó la caña telescópica, guardó diligentemente aparejos y anzuelos, y cuando estuvo dispuesto a marchar sintió un estremecimiento aunque no sabía por qué. Figuraciones mías, rezó entre dientes, como le sucedía otras veces donde nada picaba y ocupaba la atención imaginando botellas con mensajes, monstruos marinos, sirenas bellísimas. Cascarón de huevo en medio del océano, sintetizó la imagen quebradiza en su pensamiento. Al convertirla en realidad observó que la barca se detenía junto al islote para dejar en tumulto atropellado a uno de sus ocupantes.

―¡Están chalaos! ―exclamó con sorpresa y estupor.

Desconcertado, esperó unos minutos con la esperanza de que su percepción fuera momentánea, la embarcación diese la vuelta y recogiera mercancía tan singular. Ver a renglón seguido cómo el hombre trepaba hasta el punto más alto del islote, contagiaba la temeridad y sobrecogía por el peligro añadido. Durante un intervalo más largo que las fracciones minúsculas del tiempo Víctor pugnaba por irse y quedarse a la vez. En ese sentimiento ambivalente la noche y el viento irrumpían tan fieramente como su deseo de socorrer y su incapacidad para hacerlo: en varios intentos había gritado agitando los brazos en espera de contestación, pero resultaba inútil ante la evidencia del propio destierro. Cuál sería su nombre, cómo tendría el rostro, quién le esperaría en casa.

La distancia era lo suficientemente grande y las reflexiones internas lo atrozmente incómodas para que el corazón evitara acelerarse y por las venas no corriese un fluido amargo de pesadilla. Lleno de impotencia, se cercioró de que la embarcación había desaparecido dejando al tipo solo frente a los designios de lo incierto.

―“!Tengo que ayudarle¡” ―le gritó su conciencia.

Calibrando los pormenores de la situación, urgido por un instinto natural,

decidió que lo más conveniente sería llegar al pueblo más cercano y dar aviso. Todavía resonaba en su cabeza el eco de una terminología ancestral cuando con la mirada intentó dirigir sus pasos, orientarse en la noche. Las paredes, el camino de piedra por el que se accedía, el acantilado entero parecía minado por una oscuridad viscosa. Sólo en paralelo a la costa se distinguían los haces intermitentes de un faro marítimo en su callado papel de vigía.

Para entonces no había más luna que la oscilante y diminuta de su linterna, cuyo primer destello le confirió cierto aspecto espectral: el de alguien trasteando impacientemente una pila de petaca y el propio mecanismo eléctrico al ver que no encendía. Por suerte funcionaba, así que se dispuso a examinar alrededor y a intentar recordar el lugar de salida. Contrariado por su propia torpeza, vio de soslayo que desde el islote estaban haciendo señales luminosas.

―¡Pero si ya te he visto, coño¡ –escupió al viento casi fuera de sí.

Con prudencia infinita se adhirió al relieve del terreno igual que si fuera reptil: se hacía tan intensa la noción de caer en el abismo que neutralizaba la oscuridad hermética y el dolor puntiagudo de los guijarros arañando su piel. Ni siquiera descubrir el camino reportó esperanza o alegría, siempre obstinado en un único propósito y con los músculos más tensos que cuerdas de violón.

Encaramado en lo alto del acantilado escuchó de modo diferente el rugido del viento en un preludio de tempestad. La solapa acolchada, las perneras del pantalón, el tallo de hinojo alumbrado, el mundo entero parecía conmoverse por un temblor irrepetible. Estaba comenzando a lloviznar y al oeste se entreveían resplandores casi continuos. Incapaz de oír el ruido próximo de un motor, tardó en comprender la llegada de dos faros halógenos partiendo la noche. Confiado y dubitativo al tiempo, aderezó con sus extremidades un vago gesto de socorro.

Escenarios como aquel debían ser muy parecidos a los del cine negro, pero la simpleza innata de Víctor se hacía renuente a cualquier nominalismo. La respiración era achacosa, la fatiga recóndita y la realidad iba desgranando una magnitud irreal cuando se le ocurrió pensar que estaba dentro de una de esas enajenaciones que comienzan con el letargo de la sobremesa y concluyen con alterado despertar. Pero en la somnolencia también se sentía frío, viento, lluvia y hasta tal vez un miedo abstracto no a la concreta soledad de la muerte, sino al tormento pavoroso que antecede. Y entonces Víctor presintió lo absurdo de su suerte.

Hallaron el cuerpo a varios kilómetros cuarenta y ocho horas después de que su familia denunciara la desaparición. Hinchado por efecto de la inmersión, no se le apreciaban signos de violencia externa, salvo las contusiones y heridas propias de la caída. El dictamen forense que precedió a la autopsia no reveló nada nuevo. Cerraron el sumario calificando el caso como una negligencia con resultado de muerte. Por falta de pruebas incriminatorias nunca se volvió a reabrir.

Tres lunas más tarde subió de nuevo la marea por los pies del acantilado. En el centro geométrico de otra ensenada adyacente, cubierto por una maraña de algas, surgió un fardo en dirección a la orilla.

El mar siempre vomita lo que nadie quiere, inculpa o se olvida.

3º premio Certamen «Emilia Pardo Bazán» (Murcia, 2003)

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS