El cumpleaños de Gustavo había sido una muy buena excusa; las birras nunca están demás y realmente necesitaba ver rostros nuevos, beber, reír y escuchar otra cosa que no sea el típico rock metalero que me estresa los muebles.

No quise volver a casa. 

Salí de la oficina y caminé por las calles que me llevaban hacia la diagonal. Era viernes y el aire plantense es otro: rostros jóvenes, barullos, y esa alegría de quien termina una semana agobiante entre horarios y obligaciones. Entrar en las calles de la 74 es entrar a otro mundo; las sillas afuera de cada birreria o bar te invitan a quedarte, las luces, la música; todo tiene otro color. Cuando una las recorre siente que tiene 5 o incluso 10 años menos, y las miradas de los rostros estudiantiles te visten de juventud.

Gustavo no suele festejar a lo grande. Miento. Es excusa. Yo no suelo festejar a lo grande, y Gus lo sabe; creo que por eso improvisó el postoficina del viernes del que me fue casi imposible negarme. ¡Y lo necesitaba! ¡Si que lo necesitaba!

El tiempo voló entre anécdotas de la oficina, las críticas hacia Andrés, el gerente, y el chisme de su amorío con Griselda de recursos humanos. Digna de mi bajo perfil, era una mera espectadora escuchando semejante información. Miré el reloj y eran casi la 1 am. Debía irme.

Vi que todos estaban entretenidos, asi que pensé en correr la suerte de tomar el bondi y no interrumpir el preciado hilo novelero que se había desatado.

¿Ya te vas?- me delató Gustavo al ver como sutilmente tomaba mi campera.

Si, estoy muerta- le respondí.

Bueno, bancá que alguien te lleva. Ni se te ocurra ir a tomar un bondi a esta hora-

Sabía que quién saliera del bar conmigo echaba su noche a la basura; llevarme hasta mi casa implicaba cruzar todo el centro y seguramente 20 minutos eran desperdiciados en ese recorrido de ida y vuelta. No le iba a cagar la joda a nadie siendo la aguafiestas de la noche. No Gus, me están esperando afuera- La mirada desaprobatoria de Gustavo me condenó; sabía que iba a tener que estar toda la semana entrante convenciéndolo de que la había pasado realmente bien, pero la falta de costumbre no me permitía sobrevivir a 3 pintas de Ipa.

Salí de Wild Hops y me esperaban un par de cuadras hasta la Plaza Italia donde debía tomar el 202. En el trayecto me topé con un par de pibas que recién se unían a la noche: jóvenes, frescas, estudiantes; siempre bardeando algún que otro profesor de la Universidad. La facultad los absorbe, incluso les absorbe el viernes, la noche. ¿Dé qué hablarán si les sacas el tema por un día?. Envidiosa, me digo. Siempre envidio a los estudiantes, a sus estresantes vidas, sus charlas facultativas, el hambre de saber.

Mi paso por la Universidad duró lo que un fósforo encendido. Pero en aquel tiempo había surgido la oportunidad de ingresar a la Constructora y ni lo pensé. Sueldo fijo, mutual, la oportunidad de bancar un alquiler sin depender de mi viejo y obtener así el boleto a la autonomía de mis propias decisiones. Creo que nunca me lo perdonaron, dijeron que debía pensar en mi, en mi futuro. ¿Acaso no lo estaba haciendo?.

A medida que avanzaba por la diagonal el aire se iba tornando más solitario, las birrerías abiertas se iban esfumando y en cuestión de pocas cuadras se iban apagando las risas, las luces, la música.

Al llegar a la parada sentí el alivio de ver una pareja de unos 25 años hundidos en la espera. El, un poco más alto que ella, la rodeaba con sus brazos para abrigarla del frío. Estaban allí, inmóviles, como si ni siquiera se hubieran percatado de mi presencia.

Al cabo de 20 minutos de una ansiada espera, el amarillo llegó. La chica se despidió de él; se dieron un beso y mientras ella subía el primer escalón, él le dijo “avisame cuando llegues”. Y con una leve sonrisa ella asintió.

“Se cagó de frío solo para acompañarla”, pensé. Y me dispuse a avanzar hacia mi destino. Un silencio lúgubre habitaba el 202, el chofer parecía estar en piloto automático seguramente descontando las horas para llegar a su casa. Atrás, en el fondo, un hombre de unos 50 años venía durmiendo como si ese asiento fuera un plácido sommier de 2 plazas. En el medio, eramos la muchacha enamorada y yo.

Toqué el timbre y me bajé en 1 y 60. Esa esquina es un punto muerto; y desde ese muerto debía caminar un par de cuadras más como quien apoya un arma cargada sobre su sien. Tarde, de noche, sola, caminando y ¡encima mujer!. Pero yo debía volver a casa y no quería arruinarle la fiesta a nadie. Tomé mis auriculares y encendí la música; mientras sonaba “Wonderwall” de Oasis pensaba en las peores posibilidades en las que podía convertirse ese momento. Me pregunté si le había dejado suficiente comida a Tula; si algo llegaba a pasarme o desaparecía alguien debía hacerlo, y probablemente Ángeles, la vecina, tardaría 3 días en darse cuenta de mi ausencia, y solo lo haría cuando Lula empezara a maullar por el vacío en su estómago. Pensé además en que quizás debería haber llamado a mi vieja más seguido, pues no recibir noticias mías por un par de días puede resultar normal y eso le restaría días de preocupación.

¿Había traído mis documentos?, si no ¿cómo sabrían mi nombre?, ¿mi dirección?… ¿quién soy?.

Las calles se volvían eternas, toda persona me era extraña y enemiga. Si escuchaba un silbido o veía una figura masculina las pulsaciones se me disparaban hacia el exterior. Llevaba las llaves abrazadas a mis dedos por si necesitaba defenderme de algo, de alguien. Si golpeaba alguna puerta, ¿alguien lograría oírme?, ¿abrirme?.

Dos cuadras más, dos cuadras más y ya me encontraba a salvo. Las dos cuadras más largas y terroríficas de mi existencia.

De pronto la vi. Una figura alta, grande, oscura: un hombre. Vi mi vida correr por mis ojos. Éramos él y yo; y cada vez nos acercábamos más. Crucé la calle y me sentí aliviada por un segundo, hasta que el desconocido imitó mi acción. A medida que se acercaba solo podía sentir el miedo correr por cada célula de mi cuerpo, sentía el corazón golpeando con fuerzas mi pecho como si me pidiera escapar de mi interior. ¡Quería llorar!, ¡quería rogarle!, ¡quería pedirle que por favor no me lastime, no me toque, no me mate!. Estaba a dos metros. Eso era todo. Me aferré hacia la puerta de una casa y rogué que cuando grite o alcance a golpear alguien me escuche. No podía hacer mucho más frente a un cuerpo tan grande, tan fuerte, tan poderoso. Mi soma era una bomba cargada de adrenalina a punto de explotar, todo en mi se encontraba tensionado. Sentía las mandíbulas como una morsa aplastando un tornillo. Cerré los ojos para aclarar la vista y los volví a abrir. El desconocido metió su mano en el bolsillo de su campera de cuero negra, mientras el peso de sus borcegos retumbaba en las flojas baldosas de la vieja vereda. Nunca antes le había prestado tanta atención a un movimiento tan simple y rudimentario. Sacó un encendedor y prendió un cigarro. Esa primera pitada de alivio se vio reflejada en su rostro y seguramente vió lo mismo en el mío cuando me pasó por al lado y yo no fui víctima, ni presa de nada. Me reí por dentro, ¿cómo podía ser tan paranoica?. Las llaves me habían quedado incrustadas entre los dedos, tuve que abrir y cerrar la mano para aliviar la tensión.

La luz de la entrada a los duplex fue una bocanada de aire. Ya estaba ahí. Abrí la puerta asegurándome de que nadie me soplara la nuca, y entré. Estaba a salvo.

Ingresé a mi departamento y Tula me dió la bienvenida danzándose entre mis pies; con gusto la alcé, la apreté fuertemente contra mi pecho para que sienta el ritmo descender y así justificar ese inoportuno afecto que se que le disgusta. La liberé y se reposó a dormir en el sillon. Ella también parecía aliviada.

Me quité los zapatos que hacía 10 horas llevaba puestos, mientras veía las fotos de la noche que ya circulaban en el grupo de whatsap de la ofi.

Me puse el pijama y me sentí habitada por mi casa, me cepillé los dientes y me acosté en el extremo izquierdo de la cama. Mañana era sábado, ningún despertador me patearía de la cama y estaba dispuesta a morir en ella hasta el mediodía…morir, ¡que ironía!. Apoyé la cabeza en la almohada y lo escuché próximo a mí, escuché el monstruo que habita junto a mi cuerpo. Había olvidado que a veces los peligros se disfrazan de la cotidianeidad. “¿Donde estuviste?” fue todo lo que oí, en un tono amenazador y sepultador; y también lo último.

Tula come 3 veces al día, no olviden llenar su plato.

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