El alma se tuerce con desdén en el arrullo de un joven colibrí. Su mano se desarrolla tiernamente sobre mi cuerpo, frente a la leve ventizca de unas alas que lo hacen todo para enterrarse en su pasado. Las uñas migrando a tesoro. No detenerse es un comienzo próspero que aferra a lo oscuro con su comienzo. El destino de una boca que me aloca. Y a lo lejos no tan lejos, vuelan sus verdes no tan verdes ojos de colibrí. La musica es abrumadora. Pero es una lenta melodía en esos oidos de cristal.
Me calma quien en el silencio baila más. Porque las horas se invierten, se pierden y marchitan, y en su flor se postra un colibrí: el de la acompañada soledad y las alas con sonidos tiritantes. La danza del que no tiene maldad. El amor tras un invierno. El aliento que sofoca al caos. Un hielito que se forma del glaciar.
Amo que tu amor no corresponda; aunque responda, casi siempre, y coaccione con el mal. Somos dos cuerpos impuros pujando una alegría. Dos centros de caricias express. En un largo trecho, en el valle del vago fin con un nombre ilegible, en la cúspide de un pico del sorviente colibrí.
Amén al caos. Por cuando la noche esta al dente y nos convertimos en refrán. La poesía de dos mentes que se resisten a creer. Que se reencuentran en el vaho entre la furia y su ciudad. La jungla de cemento. La luz imaginaria de un rosedal. La ferviente agonía del beso digital.
Extraño tu suceso. Corresponde a tu semejante. Tremenda calidez de mujer. Muero en ese incomprendido, fusilado acto de dejar de ser, para volver a ser. Perderse es reencontrarse. Y yo amo lo que fuiste. Que vuele alto el colibrí. Que reine aquella sombra de lo que alguna vez no fuimos.
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