Hola, soy yo.
Solo te escribo para decirte que te echaba de menos.
Que llevaba toda mi vida echándote de menos.
Preguntándome cosas que no me atrevo a decir en alto.
Amando al ausente.
Gracias.
Ahora he entendido que nunca.
Que no merezco cargar con esta niebla gris que se cose a mis pestañas.
Pequeña de los tirabuzones en el pelo y los ojos grandes, nunca ha sido culpa tuya.
Él se marchaba y tú llorabas abrazada al recuerdo, a la posibilidad, a la necesidad de ser suficiente.
Abrazada al dolor de no entender.
Recostada sobre el mármol del destierro.
Acariciando la incertidumbre que te provocaba el no saber porque no eras merecedora de sentir su calor.
Sin saber que el fallo no era ser suficiente, sino ser demasiado.
Complicada.
Toda la vida.
Cargando con el lastre de ser tú.
Sintiéndote la sombra que oscurece lo que roza con la yema de los dedos.
Y ahora.
Lloras de nuevo, apretando los puños y la mandíbula, sacando la rabia.
Te repites;
No fue tu culpa.
No fue tu culpa.
Nunca fue tu culpa.
Ahora que has vuelto torpe para explicarte sin palabras.
Ahora sí, lo sé.
Esta herida
No fue mi culpa.
Nunca fue mi culpa.
Descanso en paz.
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