No se la podía ver. Un mes atrás había accedido a participar en un experimento que dio como resultado su insoportable condición. Después de padecer en el laboratorio los dolores de los estudios previos y las largas jornadas de tratamientos, el tumor había desaparecido, pero a un costo altísimo: quedó completamente invisible y ella, a su vez, no podía dejar de ver en ningún momento. Al cerrar los ojos, la luz atravesaba sus transparentes párpados, por lo tanto, dormir era algo del pasado. Además, todo lo que tocaba dejaba de ser visible y su voz se había vuelto imperceptible para el resto de los oídos humanos.
Habiendo pasado un mes completo postrada y sola, la invisible ahora podía moverse de nuevo. Harta de ser así decidió ir al laboratorio a exigir que la volvieran a su condición anterior. Prefería estar enferma a seguir viviendo de esa forma. El odio que sentía por el científico que había experimentado con ella no desaparecería nunca, ni siquiera después de verlo pender colgado de una soga.
La invisible salió a la calle y cometió la torpeza de mirar directo al sol. De sus hipersensibles ojos brotaron lágrimas, también invisibles.
Recordaba cómo llegar al laboratorio, solo debía tomar un colectivo. En un periodo de quince minutos esperó sola en la parada. Pasaron seis vehículos, pero lógicamente, ninguno se detuvo. Finalmente, tras haberse formado una pequeña fila que esperaba el mismo colectivo, pudo subir rápidamente antes de que el chofer cerrara la puerta. La invisible estuvo todo el viaje tratando de esquivar a los pasajeros y así evitar el pánico que les causaría si notasen algún indicio de su presencia. Si fuera ese el caso, a la multitud asustada y enojada no le haría falta poder ver a la invisible para lograr acabar con ella.
A los veinte minutos bajó del colectivo. Era uno de esos días de sol que perturbaban más de lo normal la paciencia de la invisible. Caminó unas cuadras y dio con el laboratorio. La fachada era la de un consultorio odontológico. Abajo, en el sótano, el científico realizaba los experimentos. Cuando ella entró notó que el lugar parecía abandonado. La clínica estaba desordenada y sucia. Al bajar la escalera recorrió un largo pasillo donde una luz tenue titilaba. Había manchas de humedad en las paredes. Finalmente llegó a la última puerta y al entrar encontró al científico parado en su escritorio con una soga atada al cuello, a punto de saltar.
— Perdón, perdón a todos. No se puede revertir, podría ser peor — Dijo el científico para posteriormente saltar y quedar colgado.
La invisible intento gritar, pero fue inútil. Caminó desesperada por todo el laboratorio hasta que tropezó sin poder divisar el obstáculo. Al apoyar sus manos, sintió bultos en el suelo sin poder verlos y en ese momento lo comprendió. En los rincones había otras y otros invisibles tirados a su suerte; muertos, desmayados, no podía saberlo. La mujer corrió por el pasillo hasta subir las escaleras. Llegó a la calle y empezó a correr sin saber a dónde ir.
Tenía que dar aviso de lo que estaba sucediendo en ese lugar, así que tiró unas hojas al aire con la dirección del laboratorio por varias calles de la ciudad, pero la tinta se difuminaba a los pocos minutos y las letras quedaban ilegibles. Luego de eso deambuló durante horas, paseó por los parques, robó comida de los restaurantes, insultó a los visibles sin que la puedan oír.
Ya resignada a correr la suerte de un fantasma por el resto de sus días, la invisible se puso a contemplar el cielo, el sol aún seguía ahí, y al mirarlo fijamente, brotaron otra vez las mismas lágrimas por sus ojos.
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