El anciano en el ático

El anciano en el ático

Jemel Davalillo

25/01/2022

El anciano encontró la llave en aquella gastada mesa de noche que hacía ya varios años había confinado al viejo ático de una casa que le duplicaba la edad. Luego de haber quedado viudo decidió apartar de su vista todo aquello que pudiera traerle recuerdos dolorosos. Sin embargo, no tuvo nunca el coraje de deshacerse completamente de ningún objeto.

La pertinaz lluvia no cesaba desde la madrugada. Pintaba de gris el martes obligando a Don Miguel a no salir de casa.

El clima y la soledad fueron embajadores de la nostalgia. Su señorío llenaba el centro de la casa y el corazón de su residente. Su lúgubre presencia lo invitó a subir.

La caoba de la escalera aún evocaba mejores tiempos. Su fortaleza resistía calladamente el polvo caído durante tantos años.

Así comenzó el inventario de recuerdos que le llevaron a un paseo por el tiempo. Sentado en un viejo sillón comenzó a deslizar la llave entre sus manos, contemplándola ansiosamente una y otra vez con una mirada de complicidad, como a una amiga que guardaba un gran secreto.

Al fondo del ático, una puerta sellada con una cadena y un candado, lucía adornada por el costado derecho con una flor marchita dentro de un florero que ocultaba sus trazos artísticos debajo de una gruesa capa de tierra y moho.

La lúgubre escena era una antesala coherente a lo que seguiría a continuación. Respiró profundamente antes de incorporarse e ir hacia la puerta que tenía enfrente, dispuesto a liberarla de la cadena que hacía tantos años custodiaba el interior del solitario recinto.

Tomó la llave, la introdujo en la cerradura del candado y activó el mecanismo oxidado del mismo para abrirlo. Rechinaron los engranajes y le tomó dos intentos para que el cerrojo cediera y poder retirar las cadenas que sellaban el acceso.

Casi se podían escuchar los latidos irregulares de un corazón enfermo en el pecho de aquel hombre de ochenta y seis años. Empujó la puerta y el quejido de las bisagras vino acompañado de las lágrimas del hombre.

La puerta completamente abierta le permitió contemplarla de nuevo. No la veía desde la noche en la que había profanado la tumba de su difunta esposa y robado su cuerpo en un arrebato de desesperación y locura. Sentada sobre un mueble con el vestido color escarlata que tanto le gustaba, permanecía la osamenta de quien alguna vez fuera su esposa. Cerró la puerta tras de sí, colocó por dentro la vieja cadena, la aseguró con el candado y guardó la llave en el bolsillo de su camisa. 

Con pasos torpes y respiración entrecortada se fue acercando a la calavera. Se arrodilló frente al cadáver, tomo sus manos, las besó y dijo: «Ya está vieja… Por fin».

Él presentía que sucedería ese día, por no decir que lo deseaba. Lo había estado esperando por más de veinticinco años, pero nunca tuvo el valor de adelantar los acontecimientos. Por su mente pasaron todos aquellos momentos que vivió durante un matrimonio que, aunque no le trajo descendencia, estuvo lleno de amor.

Reviviendo la película de su vida permaneció de rodillas con la cabeza enterrada en lo que antaño fue la cadera de su mujer respirando polvo y muerte. Transcurrieron poco más de veinte minutos de memorias hasta que el vetusto corazón de don Miguel cesó de latir y su espíritu solitario comenzó a descansar.

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