Crónica de uno más

Crónica de uno más

Dante Ramos

19/01/2022

Se desvió por un camino lateral, atrás ese auto lo estaba persiguiendo desde que había salido de la fábrica, a las seis en punto. Eran cuatro, no entendía por qué o qué era lo que buscaban. Tal vez un robo, tal vez meterlo adentro del coche, tal vez…

Empapado de sudor en la frente por los frenéticos pasos que lo condujeron hasta aquel lugar, se apoyó contra una pared. Estaba oscureciendo y a esas alturas, nadie o casi ninguna persona merodeaba las calles, era peligroso. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el espeso sudor que cubría su rostro, era tan pegajoso como la imagen de aquel auto que sentía a la vuelta de la esquina, estaba silencioso al igual que sus ocupantes, hasta que siguiese avanzando.

Un profundo temor le había infundido uno de sus compañeros cuando días atrás le había comentado que otro faltó dos días seguidos y no habían sabido más nada de él. ¿Lo habrían robado, y después quién sabe? Se arrodilló unos instantes sobre la vereda húmeda, quería tomar fuerzas para seguir caminando tranquilo, pero su mente lo retrotraía a aquella tarde donde se habían juntado en la casa de M. No podía dejar de pensar en otra cosa que alguno de los allí presentes estaba en el otro equipo.

Repasó con la ayuda de su memoria cada una de las caras. Todos eran compañeros, todos eran los que en la fábrica se reunían una vez por semana para acordar los encuentros y a cada uno, en ese momento, se le asignaba la tarea del día siguiente. Era normal, era lo que cada jueves hacían metódicamente. M era de confianza, y todo era igual desde hacía cuatro meses, desde que había entrado al grupo.

Esa mañana cuando fichó no notó el punto rojo sobre el margen derecho de la tarjeta, no fue sino hasta dos horas después que hubo encontrado sentido a aquella marca casi imperceptible. Se levantó lentamente, incorporándose como si tratase de que sus huesos no emitiesen el mínimo sonido, imperceptible para los de adentro del auto. Muy distinto y asimétrico de lo que les había sucedido a los del descampado de León Suarez. Allí el ruido fue atroz según lo que le habían contado.

Cuando reunió todo el valor suficiente se echó a andar despacio, mirando cada tanto sobre su hombro para ver si aquel auto seguía detrás de él. Avanzó una cuadra y no volvió a ver ni notar nada extraño, al parecer había sido algún auto que daba vueltas por los alrededores de la fábrica y ahora se había perdido por las oscuras calles que rodeaban aquella tranquila manzana. Una ventana se cerró de golpe en un primer piso y eso lo puso en alerta, pero había sido un susto nada más, producto de su pensamiento virulento, atormentado por el recuerdo de su compañero sin paradero.

Ausente en aquel lugar, con su mente obligada a olvidar lo que había sucedido la semana anterior comenzó a moverse, primero despacio y luego con prisa. El auto ya no estaba sobre sus espaldas siguiéndolo, por el contrario, sintió un dramático alivio al pensar que no se trataba de él o que por fin los había perdido. En la intersección de la avenida, desolada por cierto, un hombre le pidió fuego. Sacó del bolsillo interno de la campera el encendedor y se lo ofreció amablemente pero preocupado.

_es peligroso caminar de noche a estas horas, (dijo el otro).

Con un ademán confirmó las palabras del extraño y se obligó a seguir su camino. Faltaban al menos diez cuadras para llegar a su casa. Entre los nervios crispados y la apresurada caminata estaba exhausto. Debía llegar cuanto antes al pequeño departamento. A unos pocos pasos del que le había pedido fuego, sintió un silbido leve, como un susurro que retumbó en sus oídos. Otros días en su cartera de mano había llevado un .38 que utilizó en más de una ocasión para hacer su trabajo dentro del grupo, ahora estaba en el cajón de la mesita de luz de su casa. Se maldijo por no tenerlo en la cintura ahora. Tímidamente se volvió sobre sí y cuando se percató que ese que había encendido un cigarro con su encendedor estaba a un metro de distancia se paralizó.

Sin verlo venir, el auto que pensó que había desaparecido frenó a un costado. La tenue luz de la avenida reflejó sobre una .45 que empuñaba ese desgraciado, le apuntaba directo al pecho. En vano quiso abalanzarse sobre el otro. Recibió un fuerte culatazo en la frente que lo dejó inconsciente durante unos minutos. Cuando por fin despertó sintió la fuerte opresión de cuatro pies, dos sobre sus piernas y las otras sobre sus espaldas. Lo único que podía ver era el piso de aquel auto. Unos murmullos dentro del coche que parecían a kilómetros de distancia los oía desconcertado, desconectados entre sí.

Recordó en un instante aquel cuento donde en el ´44 un pobre infeliz que había desembarcado en Normandía se parapetaba del fuego enemigo detrás de un compañero mutilado. ¿Lo mutilarían a él también, le cercenarían algún miembro de su cuerpo? No lo sabía, pero aquel pensamiento no dejaba de darle vueltas en la cabeza.

Había perdido la noción del tiempo, los pies pesados que oprimían sus pulmones le estaban quitando la respiración, sentía un fuerte ardor que se asemejaba al balazo que le habían pegado en un hombro en la plaza, aquel día cuando el General los subestimó, se habían puesto de espaldas y de repente los tiros empezaron a aparecer en todas las direcciones, desde ellos y por parte de los otros. El que le alcanzó el hombro le partió la clavícula, no sintió dolor en ese momento, pero era un ardor indescriptible, igual al que sentía ahora boca abajo casi sin poder inhalar aire.

Se preguntó por qué no le habían solicitado que se identifique, ahora sabía que los cuatro que lo acompañaban eran del equipo contrario. Lo conocían, sabían lo de la plaza, sabían lo del atentado en la sede gremial y conocían su participación en la operación ¨sangre derramada¨ que tuvo lugar en el departamento del jefe de policía. Ya estaba todo dicho, el tiempo se detuvo cuando se convenció de que así era. De que no era un simple robo, de que no lo habían abandonado en aquella frenética huida al salir de la fábrica. Al contrario, todo estaba planificado desde hacía dos semanas por el S.I.E.

Perdió la noción del tiempo, la noche era más oscura de lo habitual, y el cielo era tan pálido como sus recuerdos. Su hermano se lo había advertido ya un año antes. ¨No te metas en quilombos¨. Pero se metió. En el auto nadie hablaba una palabra, más allá de algún murmullo que oía a lo lejos. Quién sabe si se resignó o albergó un destello de esperanza de que al fin de cuentas tendría algún tipo de posibilidad. No estaba esposado, pero tampoco armado, y si lo hubiese estado, claro, en este momento no estaría todavía respirando dificultosamente boca abajo.

Inesperadamente el auto se detuvo de golpe, casi como si el motor estuviese en concordancia con su corazón. La puerta izquierda la abrió el que tenía los pies sobre sus pulmones. Intempestivamente lo sacó de los pelos del auto, con una violencia que ni siquiera un tiro podría causar. Se estrelló contra el frío asfalto de cara al piso. No supo si cuatro, cinco o seis patadas en las costillas terminaron por ahogar el último aliento que le quedaba. Pensaba en su hermano, pensaba en sus compañeros, pensaba…

Encendieron las altas del auto que iluminaron más de dos cuadras, oscuras, con un olor a muerte que flotaba en el aire. No tenía las fuerzas suficientes para incorporarse. Pero aun así el que lo arrancó de un tirón lo puso de pie sobre el baúl del coche. Y otra vez pudo ver como el reflejo de las luces traseras se posó sobre la .45. Era absurdo, porque estaba completamente empavonada. Tal vez fue la señal de que allí, en las manos del petiso pero corpulento tipo estaba el control absoluto de su ahora miserable vida. No vio venir el culatazo que le partió la mandíbula produciéndole un dolor inimaginable. No se dio cuenta que vendría. Estaba completamente desarmado moralmente, le dolían las costillas y ahora la mandíbula rota era un contratiempo más, era agregar sufrimiento al que desde hacía dos horas estaba padeciendo.

_Ahora vas a caminar derechito adelante del auto, despacio no sea cosa que te agites mucho. Le había dicho.

Con dos palmaditas en el hombro, como quien saluda a un amigo, lo acompañó hasta la trompa y, con una feroz patada en el culo lo hizo caminar. Le transpiraban las manos, le dolía todo el cuerpo, y no pudo producir palabra alguna, el dolor en su boca era demasiado. Comenzó a andar con la cabeza gacha, recordó a su padre que años antes se había jubilado en la misma fábrica. Se acordó de las palabras de su hermano, y según lo que había leído, si tuviese la mínima oportunidad, luego, cuando la pesadilla pasara tal vez pudiese correr la misma suerte que tuvo J.T. para contar lo que un muerto pudo contar.

A media cuadra sintió que estaba a salvo, apuró frenéticamente el paso para tirarse a un costado de aquella calle donde no había edificios, al costado de la vía. Si reuniese las fuerzas suficientes podría escalar el terraplén y perderse del otro lado, no lo encontrarían y lo que estaba ahora viviendo serviría de escarmiento. Tal vez era eso, le querían dar un escarmiento para que ya deje de hacerse el revolucionario. El propio instinto de supervivencia hizo que empezase a trotar torpemente hacia su derecha. Cuando pensó que lo lograría, el temeroso ruido metálico se escuchó, el de atrás había martillado la pistola.

Dos fueron las detonaciones que rompieron la tranquilidad de la noche. Se desplomó como si le hubiesen cortado los hilos a una marioneta. Un hilo grueso de sangre brotaba de su boca. Aun así, seguía respirando. Escuchó el motor del auto que se acercaba lentamente y que justo a su lado se frenó. Su cabeza estaba ladeada hacia las ruedas, podía verlas, como también podía ver un verde panel frente a sus ojos. El que estaba adelante, el acompañante del conductor tiró sobre su espalda un panfleto. En su agonía sintió que le había caído en la espalda con el peso de un adoquín. El mismo tipo extrajo de su cintura la pistola reglamentaria. Sacó su brazo por la ventanilla y por piedad o por el mismo odio que le infundía, descerrajó un balazo que pegó de lleno en su nuca. Todo terminó allí, excepto para los cuatro que al otro día deberían volver a montar guardia en la puerta de la fábrica, él no era el primero, pero tampoco sería el último.

Martín Ramos

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