Identidad atrofiada
Autor: Mateo Fernando Oña O.
La identidad junto a la felicidad y el sentido de vida son aspectos en los que el ser humano nunca termina por definirse ya que durante la existencia terrenal no puede evitar su descubrimiento y búsqueda constante que solo la muerte acaba por completo. La identidad aparte de ser un derecho humano plenamente reconocido tanto en los diferentes textos constitutivos de los Estados como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas es también una parte esencial de la vida de cualquier ser humano que se desenvuelve en una sociedad, principalmente urbano-moderna pero también en comunidades rurales, de tradición ancestral y multicultural. Sin embargo, la identidad no solamente se compone de nombres, apellidos, números de cédula y demás datos almacenados y recopilados en el Registro Civil de un país.
En la identidad individual yace y se moldea la personalidad, manera de ser, idiosincrasia, carácter y actitud ante las adversidades de la cotidianidad. Es decir, el entramado de conductas y comportamientos que, a su vez se construyen partiendo de una base genética y biológica previamente dada e incluso, irrenunciable. Sin embargo, es mediante las experiencias, vivencias e influencias que se reciben del entorno en el que se nace y crece lo que termina por construir y deconstruir la identidad individual a lo largo de la vida. Durante la etapa de la niñez, el individuo aún no es consciente de los comportamientos que demuestra ni su significado y relación con determinada identidad porque solo “se deja llevar por el juego” y desconoce las implicaciones de sus conductas debido a la inocencia y despreocupación propias de su edad.
No obstante, la manera de ser en combinación con ciertos gestos y comportamientos de la niñez que aparentan “insignificancia” e “inocencia” pueden demarcar antecedentes que guían y trazan los primeros pasos hacia la búsqueda de una identidad para que, a futuro, se la reafirme, esconda o reprima una vez que se adquiera mayor conciencia sobre la personalidad y su confrontación con la realidad. También es necesaria una adquisición continua de información sobre las identidades existentes y su significado de manera que en la adolescencia se desarrolle mayor interés por investigar el lugar social más cómodo y revelador para cada individuo. Por lo tanto, en esta maravillosa pero complicada etapa se intensifica la aventura e intento por encajar en la identidad adecuada de acuerdo con una personalidad aún en construcción. Sin embargo, en el proceso se destacan la inseguridad y duda; momentos nihilistas, de sufrimiento y alegría, así como lapsos de depresión e inconformidad.
Por lo tanto, los seres humanos se encuentran en la necesidad de buscar mecanismos que les permitan exponer y reafirmar su identidad a los demás con el objetivo de generar una comunidad con la que se sientan identificados. Por esta razón, han surgido diversas subculturas urbanas que guardan similitud en composición y estructura con las tribus que conformaron los antepasados humanos en la antigüedad. La diferencia es que nacen y se desarrollan ya no en medio de la naturaleza primitiva y nómada sino en un entorno urbano-societal, “civilizado” y occidentalizado o influenciado mediante la globalización por la cultura de las potencias hegemónicas. Para la realidad latinoamericana, africana y rural, la mayoría de las subculturas urbanas son importadas de otros países tales como Estados Unidos, Canadá, Japón, España, Reino Unido, Francia, etc. En otros casos se fusionan las corrientes culturales locales con las influencias externas que son inevitables en un plantea tan interconectado.
Por ejemplo, desde mediados del siglo XX se han consolidado subculturas urbanas tales como los teddy bears en los años cincuenta, luego los hippies en la década de los sesenta y su contraparte, los punks y skinheads tanto neonazis como antifascistas en los años setenta. Para el siglo XXI, nacen tribus como los “góticos”, “emos”, “otakus”, “skaters”, “darks” y demás colectividades, principalmente juveniles, cuyos antecedentes se remontan al siglo XX, pero su desarrollo y pleno reconocimiento no se consolida sino hasta la década del 2000. De esta manera, la diversidad se ha vuelto cada vez más una realidad ya que las identidades urbanas han pasado por un proceso de influencia mutua que las ha apartado del pensamiento binario en el que dos subculturas se enfrentaban como acérrimas opositoras. No obstante, ciertos rezagos de odio y confrontación aún son palpables en la vida cotidiana y hasta en las redes sociales.
Los hábitos, modas y tendencias exportadas, difundidas y esparcidas por medio de las redes sociales y demás mecanismos de conectividad global desde los centros influyentes del mundo hacia la periferia debido a las facilidades proporcionadas por la globalización han configurado una hiperculturalidad unificadora de individuos. El contenido cultural de occidente resulta atractivo, llamativo y novedoso en sociedades tradicionales y poco avanzadas que se ven expuestas cada vez más a los influjos de información externos que a su propio entorno y realidad contextual. Además, factores como el deseo de aceptación social, la expulsión de lo distinto, la necesidad de encontrar otros individuos con los cuales compartir gustos, temas de conversación, aficiones, experiencias y hasta traumas de convivencia por entornos familiares igualmente conflictos configuran una identidad urbana en colectividad.
El proceso de conformación de una identidad urbana entrelaza ideologías, justicia social y hasta activismo político con actividades artísticas, deportivas y culturales que, a su vez involucran estados de ánimo, sentimientos, experiencias, etc. Es decir, se necesitan luchas identitarias y filosóficas que agrupen intereses y justifiquen la existencia de una identidad urbana mediante la apropiación de símbolos ideológicos, ritos, tendencias musicales y en general una “razón de ser”. Por ende, se divide y clasifica a un grupo de personas que inicialmente fueron seleccionadas al azar, pero luego de convivir y desenvolverse ya sea en instituciones educativas, ambientes laborales o la sociedad en general tienden a agruparse en función de patrones comunes que se reúnen bajo el nombre de una tribu urbana e identidad.
Los factores externos que contribuyen a la expansión de identidades giran en torno a la globalización, en un inicio creada y promovida por el hemisferio occidental pero ahora con fuerte competencia por parte de las sociedades asiáticas avanzadas, la hiperculturalidad, la migración y la comunicación instantánea. Estos y más fenómenos socio-culturales nunca antes vistos en siglos pasados han contribuido a la creación de contextos más propicios para el intercambio de influencias externas que, con la hiperconectividad, son rápidamente absorbidas por la juventud curiosa y ávida por vivir nuevas experiencias. De la misma manera, las identidades han entrado en un proceso de competencia y expansión que encuentran en el ser humano en general y al adolescente en particular como los medios idóneos para su expresión y apropiamiento, además de su necesidad por integrarse en un modo de vida compartido.
Por lo tanto, la búsqueda de identidad debería ser un proceso libre de juzgamientos y dotado de la suficiente flexibilidad para que, por decisión propia, el individuo encuentre su lugar en la sociedad y entorno en el que convive de acuerdo con la situación sentimental, emocional y personal por la que atraviesa en determinado momento y etapa de la vida. Pero en la práctica, los moldes calculados y prefabricados responden a una hegemonía identitaria que, a través de normas escritas y consuetudinarias repletas de parámetros, prejuicios y roles aceptados socialmente por ciertas generaciones se imponen patrones de conducta y vestimenta a los que se definen como la “normalidad” imperante a la que hay que aspirar. El ser humano debe escoger y construir la identidad que más lo represente antes de que una identidad ajena a su personalidad le arrebate la esencia.
No obstante, el comportamiento y manera de ser tanto en esencia como apariencia que la sociedad espera de cada individuo en determinado contexto socio-cultural, en realidad frustra y cohíbe el proceso de construcción de la personalidad, limita la capacidad de expresión e impide el pleno desarrollo de la búsqueda de identidad. El poder normalizador genera una sensación de incomodidad, humillación y discriminación en aquellos que demuestran incompatibilidad con los cánones de belleza y apariencia que determinan lo “bien visto” y “mal visto”. De igual manera, ciertos individuos se culpabilizan por no encajar con normas e ideas socialmente aceptadas ya sea por la mayoría, una determinada generación o grupo cuya influencia histórica es suficiente para enraizar estándares poco flexibles y sesgados mediante instituciones, demás mecanismos de fuerza y control que traban y homogeneizan la identidad innata.
Si bien la construcción de la identidad implica un proceso inmaterial que se plasma en la esencia humana. Hay que recalcar que la necesidad de identificación con el otro mediante elementos tales como símbolos, formas de vestimenta, música, actividades recreativas, series de televisión y videojuegos juegan un papel importante para tejer relaciones humanas más selectivas. Además, dichas herramientas culturales proporcionadas por la modernidad sirven como medios asociativos para generar vínculos directos con individuos de una determinada subcultura identitaria dentro de la sociedad y entorno en los que se interacciona. Ciertos miembros aún se encuentran dispersos y desubicados hasta que cumplen con el proceso de identificación mutua que les permite generar acercamientos con personas afines a su personalidad e identidad.
Por ende, la libertad de expresión no solo se debería garantizar como un derecho legítimo en discursos y medios de comunicación. Su definición también implica la soltura plena de la apariencia y apropiación subcultural con la que cada individuo manifiesta su identidad visible ante los demás mediante elementos adicionales como maquillaje, ropa, accesorios, piercings, tatuajes, cortes de cabello y demás formas de presentación personal que ya no respondan al estándar totalizador de belleza y estética. La demostración y exhibición de diversos estilos estéticos, muchas veces tachados de “extravagantes”, no solamente cumplen con el trivial objetivo de “llamar la atención” o marcar una diferencia superficial con los demás sino también de remarcar la otredad y el sentido de pertenencia de manera tanto individual como colectiva.
Es decir, para cubrir con la necesidad de expresión y apropiación subcultural se deben fomentar espacios, circunstancias y normativas ventajosas para que tanto la juventud como los miembros de la sociedad en general demuestren libremente su identidad, primero, en esencia, pero también en apariencia. Sin embargo, las influencias conservadoras, católicas y militares heredadas de la época colonial latinoamericana aún se asientan en los reglamentos institucionales de escuelas y colegios tanto religiosos como laicos, incluso son importantes en el diseño del curriculum vitae para la postulación de puestos de trabajo. Estas medidas disciplinarias tan desgastadas e ineficaces aún se encuentran atiborradas de uniformidad, fanatismo, arbitrariedad y poca o ninguna innovación acoplada al contexto globalizador y moderno propio del siglo XXI.
Cabe recalcar que el comportamiento inadecuado de los individuos, en este caso, estudiantes es independiente y exógeno a su apariencia e identidad ya que un castigo por incumplimiento normativo debe aplicarse en función de las acciones cometidas en perjuicio de terceros mas no por su aspecto personal que no necesariamente se relaciona con la manera de proceder en determinadas circunstancias. Por lo tanto, las sanciones aplicadas a los estudiantes solamente por su corte de cabello, uniforme y apariencia en general son ilógicas y no contribuyen a solucionar los verdaderos problemas a los que se exponen los alumnos como el acoso sexual, la drogadicción, el bullying, la depresión y un sinnúmero de dificultades psicológicas por las que atraviesan los adolescentes.
Es decir, las instituciones educativas han obstaculizado la plena búsqueda de identidad de los jóvenes al imponerles una serie de moldes preestablecidos y prefabricados a los que, obligatoriamente, se tienen que sujetar y acoplar. En consecuencia, se generan crisis de identidad que acentúan los problemas propios de la adolescencia pues la frustración y atrofio a la que se expone su posibilidad de búsqueda de identidad solo crea resentidos sociales que fingen ser aquello que no les corresponde solamente para cumplir con la norma institucional y el estándar social. El acatamiento de tan innecesarias disposiciones se controla mediante la vigilancia por parte de una autoridad llamada “Inspector” que, a su vez, promueve la desaprobación y humillación pública para generar una sensación de anormalidad y miedo al individuo que se resiste a seguir el molde, es decir, a aquel que busca su identidad.
Para entender tales circunstancias es necesario remontarse a tiempos de las dictaduras militares latinoamericanas que torturaron y asesinaron a miles de opositores durante años mediante la imposición de la cultura militar en colegios católicos y laicos. En consecuencia, se normalizó una identidad autoritaria y disciplinaria que anteponía la obediencia ciega a la razón para moldear las mentes de los niños y jóvenes con el objetivo de mantener bajo control los comportamientos “rebeldes”. Por ejemplo, a los hombres se les rapaba el cabello en contra de su voluntad pues en el contexto de la Guerra Fría el pelo largo se asociaba con el comunismo y la izquierda. Además, dicho estilo es característico de los militares debido a que la cabeza rapada proporcionaba mayor facilidad de maniobra en el campo de batalla, por ende, tal disposición debería aplicar solo en instituciones que capacitan a las fuerzas armadas.
Si bien la dictadura militar ecuatoriana encabezada por Guillermo Rodríguez Lara no fue tan represiva en comparación con Videla en Argentina y Pinochet en Chile es claro que la cultura militar se enraizó en la idiosincrasia popular. Las generaciones que se educaron en un contexto tan militarizado y excesivamente disciplinario forjaron un carácter duro, áspero, autoritario, violento y hasta sanguinario. Por ende, su masculinidad y virilidad, según la norma social de aquellas épocas, se determinaba en función de la rudeza, fuerza y capacidad de combate de los hombres como el sexo dominante. El reclutamiento militar obligatorio es también una prueba de la imposición de una identidad prefabricada ante la necesidad de defensa nacional por las guerras y conflictos internacionales, por ejemplo, Ecuador y su lucha por reclamar territorio al Perú en 1941.
Otro ejemplo es el uso obligatorio de uniformes y la estandarización de la presentación personal que solo demuestran una enfermiza expulsión de lo distinto acompañada de una suplantación de la diversidad y creatividad innatas de los seres humanos. Cabe recalcar que la uniformidad en vestimenta junto a pensamientos binarios que clasifican a los individuos en buenos o malos, hombres o mujeres, disciplinados o rebeldes, vagos o aplicados, etc son rasgos característicos de los regímenes totalitarios tanto de la ultraderecha conservadora y católica como del comunismo estalinista. Es este mismo aparataje institucional y autoritario el que infundía el modelo ideal de hombre y mujer para preservar los roles de género que en realidad son construcciones sociales que se imponen como un deber irrenunciable por nacimiento a cada individuo.
Dicha uniformidad también es visible en la mayoría de los puestos de trabajo del campo laboral y profesional. Por un lado, el uso de uniformes beneficia a la empresa o negocio en cuestión debido a que contribuye con el posicionamiento e imagen de la marca, además, mejora el prestigio y las ventas. Por otro lado, las disposiciones obligatorias en cuanto al uso del uniforme responden a las exigencias de una cultura que enfatiza y sobrevalora el culto por los estándares de belleza dominantes y los rasgos asimétricos tanto en objetos como en individuos. En consecuencia, la uniformidad y la obsesión por la “normalidad de apariencia” son el mejor antídoto para las modas “extrañas” que definen y afirman la identidad de culturas y subculturas urbanas. Debido que estas apropiaciones estéticas generan malestar en el consumidor prejuicioso, entonces son rechazadas y prohibidas por las empresas desde un inicio. El individuo suele generar juicios anticipados y superficiales de la portada antes de revisar su contenido.
Por ejemplo, a los hombres no se les permite tener el cabello largo, peor aún pintado de colores o estilizado de una manera “extravagante” porque bajo el estereotipo idealista de masculinidad, su percepción de belleza se ha moldeado en la mente de las personas de tal manera que ya se han acostumbrado a relacionar su apariencia con un corte de pelo casi al ras de la superficie de la cabeza. Además, los hombres heterosexuales que, guiados por ciertas inclinaciones narcisistas, se arreglan y hasta maquillan para mejorar su aspecto personal son tachados de “afeminados” pues los estándares de belleza masculina tradicional dictan que los rasgos gruesos y pronunciados son los que definen a un “macho” como tal. Las apariencias coloridas, con mayor énfasis en la decoración y los accesorios son solo para las mujeres.
Por el contrario, las mujeres son víctimas del ideal femenino de belleza porque para alcanzar la plena aceptación social deben, por obligación, lucir maquilladas y “hermosas” pues solo así supuestamente son dignas de ser escogidas por un hombre como su pareja. Es decir, las mujeres se venden ante el público de acuerdo con los cánones sociales del momento porque su belleza se ha romantizado demasiado al punto de ser casi lo único que se toma en cuenta en ellas. Afortunadamente, el siglo XXI se encuentra en un proceso de transición con respecto a la relación entre apariencia física y feminidad ya que los estándares van cambiando debido a la influencia del empoderamiento femenino y la liberalización de la mujer en gran parte del hemisferio occidental.
En conclusión, las formas en las que se construye la personalidad e identidad de los seres humanos tienden a generar patrones que se repiten entre uno y otro individuo debido a una relación u origen similar. Detrás de cada rasgo identitario hay una historia, trauma y eje causal que se ha desarrollado en entornos y bajo circunstancias similares. En consecuencia, las personas de una determinada forma de ser asocian su identidad a factores externos creados y esparcidos por el capitalismo y la globalización tales como gustos artísticos, musicales, modas, tendencias, deportes y demás invenciones cuyo contenido en forma y fondo se relaciona con las características de la personalidad de las personas. La necesidad de formar parte de una colectividad con la cual superar la soledad del individuo posmoderno y la sensación inexplicable de no encajar en entornos sociales cercanos contribuye a la creación de una tribu urbana, asociación, club o cualquier otra forma de organización social.
Los seres humanos relacionan experiencias y circunstancias ajenas que quizás fueron traumáticas con las propias porque en su proceso se envuelven con un entramado de sentimientos y experiencias que se refuerzan mediante simbolismos, aficiones, producciones artísticas y demás elementos socio-culturales de la modernidad. Estas bases identitarias atan el nudo final de la consolidación de una identidad que ha nacido en la esfera individual, pero espera expandirse hacia la colectividad mediante la generación de una otredad y deseo de identificación de la propia realidad con la de los demás para la plena formalización de una tribu urbana. No obstante, dicho proceso hasta cierto punto innato y necesario es interrumpido por el poder normalizador de la autoridad e idiosincrasia reinantes en un determinado contexto que discrimina y atrofia las nuevas formas de identidad.
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