5. ¿Dónde dejé a Loccorzi?

¿Lo alojé en el garguero,

lo aflojé por mezquino,

lo galgueé por canchero,

o lo descocí del abrojito?

Que increíble, habíamos corrido con los tacones intactos, a metros de los camiones y con la arenga suelta. Luego de destetarnos de las piedras, nos picaba la hiedra, nos vacilaba el remanso y, llegado el ocaso, se reponía quien pudiera.

A la mañana siguiente — y las sucesivas — pautamos concesiones de clamor por hambre mientras el rumor labraba las intenciones que no encontraban pulsión en el placer. En efecto, al cruzarse nuestras miradas, detentábamos nuestros pasados, imperando las agallas para ablandarnos los labios por puros resabios. En ocasiones, morían los lugares tanto más por besos, cuando menos por errantes; y sabíamos que este deseo de dicha adulterada, nos haría llevar a cabo las hazañas más estúpidas que anhelábamos.

No obstante, cuando amanecimos a los porrazos, las pretensiones valieron más que las intenciones picarescas. Y para salvaguardar mi entereza, escondí su cenceña cabeza en algún lado de la vivienda; con tan poco cuidado que, en el momento en que quise recuperar lo vivido, el trastorno de retención impulsiva se lo había engullido. Daba igual, el tándem ya estaba tieso, incluso mucho antes de que su naturaleza de mocoso compungido quisiera claudicarme el pasado para sopesarme el futuro. ¡Ja! Que gracioso. Afortunadamente, el humor fue lo último que perdió.

Una vez separadas las razones, dejamos de amanecer. Y por finezas de la vida, finalmente, pesaron más los cuerpos que las utopías de burdel.

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