En el largo, interminable pasillo de la universidad, ellos estaban… simplemente, en silencio, frente a la secretaría.

No dijeron nada: él hubiera querido hablar, pero no se atrevió, intimidado por esta muchacha frágil, silenciosa y algo vaporosa. 

Cada uno en su fila, uno para los profesores, el otro para los alumnos.

Había notado que no era muy rellena debajo de su gran suéter gris, con el cuello enterrado en una bufanda de lana que resaltaba sus ojos, que estaban bordeados por largas pestañas. 

Ojeras como platillos devoraban su rostro triangular. 

Encontró en ella un encanto irresistible, un encanto etéreo y en su silencio imaginó sus confidencias de estudiante indeciso, perdido en medio de un pasado cuyos meandros hubiera querido conocer, y un futuro oscurecido por una espesa niebla. 

El tiempo era complejo, incierto, solo hablábamos de crisis, económicas o sanitarias, conflictos o amenazas globales. 

Le hubiera gustado tranquilizarla, mecerla en el hueco de sus brazos, susurrarle que mañana las cosas irían mejor, con él a su lado.

Pero era un profesor, de renombre además, un célebre abogado/contador reconvertido en magister, alto docto. 

Él apartó la mirada y ya la extrañaba, así que le sonrió y ella a su vez bajó la mirada. No era un juego ni un intento de seducción, simplemente no tenía lugar en su vida para un amante, fuera joven o viejo, famoso o anónimo. 

Solo buscaba alimentarse para durar hasta la próxima clase, aprender y vengarse más de la vida que tanto la había tomado. En la ciudad la trataban como una vendida a su casta, una bromista que la gastaba con sus grandes aires cuando ella solo quería salir de un hogar violento, un padre tóxico y unos hermanos pequeños que comenzaban a huir ante las fuerzas del orden. 

Ella no quería comer ese pan. El pan, además, no le veía el color todos los días, y bajo su aire de diáfano tanagra, gorgoteaba un estómago vacío, las piernas flojas volcaban y un cerebro que luchaba por dar la vuelta.

Así que este tipejo bronceado, este hombre maduro que comía hasta saciarse y mucho más no podía hacer nada por ella excepto agotar sus últimas fuerzas en juegos fútiles. Ella los conocía, esos hermosos viejos imbuidos de sí mismos, y este, no más que cualquier otro, le robaría el alma. 

Estaba esperando a que abriera la oficina, donde llegó a pedir unas entradas para el restaurante de la universidad, un vale para una lata, un paquete de pasta que le alegraría la semana.

Y su corazón estaba acelerado. Le recordaba a su amada hija, su única hija, que había muerto por jugar demasiado con la vida. Tantas sustancias ilícitas, a ella no le faltaba dinero para hacerse con ellas y el remordimiento lo carcomía, de día, sobre todo de noche, se habría tirado desde lo alto del puente si no hubiera tenido aún un poco de estima para una esposa destruida por el dolor. 

Por eso había comenzado a enseñar, ya no podía, ya no sabía suplicar, le faltaban las palabras, las fuerzas también. Frente a los alumnos aún podía balbucear algunos viejos librescos, se engañaba a sí mismo, avanzando a golpes de código civil o penal en medio de cabezas rubias ávidas de saber.

Miró a la joven como se mira a un niño, le hubiera gustado tenderle la mano, sacarla de este pasillo con corrientes de aire helado, invitarla a un resto del barrio. 

Habrían compartido un bistec con papas fritas o el especial del día, o lo que sea, y ella le habría contado sobre su vida, sus deseos y sus esperanzas. 

Habría cumplido con sus expectativas, le habría dado todo: vivienda, dinero, apoyo para sus estudios. Él pensó en todo, mirándola fijamente cuando ella imaginó que estaba enojado con su cuerpo, con lo que quedaba de su forma ahora delgada. 

Y pues, quería salvar su espíritu, desarrollar su inteligencia, prometerle un futuro brillante, sin preocupaciones, hacer por ella lo que no había podido lograr con su propia hija.

Él era el primero en entrar a la secretaría, un expediente urgente por recuperar, y luego lo sacaba, lo instalaba en un nido acogedor, no como un cualquiera, sino como un retoño sagrado, la alimentaba a la fuerza con vitaminas. lo cubriría con telas cálidas y suaves. 

Y él le presentaría a su esposa. 

Por supuesto, ella nunca reemplazaría a su amado hijo, pero tendrían a alguien a quien amar, a quien mimar, no terminarían como dos idiotas inútiles. 

Iban a hacer una meta para sí mismos en su vejez y legar todas sus posesiones a él.

Salió de la oficina, más alto, más fuerte, calmado después de meses de dolor, tortura incesante de duelo inaceptable.

En la siguiente línea, la muchacha había desaparecido. 

La buscó durante semanas: recorriendo las aulas, por los pasillos, en los pasillos de la biblioteca, apeló a los grandes maestros y hasta a las señoras de la limpieza, comenzó a rezar para encontrarse con la silueta ética, una sola vez y decirle lo mucho que significaba para él.

Pero nunca más, NUNCA, la volvió a ver.

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