Era llamado La Mantis Dylan por motivos que describiré más adelante, aunque lo más obvio es que era un gringo alto como de unos dos metros de altura, brazos y piernas largas y huesudas. De aspecto sórdido y con una cara angulosa y lánguida. Tan inexpresiva como la de la misma parca. El maldito de Dylan era buscado por homicidio en más de un Estado y todos ellos tenían la pena capital. Las distintas jurisdicciones se peleaban por freír sus bolas en la silla eléctrica, pero el Sheriff Kurt le tenía un lugar reservado en Walls Unit para su ejecución con inyección letal. Una muerte piadosa para alguien que como muchos decían a regaña dientes, al menos se merecía la silla. 

  El Sheriff del condado de Walker había contratado un viejo ex Ranger ya retirado llamado Dog Face Clay. En varias oportunidades el sabueso estuvo a punto de hincarle el diente pero La Mantis lograba escapar como todo mal bicho. Éste no se rendía y le pisaba los talones como buen cowboy en su Dodge RAM, siempre detrás de las sangrientas pistas que dejaba en cada pueblo por donde había pasado.

  La última vez tuvo que revisar un rancho de mala muerte saliendo de Amarillo, al costado de la ruta 66. Antes de entrar, Clay desenfundó su .38 Special. Con la primera hendija, la puerta escupió sobre su cara una ráfaga de aire recalentado y fétido que casi lo voltea. Volvió a cerrar, rompió una cápsula de sales de amonio con la que rozó el bigote para lograr distraer el olfato. Un novato se hubiera desmayado. Entornó un poco la puerta. Un haz de luz tenue que bajaba desde una claraboya iluminaba la escena del crimen como en un escenario macabro. El resto del recinto se encontraba en completa tiniebla. Avanzó en la oscuridad del cuarto. Sintió que algo se movía seseando debajo de sus pies, algo húmedo que al pisarlo crujía como patatas fritas con queso. A medida que avanzaba, sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Lo primero que descubrió fue que estaba caminando sobre un lecho de cientos de cucarachas. Odiaba esos bichos repugnantes tanto como a Dylan. Al acercarse un poco más, una horda de moscas que cubrían el cuerpo, se dispersaron al ser sorprendidas haciendo lo suyo sobre la carne en estado avanzado de descomposición. Al revisar sus prendas y su bolso la reconoció. Era una prostituta drogadicta que solía levantar clientes en la ruta, detrás de un cartel que invitaba a visitar El Cadillac Ranch a sólo cinco millas de allí. La muerte seguramente la sorprendió a la espera de un acto sadomasoquista, atada a la cama en forma de cruz de San Andrés, totalmente desnuda y desfigurada.

  No quedaban dudas de que era la obra de Dylan. Éste tenía una forma violenta de encarar el sexo. Primero las drogaba, las violaba estando inconscientes y al acabar, las desfiguraba con un soplete de repostería como el que se usa para flamear el merengue de una tarta de limón. Esa era su marca, su signatura con las mujeres.

  ─Nadie merece esta muerte. Juro que te voy a encontrar maldito enfermo y te voy a aplastar como a un asqueroso insecto!

  Era un secreto a voces que El Chato Tamayo era un narco que la jugaba de Judas, pasando datos a la DEA desde hacía varios meses acerca de embarques y contrabando de cocaína desde los cárteles de México. Un criminal arrepentido sin nada que perder más que su vida. Algo de lo que Dylan pensaba apropiarse según encargo de la misma mafia que alguna vez lo había protegido como su propia familia. Un trabajo más en ese mundo podrido y corrupto, pero él disfrutaba la muerte como si fuera la vida misma.

  Dylan tenía una forma particular de disponer de sus víctimas por encargo. No era lo mismo que con el sexo. Al igual que muchos mortales tenía una signatura laboral diferencial. Las noqueaba para luego colgarlas de los pies boca abajo. Luego les pinchaba la vena femoral y mientras se desangraban, las aserraba vivas con una motosierra, dejando un desparramo de tripas y sangre. Para llevar a cabo esta despiadada tarea, se vestía de pies a cabeza con un mameluco verde, antiparras de soldador y guantes de látex. Su monstruosa imagen daba la reminiscencia de una Mantis religiosa.

  Sin embargo, para este trabajo, había requisitos especiales. No debía dejar su firma habitual sino la de su empleador. El Chato debía morir apuñalado con una daga de obsidiana y mango de hueso de cabra. El jefe del cártel era fiel a los rituales satánicos y había sido muy claro en sus instrucciones finales.

  ─Recuerda gringo…debes usar la daga caprina para completar el encargo. ¿Entiendes lo que te digo? NO DAGA…NO HAY LANA. ¿OK?

  Pero Dylan ya hacía mucho que no mataba por dinero, lo hacía por placer y su método era un arte para él. El producto de años de cortar cuerpos. A ningún artista le gusta que le critiquen sus obras y mucho menos que le dicten de qué manera consumarla. Por otra parte, su conciencia estaba en una permanente batalla entre las anfetaminas y la codeína. Entonces mientras terminaba de liarse un porro Mariachi, atravesaba los lentes negros del jefe narco, como queriendo tocar su alma fría y oscura. Luego raspó un cerillo sobre la mesa y encendió el canuto, le dio una buena calada y largó el humo como un puñetazo contra la cara del mestizo. Cosa que hizo enfadar a sus cuatro guarda espaldas. Éstos apuntaron sus pistolas 9 mm directo a la cabeza de Dylan, cosa que a éste no le hizo mella. Pero el jefe los calmó al hacer una seña con las manos. Los detuvo tal y como hace el amo cuando da una orden a sus perros. Y estos obedecieron dando un paso atrás, gruñendo y en guardia.

  ─GRINGO MADAFACKA!!, NO DAGA NO MONEY, ¿ENTIENDE?─. Le dijo apoyando la filosa punta plutónica a una pestaña de distancia de su pupila grande y oscura como una luna eclipsada.

  ─¡¡¡FUCK YA!!!… ENTIENDE…─. Gruño entre dientes y aceptó la daga.

  Unos días más tarde, Dylan tenía estudiado todos los recorridos de su víctima. Su agenda no era muy compleja. Iba de su cuartel general al bar del pueblo, y del bar al prostíbulo. Cada tanto se llevaba algo de droga que le robaba al jefe y la escondía en el cuarto de un motel en donde dormía una vez por semana. Un viernes por la tarde pasó por el motel mientras el sol se escondía del desierto. Estaba muy drogado y apestaba a alcohol y a sexo. No llegó a sacarse el arma de la cintura que cayó desmayado sobre la cama. Cuando se despertó, se encontró colgado de pies, totalmente desnudo. Sintió el calor húmedo de la sangre bajando como un río torrentoso desde la ingle hasta empañarle la vista. Escuchó el goteo en el piso. Sintió el mareo y supo que había llegado su fin.    Antes de perder el conocimiento por completo vio un insecto gigante y verde frente a él, era una Mantis lista para ejecutarlo. Lo último que escuchó fue el ruido ensordecedor de la sierra arrancándole la cabeza, mientras la sangre salía a borbotones.

  En ese momento Dylan pensó en las estrictas consignas que debía seguir para llevar a cabo el encargo y se rio a carcajadas. Rio sin parar como un demente, se reía tan fuerte que le dolían los músculos de la cara, ya no podía parar. Continuó cortando los brazos y al final lo abrió en dos como a una res. Su mameluco estaba ahora más rojo que verde. Dejó caer la sierra al piso y abandonó la habitación. Se dirigió hacia la puerta. La noche estaba oscura sin un alma a la vista. Su auto estaba estacionado en la vereda de enfrente junto a un drugstore cerrado. El letrero de tubos fluorescentes destellaba como si fuera a reventar. Se podía leer claramente “CLOSE_”, ya que la última letra estaba quemada.

  Atraído de forma hipnótica por su zumbido metálico a punto de estallar, caminó hacia esa luz. Exhausto por la excitación producto de la descarga de adrenalina y el cansancio, como resultado de construir el altar del horror que dejaba a sus espaldas. Distraído por el zumbido y los destellos rojizos que lo llamaban. No podía ver ni oír nada a su alrededor. Fue a mitad de calle que escuchó el rugido de un poderoso motor, el chillido de unos cauchos y el olor a goma quemada. Pero continuó caminando con la vista fija en el letrero que ahora decía “CLOSED”, y sintió que su cuerpo se aplastaba contra la parrilla de una Dodge RAM que le pasó por arriba aplastándolo al instante como a un bicho. Clay clavó los frenos sin bajar de su camioneta y sin apagar el motor, miró hacia atrás satisfecho. Luego continuó su viaje y el letrero luminoso finalmente se apagó.

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