Amanecí; “con la cola para arriba”; y es que no hubo otra manera de amanecer. Ayer fue definitorio. Mis amores y mis angustias se juntaron a andar de la mano como si yo no existiera y, amanecer con la cola para arriba pues, ya es ganancia.
La tía Petra me buscó ayer en la tardecita; traía cargando en una mano un atado de cebollas de cola larga, y en la otra un sartén tan renegrido que ni la fibra más valiente hubiera podido arrebatarle el tizne. La tía sostiene que comer lo alivia todo: “un buen plato de quelites puede acurrucar un corazón”, decía. Cierto o no, ayer le ayudé a preparar, con esas cebollas y ese sartén, un sabroso guiso de papas encebolladas. A mí se me hizo raro que la tía llegara pardeando la tarde, pero supongo que las angustias y los amores necesitan tiempo para madurar, así que saqué diez papas de mi canasto, para juntarlas con sus cebollas.
Ella estaba sentada en el banco de mimbre con las piernas abiertas y sus enaguas formaban un profundo columpio donde las papas nadaban conforme sus muslos se movían; yo metía la mano en ese cajete de enaguas y mis dedos pescaban aquellas bolas una por una, para luego irlas encuerando hasta dejarlas sin trusa y picarlas en cuadritos. Yo soy sólo, y sólo la tía es mi pariente; como la última hermana de seis, se quedó solterona para cuidar a su mamá. Su mamá, que era mi abuela, no se murió tan pronto como para que la tía se casara, pero tampoco murió tan vieja como para trocarla en palo seco.
Estaba yo atizando la lumbre con el sombrero, cuando de repente me lo soltó… -“ayer vi a la Mariana colgada del pescuezo de Juan Costillas”-. La Mariana, es mi prometida, fui a pedirla como mujer hace dos meses. –Yo creo mijito, que esa criatura, necesita temor de Dios- agregó la tía. Y yo, que aquella criatura no quiero, pero sí necesito, volteé la cabeza despacito para ver si podía tantear las sospechas en los ojos de la tía. No dije nada, sólo me quedé encuclillado aventando más fuerte el aire con mi sombrero hasta que la lumbre empezó a chisporrotear. La tía movió la mano y sacó de su chal una botella con aguardiente. Yo no sé muy bien como hacen el aguardiente, pero se me figura que le sambuten hartos sentimientos, o le ponen deseos de besar a alguien, o le agregan poquito de amargura y poquito de risas, y a lo mejor, le asientan ánimos de matar gente.
El sartén estaba caliente y le recosté una cucharada de manteca, luego echamos revueltas las cebollas y las papas que empezaron a gritar sufriendo aquellas calenturas. Mientras movía el guiso con la pala, busqué comprensión en la mirada de la tía y le dije. – Tú sabes que yo no la quiero, solo la pedí pa´ no quedarme de al tiro sólo y; a lo mejor si me da una cría, pues con eso estamos- pero sus ojos, ya estaban atiborrados de intenciones.
Las papas y las cebollas se parecen mucho, les da por nacer pegaditas a la tierra, nomás que una por arriba y la otra por abajo, por eso se me figura que siempre andan de la mano y si se separan luego se encuentran en diferentes ollas y cazuelas. Así, más o menos éramos la tía y yo. He decir que desde murió mi madre, la tía me atendió. Mi madre, que era su hermana, nunca me encargó con ella, no le dio tiempo el resuello al morir tan de repente, pero supongo que no hizo falta. En nuestro caso, las cebollas y las papas se juntaron una mañana en que yo, por mi modorra, no salía de la cama y, es que con mis doce años me la vivía debajo las cobijas; pero en esa ocasión la tía llegó con un montón de sudores a acostarse sobre mí, y así mero fue como mi catre se puso como sartén caliente. Recuerdo las carnes duras de la tía, recias de tanto caminar, de tanto andar; de andar de aquí para allá. Desde aquel día, guisábamos a menudo siempre por las mañanas.
Se cocinaron las papas encebolladas y el aguardiente comenzó a conversar con la tía y le renació el recuerdo. –Queridito,- me susurró por el pescuezo- ya no te tienes que preocuparte, ya la Mariana, no nos puede molestar, ya no te puede ofender más-. Con el cuchillo en la mano, me quedé atontado mirando el guisado en el renegrido traste. De pronto comprendí los dichos y pasó la cosa muy rápido. Ahora, estoy en el mismo catre donde todo comenzó, veo debajo de mí, los ojos de la tía y siento como mi panza sostiene sus tripas que se hallan de fuera como flores de sapo naciendo en su vientre; yo aún sostengo el cuchillo con el que corté las cebollas, no quiero mirar sus tripas, así, que sólo puedo estar, “con la cola para arriba.”
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