Las luces de un pequeño árbol navideño se encendían una después de otra, acomodadas entre las ramas polvorientas y marchitas. Eran el único adorno en la casa antigua de un anciano jorobado y débil. Se asemejaba al decorado de aquel arrinconado arbusto. Con los mismos desgastes de tiempos que fueron mejores; sus manos tan similares a las arrugas del tronco casi quebrado. Las esferas eran las únicas que brillaban a pesar de la tierra que las cubría y la estrella que tenía que ir arriba de manera simbólica, había sido robada o perdida. Y el viejo, se acomodaba en su sofá justo en frente de aquel objeto para sentir que estaba en sintonía con las fiestas. Tomaba su café y veía, ir y venir la luz que se encendía de diferentes colores para sentirse tranquilo.
Afuera hacía un frio congelador que azotaba con ligeras lluvias, como un látigo constante. Habían pronosticado nevada, sin embargo no llegaba. Las ventanas de la casa, parecían hielo y el agua que no estuviera caliente se congelaba después de unos minutos. Esto para el viejo Lucas, era la llegada de nuevos dolores que despertaba el cuerpo. Llegaban sin avisar en las rodillas, después en las articulaciones y finalmente en todas las extremidades. Por ello, decidía permanecer todo lo que podía sentado cubierto con su cobija, creía que así retrasaría el dolor.
Veía las fotos que estaban a un lado de su sofá y evitaba deslizarse hacia la nostalgia que lo perseguía en las noches cercanas a la navidad. En las fotos sus dos hijos sonreían y su esposa seguía viva. Como anhelaba adentrarse a ese pequeño recuadro que inmovilizaba el tiempo; ahí estaba su verdadero regalo. De pronto, la soledad llegaba como un cruel tirano y lo despertaba de aquel recuerdo. El frio y los dolores no eran tan agotadores como aquellas emociones que llegaban de golpe; lo hacían temblar y en ocasiones derramar alguna lágrima. Cuando eso ocurría caía dormido, ya que el sueño podía ahuyentar la melancolía. Y así fue, tiró la foto al suelo mientras se dejaba dormir. En sus sueños solo escuchaba la voz de su esposa que susurraba su nombre como un eco en un espacio oscuro, después la voz se apagaba y aparecía la luz de una vela que alumbraba el lugar.
Se levantó de aquel sueño con sorpresa y al abrir los ojos, nos sabía donde se encontraba. Se sentía perdido. De inmediato gritó el nombre de sus esposa: ¡Lidia, Lidia! después, buscó a sus hijos y al encontrarse con el silencio que lo envolvía en la ausencia, se paró del sofá. Entonces sus huesos se congelaron y las rodillas no respondieron, llevándolo al suelo como la madera que cae rígida. Ahí en el suelo, recordó entre imágenes sucesivas a sus hijos y las luces del árbol lo regresaron al momento presente. Cayó en cuenta del olvido de sus hijos hacia él.
Con fuerza de unos músculos casi rotos, se levantó del suelo y tomó su manta que lo cubría. Se quedó frente al árbol como si mirara a un rival de antaño. Los monstruos del pasado le daban vida a ese pino y sus luces lo perturbaban. Lo tomó de una rama y quiso tirarlo pero al ver su reflejo en las esferas, omitió su castigo. Salió de la sala y fue por otro café. Buscaba permanecer despierto, aunque la vigilia también fuera agotadora.
Salió hacia el jardín y notó que la lluvia se estaba convirtiendo en nieve. Su nariz se volvió roja y su barba se cubrió de blanco. De pronto, una tos flemática, le produjo un dolor en el pecho, regresó a su sala algo asustado. Se tomó el café de un trago, creyendo que el calor del líquido le reduciría el malestar. La reacción fue la contraria, la tos se agravió y se echó en el sofá como una torre que cae débil.
La tos trajo consigo fiebre y la fiebre buscaba salir con sudor. Su cuerpo se empapó de agua caliente que emanaba de cada arruga de su piel. Inevitablemente volvió a dormir. El sueño como una máquina del tiempo lo llevaba al pasado, a otras navidades con su madre, su padre y sus esposa, cuando fueron novios. La vida se reproducía sin detenerse, los recuerdos de las vísperas se proyectaban, el amor volvía a fluir y la felicidad no era ilusoria mientras siguiera dormido. Entonces, sintió como una mano anónima sujetaba la suya y una voz tenue le susurraba: ven conmigo. Sonó el teléfono y lo despertó de golpe.
Quiso levantarse para contestar, pero su cuerpo temblaba sin detenerse, a pesar de que intentaba detenerlo. Con un movimiento rápido tomó el teléfono. Del otro lado de la llamada estaba uno de sus hijos. Le preguntó que como se encontraba y el anciano solo pudo decir que estaba bien. Su hijo le prometió que iría por él en unos días y Lucas solo dijo que lo esperaría. Colgaron y la emoción de la llamada lo sacó por un momento de su malestar. Tomó la cobija y se limpió el cuerpo pegajoso de sudor.
El frío de afuera entró a la casa como un fantasma que se apodera de todo el lugar y en unos minutos la esperanza de calor se esfumó. El viejo, buscó por diferentes medidas calentar su espacio pero la debilidad lo regresaban al sillón. La noche congeló las casas y Lucas por primera vez en su vida veía venir a la muerte. Con la fuerza de su espíritu combatió contra ella, pero la fiebre aumentaba y respirar era como clavarse una daga.
De arriba del árbol surgió una luz que se expandía similar a una estrella. Crecía tanto que el frio se extinguió y esa iluminación creó la silueta de Lidia. El viejo Lucas, la veía con una sonrisa de profunda alegría. Toda la figura de su esposa despertó la vida de aquel moribundo anciano y los dolores como la muerte no eran mas que sombras del pasado. Lo levantó del sofá y cuando la luz cubrió todo el lugar, él logró abrazarla como en las navidades de sus mejores días. Lucas cerró los ojos y por fin logró descansar.
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