Hace unas semanas ocurrió un accidente en el edificio en el que vivo. Un incendio. A la madrugada, en el departamento vecino. Más allá de las pérdidas materiales (que podrían haber sido demasiadas) el asunto no pasó a mayores. El joven que allí vivía salió ileso. Pero ha abandonado por completo la idea de vivir en aquel sitio. No es para menos. Su vida peligró. Desde entonces, me invade frecuentemente una sensación de constante preocupación. ¿Y si mientras duermo algo se incendia? ¿Y si eso pasa y estoy sola? ¿Y si no puedo salir? Y si… Mi mente me tortura con estos pensamientos alarmantes. Cada noche me acuesto con la terrible sensación de que tal vez aquel haya sido el último día de mi vida. Al despertar y ver que aún respiro y que todo está en su lugar, me relajo. Tengo otra oportunidad. Sin embargo, la secuencia se repite cada noche.

¿Qué es esta sensación tan atroz, tan impertinente? ¿Por qué me ha arrebatado la tranquilidad? El temor. En mi escrito previo, titulado «crisis» (si no lo leyeron, los invito a hacerlo), presenté un primer panorama acerca de cómo se produce el temor. Una sensación que genera inestabilidad en quien la padece, una sensación difícil de controlar. El temor es producto de los cambios. No importa cuál sea la naturaleza o la dimensión del cambio, saber que la comodidad en la que uno se encuentra (o se arma) puede desestabilizarse a causa de un fenómeno nuevo, disruptivo, no es algo fácil de aceptar. Todo cambio produce incertidumbre (la gran pregunta trágica «¿qué hago?»). A veces hay temores que podemos enfrentarlos, vencerlos; pero hay otros que nos controlan. La incertidumbre es tanta que cedemos ante el miedo, al punto de apoderarse de nosotros. De manejar nuestras acciones, nuestra forma de ver el mundo, de compartir.

Temo, inevitablemente, que ocurra una situación semejante en mi departamento. Pero temo aún más no saber cuándo o cómo podría llegar a ocurrir.Temo porque no sé. Quiero conocer esa información para poder manipularla a mi favor. Pero no puedo. Temo porque sé que no puedo. Entonces todo se hace un barullo: mis pensamientos, mi razón, mis sentidos…Todo está frágil. Aúllo de furia ante quienes no tienen la culpa.

El temor es tan fuerte que empiezo a ser alguien más. O mejor dicho, mi yo se inhibe. No puede combatir contra un oponente tan poderoso. Por temor al fracaso dejo de hacer lo que me gusta; por miedo a amar y no ser correspondida, cierro mi corazón; por temor a las críticas del mundo, me escondo. Huyo. El verbo en griego fobéo, que forma palabras como fobia, significa «hacer huir; poner en fuga; espantar». El miedo me presiona a huir. De mí, del resto, de todos y todos. El miedo a los cambios, a tomar decisiones, el miedo a la verdad, al amor, a la muerte, a la soledad, a la compañía, a la felicidad, a la enfermedad… Infinitos son los miedos. ¿Y cuantas son las herramientas para combatirlos? Solo una. Uno mismo. Esta, más que una respuesta, parece un problema. Pero es la verdad. Solo yo puedo enfrentar esta situación. Solo yo puedo vencer mis miedos. Para ello debo tomar decisiones.Y aunque tema equivocarme al elegir, al menos sé que pude hacerle frente a un miedo. Al arriesgar algo siempre ganamos.

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