Miro en la abertura que rompe con tanto cemento, los edificios siguen estáticos y pasa un barco. Escucho el sonido del viento, me siento en la cama y en la tv el sonido esta en off. La persiana se mueve, me estremezco. Frío mental. Calor corporal. Muevo mi cabeza abruptamente y guío la mirada a los árboles, quietos como la luz de la calle, quietos como los edificios que se elevan sobre ellos, pero sigue moviéndose la persiana. Dejo de mirar hacia la ventana enfocándome en la abertura, en los troncos, en la madera, primerísimo primer plano, aserrín; entre tantas texturas busco en los archivos el aroma a madera.
El perro sobre la terraza, ahí el viento si recorre espacios libremente y se genera el movimiento.
Otra vez la madera, otra vez la cabeza de perro, el hierro caliente y mi viejo diciendo que me puedo quemar. Cerramos la puerta pero antes vemos unas chispas intrépidas escapar hasta su extinción.
Cuantos rituales nos anteceden, ¿habré pintado mi cuerpo para alguna ocasión?
Mi viejo, el sur, el faro y el mar.
Otro barco, triángulos y rectángulos, silencio a la distancia. Silencio y soledad.
Las nubes tocan la cima, recorren espacios lejanos. Los túneles y sus arcos, mi maquina resuena en un eco sin fin, fuerza descomunal de mis dedos y la tinta despreocupada.
Mi viejo, un nuevo barco y la brisa mueven el molino. El molino mueve el agua. El agua se agita con el barco. Y así pasa la cinta y pienso en mi viejo, el viento, los barcos y el faro que aguarda su retorno.
El “Barba” me pide que le dé un final diferente, en el que un puerto espera que lleguen aquellos viajeres y no, no puedo negarme. En el puerto les espera, ver el sol desde el fin del mundo, con esos colores vibrantes que se alegran posar sobre su rostro y verlo por ahí, como siempre inconmensurable.
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