Había una vez una jovencita muy alegre y risueña, de nombre Judith, que disfrutaba sobremanera de sentarse a solas en el sofá a recordar y pensar…
Debía tener unos 16 años cuando creyó haber sido víctima de la peor de las traiciones. Dan y Monse, sus mejores amigos de toda la vida estaban enamorados y habían empezado a salir en secreto.
Cuando Judith finalmente se enteró, su inseguridad adolescente se apoderó de ella, de su linda personalidad, opacando su naturaleza bondadosa.
“¿Por qué no me dijeron? Los mejores amigos se cuentan todo. Me lo ocultaron para que no me enojara y terminaron haciéndome enojar por no haberme dicho”, afloraron los pensamientos destructivos a borbotones, afectando a nadie más que a ella.

“Por mucho tiempo creí que una cosa, ahora insignificante, como ésa, definía por completo nuestra amistad y la relación que tienen otros conmigo”, piensa ahora contemplando el techo, mientras el caluroso verano le arrebata a la paleta helada de limón una gotita y la deja caer en su blusa blanca.

Cuántas cosas le siguieron a ese recuerdo. Cuántas lágrimas no derramó nuestra querida y tan sensible Judith. Cuántas veces no creyó que era el fin, que quería morir, que no podía ser más infeliz. El fallecimiento del cachorro, la ruptura con el primer amor, la enfermedad de la abuela y su posterior muerte lenta, dolorosa.

¿Cuántas veces te rompiste, Judith, en tan sólo dos años? ¿Cuántas veces creíste, ingenua, que era la noche más oscura de tu alma?
¿Qué fue lo que cambió? ¿Te quedaste seca, inerte? ¿Insensible? ¿En qué momento desarrollaste semejante resiliencia? Ésa con cuyo respaldo hoy le sonríes a la nada. Esa voz en tu cabeza (¿o en tu alma?) que te asegura que todo va a estar bien, que te hincha el pecho con euforia, que te llena el corazón de amor puro, sereno.

Lo piensa un momento. Escucha. Observa. La velocidad de los pensamientos que arrasan su mente, mezclados con otra infinidad de emociones y sensaciones de todas las gamas, colores, olores y sabores habidos y por haber, contrasta con la lentitud de la paleta al derretirse.

Piensa en ello y suelta una risita. La ironía. La paradoja.

¿Qué cambió, en qué momento? No lo sabe con certeza. Quizá nunca lo sabrá.

“Por su derecho a la intimidad”, concluye en voz alta. “Por eso no me lo dijeron. Así de simple. Por mera confidencialidad. No quisieron, nada podía obligarlos y nada tiene que ver con la amistad”, enuncia mientras se incorpora, aún meditabunda.

La paleta se ha derretido por completo.

“Creo que sólo soltó la necesidad de control”, le pareció escuchar decir al espectador.

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