Lo miro mientras juega, ajeno a todo. Esta sentado y arranca trocitos de hierba, intenta cruzarlos como si fueran pequeñas espadas verdes que  quedan atrapadas entres sus dedos torpes, gordezuelos, con pequeñas ranuras, hendiduras que acaban en montoncitos de carne rosada, suave y nueva.

Palmea el suelo, lo golpea con fuerza: uno, dos, tres . Vuelve a empezar: uno, dos, tres , cuatro…

Así varias veces hasta que para y lleva las manos hacia su cara.  Las mira asombrado, concentrado en ellas, las lanza hacia arriba en una expresión de poder y jubilo: le pertenecen, hace con ellas lo que quiere, le obedecen, son suyas.

Llevamos un rato aquí fuera y ha empezado a hacer calor. A ratos aparto la vista de el y siento el sol en la cara, en los hombros desnudos. Extiendo las piernas y me subo la falda mientras que con la punta del pie derecho me descalzo el izquierdo. Me quedo así, un pie dentro de la sandalia y otro fuera 

Se vuelve hacia mi y me enseña lo que tiene: su campana roja, la pelota verde, el dinosaurio amarillo y marrón …cada vez que levanta algo mueve su barbilla hacia abajo, de forma repetida, rápida, como asintiendo de forma exagerada. Se que sabe gatear, que podría venir hacia mi, pero no lo hace. Yo tampoco voy. Estamos cómodos así.

Presiento que ella esta detrás.  Nos mira desde la ventana de la cocina, me llama, estoy segura de que grita aunque no puedo oírla. Quiere abrir esa ventana pero nunca ha sabido desbloquearla. Hace unos minutos ha ido hacia la puerta del jardín, pero la he cerrado por fuera. Debe estar rabiosa, enloquecida, gritando que se lo va a decir a el cuando llegue, que no me puedo quedar sola con el niño, que lo va a llamar ahora mismo, me voy a enterar, volveré al sitio del que he salido….

Cierro los ojos, sonrió pensando en un jardín cerrado.

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