La más pequeña de la familia se levantó de la cama a medianoche, ya que los nervios no la dejaban conciliar el sueño. – ¡Paula! ¡Paula! – gritó para despertar a su hermana melliza. Esta, con la voz ronca y los ojos hinchados, se incorporó a duras penas en la cama, con la intención de hacer dormir a su hermana. – Vamos Judit, tenemos que ir a dormir, sino mañana no tendremos regalos bajo el árbol… – dijo a medida que se levantaba para meterse en la cama de la pequeña.
Paula siempre cuidaba de su hermana Judit; aunque fueran mellizas, Judit siempre se consideró como la más pequeña, ya que necesitaba mucho más de la ayuda de su hermana.
Tras llevar tumbadas un buen rato, Judit finalmente empezaba a cerrar los ojos, hasta que de la nada, las pequeñas escucharon cascabeles. – ¿Has oído eso? – Preguntó Judit. – ¡Si! ¿De dónde crees que vendrá? – respondió Paula incorporándose de nuevo en la cama. – ¡Mira! ¡Allí! – Grito Judit mientras corría hacia el gran ventanal que se encontraba a los pies de sus camas, en la pared más alargada del cuarto. De pronto, un carruaje dorado con matices blancos y rojos cruzó por delante del ventanal. El ruido de los cascabeles aumentó, y vieron claramente el carruaje tirado por varios renos. Durante unos segundos dudaron, pero entendieron perfectamente lo que estaban presenciando al ver caer polvos dorados de la parte baja del trineo. De repente, el carruaje dio media vuelta y lo pudieron ver todo con mucha más claridad. Allí mismo se encontraba el famoso reno de nariz deslumbrante, que guiaba al resto a lo largo del trayecto.
– ¿Qué es todo ese ruido? – preguntó Íngrid, quien se encontraba en una cama elevada al fondo del cuarto. Íngrid era la hermana mayor, la que siempre se hacía cargo de las demás y les seguía las bromas para reír durante un rato. – ¡Mira, acércate! – dijo Paula mientras las pequeñas miraban a su hermana mayor. Ingrid se acercó lentamente para mirar a través del ventanal, donde solo encontró un paisaje nevado con un cielo lleno de estrellas. – ¿Qué se supone que debo ver? – preguntó. Las pequeñas volvieron la vista hacia la ventana para encontrar el cielo vacío. – ¡Te juro que lo he visto! ¡Estaba justo aquí! – exclamó Paula, quien al mismo tiempo miraba a su hermana con cara de tristeza. – Anda, vamos a dormir que mañana hay que despertarse temprano – repitió la mayor. Acto seguido, cada una de las niñas se metió en su respectiva cama, pero las dos pequeñas no consiguieron dormir.
A la mañana siguiente, cuando el resto de la familia ya se encontraba en el salón de la casa, las pequeñas bajaron corriendo para encontrar una pila de regalos empaquetados en papel de colores repartidos por toda la habitación. Aún y estando emocionadas por los regalos, lo primero que hicieron fue acercarse a su abuela. Se dispusieron a contarle lo que había pasado la noche anterior, pero la anciana soltó una carcajada y, al igual que el resto de la familia, dio a las niñas por locas.
Las dos pequeñas estaban seguras de que lo que habían visto era real, pero no podían demostrarlo de ninguna manera. La familia asumió que había sido producto de su imaginación, pero estas lo negaban rotundamente.
El nombre de pequeñas soñadoras se les quedó por siempre, aunque ellas en el fondo sabían que lo que vieron aquella noche era real, no era un sueño. Lo que vieron fue magia en su naturaleza más pura.
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