Había una vez, una luna que tenía miedo del anochecer y, un cielo que, tenía miedo a la luz del sol.
La luna, símbolo femenino receptivo, conectada con la intuición, la magia y el silencio tiene miedo a la oscuridad. La oscuridad no es más que su propia esencia…, la que le permite brillar, su hábitat natural dónde se expresa el misterio, la sensualidad y su propia belleza.
El cielo, el gran padre, racional, firme, disciplinado y trabajador cuya mirada nos permite reconocer el propio valor, tenía miedo a la luz del sol. La luz del sol es poderosa, pues es nuestra conexión directa con la divinidad masculina, la energía que nos permite materializar cualquier sueño. Es tanto su poder, que hasta el propio padre se ciega.
Y esa es la encrucijada desde la que parte nuestra historia. Una luna que niega su propia esencia, femenina y perfecta, tal cual la inquisición negó a las brujas su belleza, tachándolas de oscuras, temidas, misteriosas hasta reducir la esencia femenina salvaje en un reducto de virginidad y bondad mal interpretadas, convergiendo en una mujer que tacha de feos a sus genitales y cubre con un velo su cuerpo o lo plastifica… formas paralelas de negarlo. No dista mucho de ella el gran padre, rígido, autoritario e intransigente que oculta tras de su muro el gran hombre que el mundo hoy necesita, evadiendo el amor, negándose su propia aceptación y, empleando su fuerza para luchar contra si mismo tal cual macacos encerrados en un zoo.
La luna, en su temor, decidió no salir en la oscura noche y, el cielo, a su vez, decidió no ver el amanecer pues temía cegarse con los radiantes rayos del sol.
Y el miedo es poderoso, dicen que su único posible rival es el amor. El miedo paralizó a la luna y también al cielo. Entonces no volvió a haber ningún nuevo amanecer, ninguna nueva oportunidad, ninguna nueva luz y, por supuesto, ninguna sombra, para no sentirnos juzgados, para sentir que estamos en lo cierto, que tenemos razón y no existe ninguna otra posibilidad.
Fue así como se detuvo la noche y el día: en la tenue luz del alba. Todo era quietud, silencio, nada sucedía…
La inercia se convierte en nuestra única verdad…, la nada.
El tiempo pasaba y sólo existía la luz del alba en un inmenso silencio y vacío dónde absolutamente nada sucedía. Excepto una cosa: la luna, impasible ante la decisión tomada, sintió cierto consuelo, teñido de alivio, al no tener que enfrentarse a la oscuridad de la noche y, el cielo, por su parte, se complació con no tener que ver al sol que, para su gusto, era ostentoso pretendiendo acaparar la totalidad de su propio espacio.
El ego no es más que la autoafirmación de nuestras represiones inconsistentes. El autoengaño bajo el cual justificamos que las cosas sean como son. El silencio y absoluto vacíos permanecen en nosotros e intentamos eludirlo, negarlo e incluso condenarlos pues de alguna forma nos incomodan…, al unísono en que nuestro ego se reafirma, se consuela, se tiñe de alivio, se complace y proyecta hacia fuera lo que no se atreve a mirar por dentro.
Ninguno de los dos tenía pensado dar su brazo a torcer…
Son un consuelo y regocijo pasajeros, ciertamente cómodos, se convencen de que no darán su brazo a torcer. Uno quisiera creer que con su determinación se está esforzando y posicionando. Pero…, ¿quién somos nosotros para juzgar lo que es nuestra propia naturaleza?
Y, mientras tanto, los días se sucedían sin noche y, las noches sin día…, hasta que ocurrió algo inesperado.
Quisiéramos creer que lo tenemos todo controlado que negarnos y desconocernos puede ser en realidad nuestro camino. Pero siempre hay algo que queda fuera de nuestro control, algo más profundo que tiende a su equilibrio natural y nos sorprende.
La luna, repentinamente, dejó de percibir su propio reflejo, no se hallaba a sí misma. ¿Dónde estaba su brillante y hermoso cuerpo? Ni su luna llena, ni su creciente ni su cuarto menguante podía ver… ¡Ni siquiera, en su luna nueva, podía reconocer su falta de presencia! ¿Qué le había sucedido?
La desconexión con tu propia esencia tiene un precio y, de alguna forma, la gran madre naturaleza tiene como misión recordárnoslo. ¿Cómo pudo la luna dejar de percibir su propio reflejo? Ni su luna llena, ni su creciente ni su menguante…, ni siquiera en su máxima ausencia, su luna nueva, podía reconocerse. La desconexión llevada al extremo no nos permite siquiera reconocer nuestra total ausencia y separación del camino. Es esa fase en la que tan sólo somos transeúntes en el camino de la vida…, quizás autómatas robotizados con preocupaciones fútiles y efímeras… Es ahí donde nos proyectamos en el exterior y afirmamos que el mundo no funciona, que hay algo erróneo. ¿Pero tendremos suficiente humildad para reconocer nuestra propia desconexión con la vida? ¿El total abandono de nuestro propósito?
El cielo, por su parte, no fue menos. Súbitamente, había dejado de sentir su infinidad y, tampoco podía sentir la vida que antes llenaba su espacio. Ni siquiera el eco de su voz ancestral podía escucharse en él. Sentía ahogarse en un espacio coartado y asfixiante. ¿Qué le estaba sucediendo?
El gran padre, por su parte, ha empleado gran parte de su energía en no permitir que irradien en su espacio los rayos de sol, es decir, no se permite ser total. Energía mal empleada fruto de una masculinidad mal entendida, basada en la austeridad y la fuerza. Al fin y al cabo, ¿quién podría sentir su infinidad sin aceptar su totalidad? Generaciones de hombres dedicados a la guerra que han negado su necesidad de amor. Generaciones de niños con ausencia de un padre de quien recibir aprobación. Estragos de una sociedad patriarcal no alineada con la naturaleza del amor y eso tiene un precio tan caro como asfixiarse, no sentir un espacio dónde poder respirar, el bloqueo del “chi”, el hálito de la vida que, muchos hombres intentan compensar fumando con la esperanza inconsciente de volver a respirarlo a la par que agonizan lentamente mientras el mónoxido de carbono se acumula en forma de manto negro en cada una de sus células o, quizás, otros no más afortunados, embriagan con etanol su vulnerabilidad mal entendida o su anhelo de amor propio.
Al parecer, ellos no eran los únicos afectados… Pues el mar, también sufría la falta de la noche y del día… inmerso en la infinita luz del alba, sus mareas no se podían suceder. Entonces, la furia se adueñó de sus aguas, tachando al cielo de pedante y, a la luna, de cobarde.
Y, desde luego, todos somos los afectados por este desequilibrio entre nuestra naturaleza femenina y masculina. Pues el mar, el representante del inconsciente colectivo según la simbología de Carl Jung, es el primero en manifestar su malestar. Pues somos parte de la naturaleza y a la naturaleza nos debemos y, por tanto, nuestro desequilibrio masculino-femenino no podía pasar desapercibido para el mar, la totalidad de nosostros: sus mareas no se podían suceder. Nuestro ciclo natural de nacimiento-vida-muerte-renacimiento no se puede suceder. Entonces la furia se adueñó de sus aguas, esa emoción tan temida por nosotros, tan castrada, la ira, la misma que, mal encauzada, ha liderado todas las guerras con acusaciones bidireccionales que intercambian lo pedante y lo cobarde.
El viento, no fue menos y, en su reproche, castigó al cielo con huracanes y, a la luna, le escupió basura para que pudiese verse reflejada en ella…
El viento, el símbolo del aire que conlleva nuestros sueños, nuestra creatividad, nuestra fe y nuestra esperanza que se deshacen en forma de huracanes, escupiendo basura a la luna para que pueda verse reflejada… Nuestros sueños se reducen a escombros, a cenizas… ¿Quién no tiene sueños? ¿Quién no los tuvo alguna vez?
La luna, se sintió culpable y, dispuesta a pagar su pena, se lanzó al más profundo y oscuro vacío del universo dónde sólo la muerte podía sobrevivir.
La luna, ese ser sensible que amaga en su interior el amor infinito, no podría no compadecerse de tanta destrucción y, como no, ya hecha al uso y convicta de su pecado original tal cual Eva en el Edén y, su necesidad de recibir castigo, se dispondría ella misma a lanzarse al más profundo y oscuro vacío, al dolor y depresión más profunda en el que las mujeres se han visto sometidas durante décadas de un amor castrado. Esa cualidad otorgada a la fémina de sentir un dolor tan profundo equivalente a la muerte dónde generaciones de mujeres se han quedado orgullosamente ancladas hasta tal punto de conmemorarlo en la procesión de Semana Santa.
Ante tal panorama, la tierra empezó a temblar de miedo. Temblores primero secos, angustiosos, cada vez más rápidos hasta hacerse irrefrenables al tiempo que su cuerpo se quebraba en múltiples brechas que partían su propio corazón. Ante su imperioso temblor, la furia del mar cedió de forma abrupta y, el viento se paralizó. La tierra gemía en su dolor en un estruendo estremecedor mientras su cuerpo se quebraba en infinitos ríos de lava incandescente.
¿Y qué podría hacer la tierra, nuestra gran madre, el amor incondicional, frente aquel panorama sino ponerse a temblar de miedo? Temblores primero secos, angustiosos, cada vez más rápidos hasta hacerse irrefrenables al tiempo que su cuerpo se quebraba en múltiples brechas que partían su propio corazón. Cuando la gran madre, nuestra gran dadora, la que está siempre ahí para abrazarnos y nutrirnos, cuando ella tiembla, el mundo entero se paraliza y se conmueve pues ella es nuestro todo. El mar, el inconsciente colectivo, deja de quejarse; el viento, nuestros sueños, se paralizan expectantes. Todo es silencio a su alrededor, asombro, pánico, expectación, tantas emociones encontradas, pues ella lo es todo, tiene esa capacidad innata de amamantar, nutrir, de ser incondicional… pero, cuando su corazón se parte, ese estruendo es estremecedor y ya no hay vuelta atrás… Su grito es su fuego y, su lava, conlleva el poder de la transformación… pues así es el elemento fuego, une pasión, ira y transformación…, por eso es tan temido porque tiene ese poder de llevarnos a aquel lugar dónde no habíamos querido mirar, al interior. Pero eso nos cuesta un precio, mostrar nuestra vulnerabilidad, abrir nuestro corazón, mostrar nuestras heridas que queman, que hierven, que duelen y nos convierten en víctimas de nuestros sueños… Cuando la gran madre se muestra, puede ser devastador, aterrorizador. Tan sólo un acto verdadero de compasión y perdón podría devolverle la paz.
Mientras la tierra moría a sus pies, el cielo se dio cuenta de su error y, en su congoja, imploró perdón y, en su estallido, ocupó lo infinito de su espacio e invocó a los más viejos espíritus en un baile indómito y salvaje al tiempo que abrazaba a la tierra y ocupaba la totalidad de su espacio. Se rindió en alma y corazón para prestar su servicio al sol, entregándole la inmensidad de su cielo para que irradiase su luz.
A veces debemos morir para renacer de nuevo, para enmendar nuestro error, incluso un error colectivo, un error inconsciente o un error heredado. Con nuestra muerte también muere nuestro ego y esa es nuestra única posibilidad de transformar el miedo en amor, la vanidad en humildad y, la culpa en perdón. Esto sólo podría suceder si tenemos el valor suficiente para danzar con nuestra alma y conectar con nuestra sabiduría ancestral. El gran padre cielo muestra por primera vez su auténtico valor, logrando bajar la cabeza para mirar a la gran madre tierra y cuando la mira, observa su dolor desgarrador pero, aun así, es capaz de abrazarla. Abrazándola a ella, abraza también a su dolor y con ello no sólo la calma, la aquieta, la sosiega sino que también se permite a si mismo ocupar la totalidad de su propio espacio para que los rayos del sol irradien en él su luz. Se trata de la reconciliación con la verdadera masculinidad, aquella que es capaz de bajar la cabeza y abrazar el dolor más allá de su propio miedo. Y ese reconfortante abrazo tuvo su fruto, su consecuencia natural que es recuperar lo que le es propio, su sol, su masculinidad integrada, su propio reconocimiento y aprobación.
El sol, en su agradecimiento, entregó su luz para que aquella luna que se hallaba sola y perdida en el infinito Universo, pudiese verse reflejada, pues él sabía que ella era bella y majestuosa y, simplemente, la amaba.
¡Y, es tan poderoso el sol! Ese astro de fuego, de pasión y transformación. Una fuerza bien encauzada es la más poderosa energía, la única que podría entregar su totalidad para rescatar a una feminidad mal entendida… a una luna triste y depresiva que reniega de si misma. Sólo la fuerza materializadora del sol podría brillar de tal forma que la luna se viese a si misma. Un sol, masculino, bien posicionado, es capaz de reconocer simplemente su amor por aquella luna bella y majestuosa y ella, al sentirse amada se permitirá confiar y brillar en la oscuridad de la noche y reflejar su propia belleza, desde el silencio, la receptividad, la magia y la intuición capaz de lograr en un chasquido de dedos lo que la mente racional humana sería incapaz de imaginar.
Se dice que, desde entonces, bailan el vals por la noche y, un tango por el día y, a la luz del alba, con el silbido del viento y la caricia de las olas, hacen el amor.
Es el baile perfecto entre lo masculino y lo femenino, el baile fruto de su propia naturaleza salvaje: el fugitivo encuentro de los amantes mientras bailan un vals en la oscuridad de la noche y el descaro de un tango sin tabús bailado a plena luz del día. Por eso, el viento les premia con el silbido de sus sueños para que los puedan materializar y el mar, nuestro inconsciente colectivo, se sacia, se calma, entra en paz y se deleita acariciándolos con sus olas mientras hacen el amor. Muy al contrario de lo que podríamos imaginar, cuando cada uno de los elementos está en equilibrio dentro de uno mismo, todo es posible.
V. Sairabot
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