El Oro del Infierno

El puerto estaba desierto y oscuro y lo único que se podía oír era el rumor de las olas rompiendo contra las rocas del acantilado. Las estrellas brillaban con intensidad y la Luna se asomaba entre los jirones de nubes reflejando su pálido rostro en la oscura y perturbada superficie del océano.

La silueta de un bote apareció entre las olas, junto con el leve sonido de los remos rompiendo la superficie del océano. Poco a poco se acercaron a los muelles donde descansaba un gran galeón. Pese a tener las velas recogidas era igualmente impresionante. El casco había sido pintado de rojo y ornamentado con una brillante pintura dorada que aparentaba ser oro. Sus tres mástiles se alzaban en silencio hacia la oscuridad del cielo estrellado.

Aquel barco había llegado el día anterior a aquel puerto, según los rumores le había sido arrebatado al Imperio inglés y cargaba con un inconmensurable tesoro.

Más allá de la embarcación se extendía el puerto, extrañamente sin vigilancia. El bote llegó hasta una de las escaleras de mano que caían desde la cubierta principal, uno de los marineros se aferró a ella y ágilmente comenzó a ascender seguido de uno de sus compañeros. Un tercer hombre se quedó en el bote vigilando los alrededores y asegurando una vía de escape para sus amigos.

El primer marinero se agarró a la borda y de un salto se plantó en la desierta y oscura cubierta del galeón. Tras él apareció su compañero e iluminó la superficie del barco con una lámpara de aceite. Juntos se acercaron a la puerta que conducía al camarote del capitán. La habitación contaba con una pequeña cama, un escritorio y una estantería. Sobre la mesa se podía ver aún un mapa desplegado del Atlántico y la estantería se encontraba completamente vacía.

Tras revisar que no se les escapase nada volvieron a la cubierta superior. En ella encontraron una escalera de mano que bajaba a través de un hueco a las cubiertas inferiores. En ellas no encontraron más que barriles vacíos. Habían retirado incluso los cañones y sus municiones. El resto de los camarotes se encontraban tan vacíos como el del capitán o incluso más.

Se iban a retirar ya, decepcionados cuando en uno de los camarotes, bajo una cama encontraron una abertura que esta vez carecía de escalera. Retiraron la cama y observaron lo que bajo el mueble se ocultaba. Tras iluminar la estancia y asegurarse de que no había nadie descendieron de un salto.

En la pequeña estancia se encontraron con una puerta cerrada con cadenas. Un desagradable olor llegaba del otro lado, un olor nauseabundo, un olor a putrefacción, a muerte.

Uno de los dos asaltantes desenvainó un largo y brillante sable, resplandeciente con la llama de la lámpara, y golpeó repetidamente, con el pomo del arma, sobre las cadenas. Tras varios ensordecedores golpes la cadena se quebró y cayó inerte sobre el suelo de madera.

El marino que portaba el sable empujó lentamente la puerta con la afilada punta del arma. Rechinando, la puerta se abrió de par en par, dejándose ver la más inquebrantable oscuridad y, con ella, llegó un olor horrible, una mezcla entre el olor de la sangre, el sudor y la putrefacción.

El pirata que portaba la lámpara estiró el brazo, adelantándola e iluminando la estancia. Era una estancia larga y la cálida y anaranjada luz de la llama no llegaba hasta la pared más lejana. Los dos marinos entraron lentamente en la estancia, hasta iluminar la pared. Lo que vieron a continuación fue horroroso. Un hombre se hallaba muerto colgado de una cruz con forma de X. Su vientre estaba vacío, al igual que las cuencas de sus ojos, y se le había arrancado los labios, dejando ver la sonrisa de la muerte.

Los marinos con muecas de profundo horror en su semblante se dieron la vuelta intentando huir, pero la puerta de la sala se cerró estrepitosamente. Con el miedo invadiéndoles intentaron abrirla a base de golpes y empujones, pero nada de lo que hacían surtía efecto.

Rendidos se dieron la vuelta y vieron en el suelo un gran pentagrama que comenzaba a iluminarse y más tarde a prenderse en fuego. En el interior de este se podía ver lo que los marinos supusieron que eran las vísceras del hombre sangrientamente expuesto ante ellos.

Y entre torbellinos de fuego en el centro del pentagrama apareció una siniestra figura, cubierta por un manto y encapuchada y apoyada en un cayado. Lentamente alzó el rostro hasta dejarse ver. El rostro de un horror. Carecía de nariz, sus dientes eran irregulares y estaban desordenados, la piel se pegaba a los huesos, dejando ver un rostro cadavérico. Pero lo peor eran sus ojos, ojos alimentados por el fuego del Infierno.

Al ver sus ojos los marineros cayeron sobre sus rodillas y sus mentes viajaron a aquel lugar del que venía la figura que se les había aparecido. Un reino de fuego, dolor y sufrimiento, hogar de los miedos y de los horrores, prisión de los corrompidos y morada de los seres que recorrían sus montes de huesos, navegaban en sus ríos de lava y respiraban sus aires venenosos.

Los marineros vieron al Dolor y el Miedo encarnados en reyes coronados con la sangre del mundo y sentados en sus tronos de calaveras, blancas y sonrientes.

Cuando los marineros volvieron a su mundo, el hombre crucificado estalló en llamas y como una lluvia de fuego las chispas recorrieron el barco y yacieron sobre su madera, consumiéndola.

La puerta ahora abierta de par en par dejó a los marineros huir entre la tormenta de humo y fuego que los rodeaba. Finalmente, los ladrones llegaron entre ataques de tos a la cubierta principal y desde allí bajaron por la escalera de mano que los llevó hasta el bote que custodiaba el tercer pirata. El bote comenzó a alejarse del galeón, que se asemejaba ahora a una inmensa antorcha, mar adentro. Los marineros con rostros de horror y decepción comenzaron a sentir peso en sus bolsillos. Los hombres introdujeron sus manos en ellos sacando puñados de doblones de oro que caían como un torrente sobre la barca. Doblones con el rostro de la Muerte impreso en su brillante superficie dorada.

Sin que los marineros pudieran hacer nada, el bote se dirigió al fondo del océano a rebosar de pesado oro, llevando a rastras a sus tres pasajeros.

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