—¿Cómo es morir envenenado?
—Para la gran mayoría de las personas, aquellas que no eligieron la muerte para evitar sufrir la humillación tras derrota en la batalla, aquellas personas que no se dejaron arrastrar por la tristeza que sienten que su vida tiene algún sentido, morir envenenado y saber que no pueden hacer nada para contrarrestarlo es algo terrible. Todas las discusiones que tuvieron con sus esposas, sus hijos o sus amantes se convierten en motivos de sospecha. Todos aquellos enemigos pusilánimes a los que perjudicaron a lo largo de tu vida, cuyos nombres olvidaron mientras ascendían al poder y ganaban influencia se transforman, de repente, en dignos adversarios merecedores de su más profundo odio.
Quieren gritar, quieren decirles que se llevaran consigo a todos aquellos que han intrigado contra ellos, e incluso maldicen en sus pensamientos el cuchillo que no esgrimieron contra aquellos cobardes cuya fortuna a pagado su descenso al averno. Y finalmente, cuando ya no les queda nada más, les oran a los dioses para que se los lleven consigo a los campos Elíseos lejos de la podredumbre que ha sido su vida.
Algunas de mis víctimas han encontrado algo de paz. Se han ido al otro lado con una expresión plácida en sus rostros. Una expresión que nunca tuvieron cuando estaban con vida, rodeados de guerras y de enemigos ocultos, temerosos de las sonrisas de la plebe y de aquellos cuyas mentiras podrían destruir su legado.
También he visto los rostros de los responsables de sus muertes. He contemplado las lágrimas de las viudas cayendo como agua del rocío sobre sus rostros, y gritándole a los dioses lo infame que sido la partida de sus maridos en el cortejo fúnebre, mientras sonríen en privado por sus muertes en brazos de sus amantes. He visto a esposos expresar su pesar con la cara compungida, mientras planean en secreto el próximo matrimonio que los hará ascender en la gran escalera de Roma. Y he visto, a viejos enemigos llorar de verdad por la partida de sus adversarios cuyas muertes han dejado un profundo vacío en su interior.
—¿Y eso a que se debe?
—Puede sonar extraño, pero el odio fortalece a las personas tanto como lo hace el amor. Cuando muere un enemigo también muere la parte de nosotros que se hizo fuerte por su presencia en nuestras vidas. Yo tuve muchos enemigos a lo largo de mi vida que trataron de llevarme ante la justicia, movidos por un profundo sentido de moralidad que no encaja con este imperio y sus intrigas. Su lucha me llevó a ser la mejor envenenadora de Roma. Me dio mucha tristeza tener arrebatarles la poca luz que aportaban a este mundo ruin, pero soy una sobreviviente. Hago lo necesario para seguir en pie un día tras otro, como todos los habitantes de esta ciudad.
—¿Crees que alguien me llorará cuando ya no éste?
—Me gustaría poder decirte que todos tenemos alguien que nos lloré. Yo sé que cuando muera, nadie me recordará o visitara mi tumba. Pero no sé si pudo decir lo mismo de usted. Puede que haya alguien en este mundo que aún lo amé. Se que su madre, a muy retorcida manera, lo amó.
—No debí haber mandado a envenenarla, pero es que ella era una mujer difícil. Me daba muchos dolores de cabeza. Siempre estaba conspirando.
—Lo sé. Yo misma fui su envenenadora. Tal vez, no tendría tantos enemigos que lo quieran muerto si no fuese por ella. Tampoco ayuda que haya mandado a construir una villa en el palatino luego del incendio de la ciudad. La gente pensó que usted provocó el incendio.
—Pero yo ni siquiera estaba aquí cuando ardió. No sé de donde han sacado esa idea tan absurda. Yo no quemé la ciudad para construirme una villa. Esta ciudad se incendia a cada rato por cualquier cosa.
—Yo lo sé. Usted lo sabe. Y puede que sus enemigos también lo sepan. Pero la verdad, realmente no importa. Cuando uno tiene mala reputación, la gente cree cualquier cosa terrible que digan sus enemigos. Y es muy difícil quitarse de encima los rumores. A mí me han acusado de matar a cuatrocientas personas cuando no llegó ni a cien.
—¿Es como el veneno que mato a mi madre?
—No. Es un veneno distinto. Algo que hago para victimas de su rango, como usted. Descubrí este veneno mientras viajaba por Egipto, proviene de una planta muy especial. La gente que lo toma suele tener bellas visiones de su vida, los momentos alegres de su niñez, la primera vez que lo abrasaron, el primer beso de su primer amor, o la primera vez escuchó a su hijo llamarlo padre.
—Nunca había escuchado de un veneno así. ¿Cómo se llama?
—En Egipto, no tiene nombre o si lo tiene no es un nombre que yo pueda pronunciar. Yo lo llamó las lágrimas de Locusta.
—Ahora sí que te pasas de irónica. Tú que nunca lloras, le pones tu nombre y el de tus lagrimas a un veneno.
—Nunca tuve hijos. Me parece apropiado dejarle algo especial al mundo que lleve mi nombre.
—¿Y porque lágrimas, porque no sonrisas oscuras o rencor?
—Porque hace llorar de felicidad a quien lo toma por última vez.
—Espero que sea verdad, yo nunca he sido realmente feliz. Me gustaría que llorases por mí, Locusta. Podrías fingir, por un momento que eres una de esas afligidas viudas que llora por la muerte de su marido. Sé que no será real, tienes un corazón más duro que una piedra. Pero he sido un buen patrón. He evitado que te ejecuten cuando te arrestaron por asesinato y te di un trabajo acorde a tus talentos innatos, algo que tienen muy pocas mujeres en esta ciudad.
—Lo haré, mi emperador. No porque considere que sea mi deber, sino porque es mi amigo. El único que he tenido.
—Gracias, Locusta. Es muy triste morir sabiendo que no queda nadie que lloré por tu partida.
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