El nacimiento del mar Egeo

El nacimiento del mar Egeo

Steven Endara

28/08/2021

«Para mi padre,

que me mantiene en pie

en estas turbulentas

facetas de mi vida»

El nacimiento del mar Egeo

Las rodillas de Egeo
crujieron al levantar la pesada mole de piedra. Rápidamente con el pie izquierdo desplaza sus sandalias bajo el bloque macizo, seguidas por la majestuosa espada que empuñaría el legítimo heredero de su reino. Etra
observa la operación del rey con curiosidad. Egeo complacido con la promesa sepultada se dirige a la silenciosa mujer. Con la punta de su dedo índice recorre la piel desnuda del hombro. Etra se ruboriza al recordar los acontecimientos de la noche anterior. Egeo había irrumpido en la estancia de la princesa sigilosamente. Las mejillas del rey de hallaban sonrojadas por el efecto del alcohol. La respiración de Etra se agita con cada paso del intruso de la noche. La luz de la luna alumbra la cabellera del rey, sus ojos verdes brillan, la poderosa mandíbula produce sombras en la faz del rey. Egeo toma asiento cerca de los pies descalzos de la princesa, se miran fijamente. El oliva de sus ojos ha hipnotizado a la princesa desarmándola. La mujer consiente el delicado tacto en sus pies, la sensación continúa escalando hasta las rodillas, se dibuja una sonrisa en el precioso rostro. Egeo
repara en ella y extiende su mano, con su pulgar roza los labios rojos y sensuales, Etra cierra los ojos apreciando cada estímulo. Movida por un poderoso impulso se une a la exploración palpando la barba del rey produciendo el inequívoco sonido de una lija contra la madera. Conmovido, Egeo
deposita un placentero beso en la comisura de los labios. Aquella luminosa noche de luna llena, el rey y la princesa se convirtieron en un solo ser.

Etra retorna de sus recuerdos y escucha la voz de Egeo:

  • Si concibes un vástago mío no se lo cuentes a nadie. Cuando tenga la fuerza para levantar esta piedra pídele que se dirija a Atenas y asuma su posición como príncipe del Ática.

Etra asiente ante la petición del rey.

Un beso se convierte en un adiós.

Etra ve como su amado se vuelve cada vez más pequeño en la lejanía.

La túnica del rey ondea por el viento del Este.

Jamás olvidaré aquellos días en Trecén. Fueron los únicos momentos en los que me sentí verdaderamente amado, deseado. Es un constante recordatorio de mi necedad y de un orgullo inútil que me ha traído más que solo dolor. Debí quedarme con la mujer que amaba. Anhelo reencontrarme con ella y pedirle perdón por abandonarlos.

Ahora Teseo
se encuentra nuevamente lejos de mí. Su valentía comparable a la de Heracles
lo condujo a las lejanas tierras de Creta para aniquilar a la maligna bestia del laberinto. En el Σούνιον (Sunión) maldigo mi falta de gallardía al no poder evitar la travesía de Teseo a una muerte segura. Con lágrimas en los ojos diviso la embarcación desplegando las fúnebres velas negras en señal de luto por todos los hijos de Atenas. Antes de partir supliqué a Teseo que cumpla con la señal. Si salía indemne del temible Minotauro, en el viaje de regreso izaría velas blancas en señal de que se encuentra con vida. Imploré a los dioses que viertan sobre mi hijo de toda su protección.

La funesta barcaza oscila en el mar. Nubes grises y panzudas se aglomeran en dirección al reino de Minos. Percibo tristeza en los rostros de los padres. Impotentes, contemplan la partida de sus retoños y entre ellos se encuentra el mío. Sufren el arrebato de la prole amada porque jamás regresarán.

Anhelo ver su rostro una vez más, subo cada día al promontorio para divisar las velas blancas del barco.

La lluvia empapa mis ropas, el inmisericorde sol quema mi piel, el gélido viento hace tambalear mi espíritu.

Una mañana fría y rebosante de luz, el cansado rey sube al Sunión. El corazón da un vuelco. En la lejanía se aproxima una embarcación con velas negras. Egeo percibe un quiebre en su interior. El amado hijo no ha sobrevivido al implacable destino. Elevando su rostro al cielo, implora perdón a Teseo y a su amada Etra, de nuevo los había abandonado.

La tierra cruje al contacto con las desgastadas sandalias del anciano, camina lentamente al acantilado.

El rey se deja caer a las aguas del mar fundiéndose con él para siempre.


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