Los pájaros del roble

Los pájaros del roble

Felipe Bochatay

15/08/2021

A Daphne du Maurier

Cuando llegó diciembre, en una fría tarde donde el sol comenzaba a trocar su amarillo por el menguante naranja, el viento cambió abruptamente. El invierno se hizo presente antes de tiempo con un impiadoso saludo a través de su viento malicioso. Si bien el frío llega en tiempos más tardíos, con las fiestas de Nuestro Señor, no ocurrió nada extraño más que el infranqueable y sorpresivo viraje del viento que caló entre mis gruesos ropajes y se entrelazó con el calor de mi espalda.

La vida rutinaria de los farmer, que durante siglos labraron estas tierras, está tallada en nuestra sangre, en el rostro, en las manos que cultivan esta tierra, en la forma de beber nuestro wiski y esos cambios imperceptibles para otros, a nuestros ojos son manifiestos.

Las vacas y ovejas se comportaban de la manera más natural que podía hacerlo un animal ajeno a la razón. El establo, su hábitat durante el frío y la noche, fue el refugio que casi instintivo y sin necesidad que mi perro guardián los conduzca al que se dirigieron como si entre ellos hubiera una conexión mental ajena a mi capacidad de comprensión.

Las aves volaban en círculos y se dirigían como siempre, buscando horizontes con más calor para reproducirse y conseguir mejor alimento. El cambio del viento las conmovió, definitivamente, aunque en forma imperceptible dado que realizaron virajes en el aire como si no supieran hacia dónde dirigirse. Algo en el aire distinto se pudo percibir, pero no lo sé con exactitud.

Ese 5 de diciembre me encontraba atacando un mañoso árbol que me impedía ganar unas yardas para el cultivo y la caída del sol junto al cambio del viento hicieron mella en mis huesos que lo percibieron, en particular la cadera, que desde el año en que recibí la patada de un burro en el marcado de Canterbury no volvió a ser la misma. Rápidamente cogí mis herramientas y enderecé mis pasos hacia mi morada.

Mi esposa Emily, devota de la virgen de Nuestra Señora de Walsingham, patrona de las madres con hijos problemáticos y de los enfermos, se encontraba contemplando el horizonte desde la perspectiva que su silla de ruedas le permitía en la planta alta, en nuestros aposentos. Una construcción añosa pero bien cuidada por mis manos constituía la única posesión que mis padres legaran junto a las pocas millas de campo que quedaron gracias a los malos negocios de mi padre. En la planta baja se encontraban los servicios con una pequeña habitación para la servidumbre, la cocina y una larga mesa de madera heredada de mi esposa en donde en mejores épocas se disfrutaron frugales cenas y comidas festivas. Hoy la mesa añora esas épocas aunque nunca faltó comida esta no suele ser ni frugal ni abundante. Y la alegría periódica dejó de sentarse a la mesa para buscar otros rumbos. En la planta alta nuestros cuartos separados por un pasillo apenas iluminado por la luna en la noche.

El manifiesto anglicanismo de Emily había sido corroído desde dentro de su ser de la manera en que el mar rompe las rocas de la costa, lentamente y en forma imperceptible. La razón era nuestro hijo Nolan que había nacido con una maldición, un mal que ningún médico o curandero pudo diagnosticar y menos curar. Su cuerpo crecía como le acontece a cualquier niño pero nunca una palabra o un gesto surgieron de sus labios o sus ojos dado que no lloró ni al nacer. Desde ese día hace quince años que duerme en un sueño profundo.

Emily, luego de dar a luz a Nolan cayó en una profunda melancolía como la diagnosticó el sabio abate de nuestra comunidad que se apersonó a observar el cuadro. Fue muy piadoso al hacer la vista gorda y no atinar a manifestar alguna teoría de brujería. Los años de profundo sentimiento religioso de Emily fueron el salvoconducto que el abate utilizó como estrategia para diagnosticar solamente melancolía.

Al cabo de unos meses de nacido Nolan sufrió una caída desde la planta alta de nuestra morada y al llegar rodando a los pies de las escaleras nunca más volvió a caminar. Sumida en la más profunda melancolía ahora también se encontraba lisiada y postrada con la mitad del cuerpo muerto.

La desgracia parecía golpear a mi puerta, sin embargo mi hijo mayor Oliver fue alistado por el ejército real con sus tempranos dieciséis años. La Casa de Hannover le otorgó la posibilidad de demostrar su valentía en la Batalla de Bergen el 13 de abril de 1759, donde merced a su arrojo, fue ascendido rápidamente llegando a ser el capitán de toda una tropa. De él llegan sólo las cartas que remite desde los confines del mundo pues su carrera, repito con orgullo de padre, fue meteórica. Sin el dinero que remite periódicamente poco hubiera podido hacer frente a los menesteres de mi desdichada posición familiar. Tampoco estuve ni lo estoy en condiciones de arruinar su carrera obligándolo a retornar para que se incorpore a realizar las duras tareas que me han tocado afrontar solo.

Con todo, a duras penas malvivíamos junto a nuestra joven criada Jessica, que generaba más problemas que los que solucionaba. Sin embargo era una fiel y abnegada compañía de mi esposa en sus silenciosas meditaciones. Había llegado siendo casi una niña por intermedio de una lejana familia que sin más la depositó en nuestro hogar con una carta. La niña vino a suplir mínimamente las actividades que mi esposa había descuidado cada vez en peor forma.

Para Emily la única alegría que se podía vislumbrar desde las tinieblas de su melancolía profunda, de esa nostalgia que sus ojos manifestaban a mi mundo vivo, era observar impávida el horizonte desde lo alto de la planta alta de nuestro hogar, desde el enorme ventanal que, descorridas las gruesas cortinas, dejaban entrever nuestras escasas posesiones materiales.

Un centenario roble crecía a los pies de nuestro hogar y sus ramas al mecerse por el viento transmitían un sonido hipnótico cuando no tétrico por la noche cuando no pudiendo dormir me asomaba a la ventana para observar sus ramas en juego con la luna. Su dura madera había sido tallada por los duros inviernos de estas regiones y a fuerza de ser sincero no recuerdo si mi padre o mi abuelo plantaron este bello árbol. Su crecimiento es tan lento e imperceptible que siendo un niño muy pequeño ya era éste muy grande y frondoso y de un tronco grueso, sano y fornido.

Ese 5 de diciembre un pequeño y simpático visitante se había apoderado de nuestro árbol. Se lo podía percibir por sus colores y el repiqueteo característico de estas aves. Era un pájaro carpintero el que se había adueñado del viejo roble.

Supongo que pretendiendo encontrar un lugar mejor que el bosque y ante el cambio abrupto del viento, este pájaro encontró en el roble una madera dura pero apta para alimentarse y vivir, tal vez lejos de sus predadores. En mi caso observar su larga lengua, hasta tres veces más larga que su pico, me llenaba de un asco profundo y por tanto procuraba no ver hacia el roble cuando escucha su característico “taca-taca”. De tan sólo imaginar esa lengua en mis orejas, penetrando hasta mi cerebro, como en algunos sueños que tuve, me retorcía de asco, pero entiendo que era sólo una debilidad de mi espíritu.

Sin embargo, al cabo de unos días, un rictus de color se le comenzó a dibujar a mi amada al sentir, ya que no se si lo podía ver, la presencia de su nuevo compañero, el pequeño pájaro carpintero. Nadie más daba crédito a lo que decía, pues para la poca gente que nos visitaba el rostro de Emily continuaba imperturbable, tan imperturbable como el pájaro carpintero que se dedicaba obstinadamente a su labor rutinaria de picotear a nuestro viejo roble y, que de tanto en tanto, emitía algunos gorjeos justo frente a la ventana de nuestra alcoba.

Jessica por su parte se encargaba de vestir, higienizar, dar de comer y hacer compañía a mi esposa, y además, me informaba de la situación general de ella. Así fue que aquella comenzó a poner de manifiesto el cambio de rictus de Emily cuando, casi siempre por las tardes, este animal se dejaba ver cada vez con mayor asiduidad.

Es algo en los labios, tuerce el pescuezo un poco hacia acá, dice Jessica señalando la derecha. Entiendo que se refiere al acto de observar concentradamente una escena. La falta de educación de la criada era manifiesta y un tema pendiente. Esto ocurría cuando el pájaro se posaba en el árbol frente a nuestra alcoba.

Mientras tanto, Nolan seguía tan imperturbable como siempre en ese sueño ceniciento. Cierta vez Jessica me presentó la idea de llevar el niño a mi alcoba, para que escuche el gorjeo del ave junto a su madre.

Si algo de alegría le produce a mi ama, tal vez en el niño tenga el mismo efecto, dijo Jessica con un cierto aire de orgullo a la par que hinchaba el pecho por su iluminación mental. La niña había crecido a la par que su pecho se había vuelto exuberante.

Su razonamiento era indestructible y huelga decir que en mí nada cambiaba la situación de mi familia, así que la dejé intervenir con lo que Nolan fue trasladado y puesto en una cama frente a la ventana de mi alcoba a los pocos días de la llegada del ave. Con unos almohadones se lo dispuso en posición de ver hacia afuera junto a Emily, pero él sólo miraba hacia adentro. Sus ojos estaban puestos literalmente en nada. Ni las puestas de sol, que al peor poeta le provoca versos elocuentes, en mi hijo generaba más que una gélida mirada hacia la nada misma.

Así pronto llegó la navidad, luego el año nuevo de nuestro señor de 17… Con todo, enero comenzó con la bendición de encontrarme todas las mañanas con tanta nieve que empecé a dudar de la ayuda que pedía todas las noches a nuestro Señor. Si tan solo hicieras que la pala funcione sola, decía para mis adentros, así no debo usarla para permitir la salida de nuestro hogar. Sin embargo mis rezos no fueron oídos pues la nieve caía infructuosamente ese invierno.

Pese a las agrestes temperaturas el pájaro carpintero seguía como un poseso obstinadamente golpeando el árbol. Sin embargo, al cabo de unos días, tal vez a mediados de enero, un nuevo pájaro carpintero hizo sociedad con el viejo para, juntos y al unísono, aporrear el mismo árbol. Por lo poco que entiendo de las ciencias naturales el pájaro carpintero es monógamo, así que en tono jovial sostuve la teoría de que habían formado pareja. Como pareja trabajaban a la par todo el bendito día. Eso me lo decía Jessica cuando subrepticiamente por la noche se dejaba caer tras de mí por el depósito de mercaderías y, Dios me sabrá comprender, sus ropajes no ofrecían resistencia a mis temblorosas y lujuriosas manos.

Pese a nuestros periódicos encuentros con Jessica, ésta siempre mantuvo la fidelidad hacia Emily, cuidándola con el mismo esmero de siempre. Fidelidad que no pude ofrecer a mi amada esposa y por el que voy a arder en el infierno por todos los tiempos. Sin embargo estoy goces exclusivamente sexuales eran una vía de escape para mi atormentada vida junto a las penosas labores de farmer y una familia destrozada por las vicisitudes de esta maldición.

El calor de la piel de Jessica alumbraba mi vida y, a la par que lograba alcanzar el clímax no sin un sentimiento de pesadumbre, era su carne y su espíritu lo que me mantenía con energías para enfrentar mis pesares.

Sus informes daban cuenta de la frenética labor de picoteo de las aves, lo que atribuí a la estación del año en simple analogía por lo que, como los seres humanos, esas criaturas de Dios también sufrían el frío y las angustias propias del invierno crudo.

Llegando a finales de enero, cuando regresaba de mis faenas, y al tocar a la puerta de mi hogar uno de los pájaros carpinteros, el que primero había arribado al árbol, inició desde lo alto de la copa de éste una caída en picada y luego un vuelo rasante sobre la tierra enfilando su duro pico hacia mi persona. Juro por Dios que hasta pude percibir su larga y afilada lengua que entraba y salía de su pico mientras caía en picada sobre mí. De no haberme puesto en cuclillas raudamente el maldito pajarraco hubiera envestido contra mi rostro con su duro pico. Sin mediar ni un suspiro ingresé a mi hogar a trompicones y rodando sobre el piso.

Durante todo el día me mantuve receloso y con el espíritu inquieto atribuyendo mi estado de ánimo al ataque suicida. La piel de durazno de los pechos y las largas y delicadas piernas de Jessica fueron el consuelo para mi espíritu ese día.

Al día siguiente los pájaros no mostraron ningún síntoma extraño, solo su permanente e incesante picoteo en lo alto del árbol. Jessica me recibió en su discreta alcoba de la planta baja, el interminable frío de la habitación fue quebrado por nuestros sollozos y jadeos desmesurados, comprendí en ese momento que de nada servía jugar al amor mudo pues la hermosa Jessica y yo estábamos tan solos en este abandonado mundo a los ojos de Dios y mi esposa tan muerta de espíritu que ya nada podía hacer por ella. Nuestros aullidos de placer se hicieron escuchar en toda la casa como un eco contenido, un volcán que estando dormido por siglos explotaba expulsando todo su contenido. Luego de esa noche las visitas nocturnas se volvieron recurrentes al punto de trasladar mi estar a su alcoba.

Metódicamente Jessica arropaba y acostaba a Emily en la que fue nuestra alcoba junto a Nolan. Sus manos presurosas acomodaban con diligencia los cuerpos entregados a su cuidado y, sin mediar un segundo de espera, iba al encuentro de mis brazos. Finalmente y sin dilación bebíamos wiski y nos entregábamos a ganarnos el infierno en pequeñas cuotas.

Una mañana, luego de haber dormido en el cuarto de Jessica, emprendí mis tareas con el hacha a hombros dado que me propuse conseguir más leños en el bosque lindante. Sin embargo, al momento de girar sobre mis talones y habiendo olvidado el percance anterior, al cerrar la puerta, ambos pájaros carpinteros emprendieron su ataque sobre mi persona. Con un redoble de hacha pude torcer el destino de las aves que giraron en redondo sobre mi cabeza, se elevaron y dejaron caer nuevamente hacia mí. Hacia mis ojos. El resultado de la refriega fue por mi parte unos picotazos en las manos y para las aves una huida cobarde hacia lo alto del roble.

Cuando comenzaban a sanar mis manos un evento rompió la tranquila monotonía de mis posesiones. El primero de febrero despierta de su melancolía profunda mi amada Emily. No tengo palabras para describirlo, ni intenciones de crear suspenso, ha despertado Emily. Casualmente la noche previa había decidido recostarme en nuestros aposentos dejando el lecho de Jessica para otra oportunidad. Así las cosas, quien primero vio los rayos del sol fue Emily, que sin mediar palabras y como si despertara de un profundo sueño que había iniciado años atrás, comenzó a vestirse luego de descorrer las oscuras cortinas de la ventana que daba al roble. Mis ojos no daban crédito de lo que estaba ante mí.

En un santiamén, como si hubiera acumulado energías durante su letargo, tomó posesión del hogar, dando órdenes a una atónita Jessica que, dicho sea de paso, vio peligrar su ascendencia sobre mi persona. Comprendió de inmediato que Emily sería de ahora en más su velada enemiga.

A su vez algo extraño ocurrió sobre el roble. Uno de los pájaros carpinteros había dejado de presentarse a su monótona tarea. Era el rojo, el de plumas suaves rojas rematadas en un penacho en la cabeza y finas alas grises. Simplemente habíase esfumado. Como si nuestro señor Jesucristo le hubiera encomendado otra misión, otro árbol.

El carácter de Emily, por otra parte, se manifestó desde su despertar altanero y mandón, imponiendo órdenes una tras otra a diestra y siniestra. Toda la casa quedó a su mando en cuestión de pocos días. Una apesadumbrada Jessica corría de un lado al otro en tareas agobiantes que su ama le imponía y que repetía una y otra vez cuando la tenía frente a sus ojos a viva voz. Mi mente perturbada por el pecado no dejaba de encontrar explicación en el pecado mortal que había cometido al yacer con Jessica, mas no atiné a decir nada y seguí con mis labores dado que debía estar alegre de tener a mi amada nuevamente en el mundo de los vivos.

Sin embargo su actitud amorosa hacia mí fue virando hacia un trato similar al que le dispensaba a Jessica, quien luego de casi un mes de trabajo extenuante y sin poder saborear de nuestras mieles daba muestras de un terrible desasosiego. En particular por las noches extrañábamos nuestros encuentros amorosos.

Mientras tanto, cada vez que podía, mi amada Emily se acercaba al roble y con sus finas manos daba de comer al pajarraco ese que había intentado asesinarme, descendía hasta las manos de mi mujer tímidamente. Era el que había quedado, uno totalmente rojo desde el pico hasta la última pluma de su cola, incluyendo sus rojos ojos alertas. Su larga lengua acariciaba las manos de su alimentante y si no fuera que se considera un pecado mortal puedo afirmar que mi esposa mantenía una comunicación mental con esa criatura a los pies del roble.

Hacia los primeros días de marzo, cuando los hielos comenzaban a ceder por los primeros vientos apenas cálidos, el segundo milagro se produce en mi hogar. Nolan despierta de su largo sueño y si bien no podía caminar ni emitir sonidos en forma de palabras, era obvio que se encontraba lo más bien que podía estar un ser después de pasar acostado quince años en una cama.

A los pocos días ya comía sólo pues había comenzado a ganar fuerzas en los brazos y ya se incorporaba sin ayuda en la cama. Pero fue Jessica quien, poseída por los demonios de la ignorancia, me anotició de la desaparición del otro pájaro carpintero, del insidioso pajarraco que intentó agredirme. Si bien nunca reparé en su ausencia, al manifestarlo mi criada pude llegar a la conclusión que era concomitante con el despertar de mi hijo.

Como era de esperar, la relación con Jessica se fue enfriando, dejando de lado nuestras antiguas pasiones. Un par de ocasiones incursioné furtivamente en su habitación, pero la consumación fue casi imposible por el ruido incesante de los pájaros que comenzaban golpeaban las paredes de la casa. Algo inusitado para mis cuarenta años de farmer. En la primera ocasión me vestí frustrado y de mal humor pues los pájaros, miles en esa oportunidad, son portadores de verdades muy lejanas, y normalmente no traen buenos augurios en sus gorjeos. Mucho menos si envisten violentamente contra la morada. Sólo cesaron luego de unos minutos que fueron tan largos como una estadía eterna en el averno. En la siguiente oportunidad ocurrió lo mismo. Fue horrible, espeluznante el ruido de las aves golpear contra las paredes. Mi esposa mientras tanto permanecía impávida frente a los ataques de las aves, creo que entendía que las envestidas eran contra mi persona. Ahora pienso que ellas las dirigía, tal vez es un pensamiento un tanto enfermo, pero ya no sé que pensar.

Con miradas furtivas establecimos esa forma de comunicarnos entre Jessica y yo, dado que Nolan, quien daba sus primeros pasos todo lo observaba y Emily, quien todo lo controlaba, parloteaba sin parar, como picoteando en la cabeza una vez tras otra al ritmo frenético de un pájaro carpintero, comenzaba a tornarse cada vez más huraña, mandona y hasta despiadada, en particular con la criada.

Con las buenas temperaturas de marzo la nueva pasión de Emily fue adentrarse en el bosque cercano y regresar a las pocas horas, sucia y despeinada como si nada extraño hubiera acontecido. Lo curioso era ver el cielo negro de aves girando en redondo sobre el bosque cada vez que Emily se internaba. Por su parte Nolan, cuando esto ocurría, comenzaba a caminar estirando el cuello hacia adelante y atrás, de izquierda a derecha en ángulos imposibles. Esto me llenaba de terror. Mi paraíso recompuesto se caía del cielo hasta el segundo círculo del infierno de Dante.

El niño y la madre se convirtieron en dos presencias extrañas en la casa y mi criada y yo en dos seres miserables encerrados en esa jaula de oro que era nuestro hogar. Habíamos quedado prácticamente incomunicados. Las nubes se acercan, dijo en una oportunidad mi bella criada. En esa oportunidad no dije nada pero sirvió de toque de arranque para dar pie a mi extraña teoría que luego vería confirmada con horror.

Una tarde pudimos hacer el amor en el bosque, mientras mi esposa y mi hijo daban vueltas por el establo. El furtivo orgasmo solo sirvió para atraer más velozmente las desgracias.

Todo terminó el último domingo de abril.

Emily y Nolan comenzaron a parlotear a gritos entre ellos y mi papel se redujo a la de un simple espectador de una obra de teatro aterradora. Esa tarde mientras los cuatros nos encontrábamos cerca de la mesa y del fuego del hogar, dado que comenzó a hacer un frío gélido de forma imprevista, ellos se convirtieron en burdas imitaciones de dos pájaros que, graznando al unísono mientras dirigían sus miradas hacia la criada, comenzaron a agredirla, en particular mi esposa. La fuerza de la juventud de la criada y el sentimiento de estar ocurriendo algo demoníaco a la par de luchar por su vida repelió momentáneamente el ataque con un fuerte empujón contra Emily.

De inmediato corrí hacia la chimenea y con dos grandes zancadas pude hacerme del atizador, un hierro forjado de más de un metro rematado con una fina punta y un gancho a contra sentido muy insidioso.

Juro por el Altísimo que en ese momento mi esposa comenzó a graznar ya sin ocultar su condición plumífera mientras se lanzaba nuevamente con los brazos extendidos en forma de garra sobre mi clandestina querida. Ella apenas atinó a defenderse cubriendo con sus manos su bello rostro que era presa de violentos mordiscones por parte de Emily. Pronto las heridas mortales de Jessica cubrieron de sangre las ropas de ambas y el piso. El rosto de la sirvienta era una masa uniforme de sangre y carne al vivo sin ojos o boca que reconocer. El terror me paralizó por lo que creí fueron años, aunque tal vez escasos segundo. Nolan gritaba como un poseso mientras golpeaba su cabeza contra las paredes al ritmo de un frenético taca-taca.

Sin permitir un segundo a la duda, luego de la escena dantesca que acababa de presenciar, me abalancé con el atizador como una bayoneta asida por mis dos manos y con un grito de horror por lo que iba a hacer, cargué contra la que alguna vez fue mi amada Emily. Jessica había dejado de convulsionar y ya la di por muerta. Mi esposa pereció al instante, no sin antes emitir unos gritos ensordecedores y mover los brazos como alas. En ese preciso instante interviene Nolan, quien al ver a su madre muerta yaciendo sobre el cuerpo de Jessica se abalanzó loco de rabia haciendo con su mandíbula un sonido similar a un “taca taca” áspero y grave mientras sacaba su lengua y la entraba todo en menos de un segundo. El atizador nuevamente cumplió su improvisado rol y cargó con la vida de mi amado hijo.

Dirán que enloquecí por los hechos, pero juro por el Altísimo, que de los cuerpos de mi esposa e hijo, al unísono por el oído salió un pájaro de cada cuerpo como si naciera de un huevo, un huevo sanguinolento y retorcido, cubierto por la sangre y la carne de mis amados seres.

De inmediato ambos pájaros tomaron vuelo y huyeron de la casa. Allí quedaron postrados los tres cuerpos sin vida y bañados en sangre propia y ajena. Cogí los cuerpos y con gran esfuerzo y dolor los arrastré hasta el cementerio que posee mi familia a menos de una milla de la casa, bosque adentro. Cavé dos tubas, una para Emily y otra para Nolan. Jessica, a quien más lloré, la enterré bien profundo en un claro del bosque procurando tapar todo hueco que quedara en la tierra con enormes piedras para que las alimañas no se apoderaran de lo poco que quedaba de mi Jessica.

Cuando regresé, muy cansado y con los brazos temblorosos, me avoqué a la labor de no dejar huellas de los crímenes. Todo rastro de sangre fue borrado. Al poco tiempo todo volvió a la normalidad. La coartada ya danzaba en mi mente. Una fiebre de invierno acabó con la vida de mi enferma esposa y mi durmiente hijo. Será creíble la historia, dije para mí mismo, y nadie reparará en la ausencia de la criada.

Dormí y fui preso de agitados sueños que ahora no tengo la valentía suficiente de relatar ni evocar.

Al amanecer tomé un breve desayuno y me dispuse a retomar algunas de mis actividades rutinarias, no sin tomar previas precauciones al transponer la puerta de mi morada dado que, en lo alto del viejo roble, estaban posados y expectantes los dos pájaros carpinteros aporreando con sus duros picos el añejo árbol de mi propiedad.

Al salir junté todo el coraje que mi magullado cuerpo podía admitir. Cuando emprendí la marcha hacia el establo las aves dejaron de golpear el árbol para dirigir sus miradas, sus rojos ojos, hacia mí. Sin embargo no temí, hombre previsor vale por dos, pensé, apoyando sobre mis hombros el atizador.

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