En lo profundo del lecho

En lo profundo del lecho

Felipe Bochatay

15/08/2021

El hecho de no ver mis pies en el agua de río me produce escalofríos, miedo, repugnancia. El Río Paraná suele arrastrar sedimentos y por lo tanto sus aguas y el lecho siempre se presentan oscuros, con camalotes, de un marrón sucio que, sin lugar a dudas, debe ocultar seres indescriptibles. Un resabio de mi niñez todavía subsiste en alguna parte de mi cabeza o algo atávico y reptiliano. Luchar contra ese indescriptible malestar siendo adulto me da un poco de vergüenza pero, como una discapacidad física, ella va conmigo a todas partes.

-Dale Dani, metete –me increpaba Luciana con el agua a la cintura. Su estrecha biquini no lograba conmover mi pánico a lo oscuro del río, a no ver los pies en el agua.

–Ya voy –atinaba a decir agitando mis manos en forma negativa.

Cuando ocurría esto regresaba corriendo bajo la sombrilla a tomar sol o leer un libro mientras arreglaba el mate. La mejor excusa, arreglar el mate para Luciana. Esto despejaba dudas en ella, que se quedaba dando unos brincos, alguna zambullida y volvía presta a tomar mis mates.

Ella no entiende lo que me pasa, mi crisis interna, es una gran batalla dentro de mi cuerpo. Esta crisis interna se manifiesta como dos seres titánicos, primordiales, que tengo dentro en pugna, en una lucha sin cuartel entre ellos. Son mi Eros y mi Thanatos. La lucha por la supervivencia dentro de mi cabeza. Cada vez que mis pies se mojaban hasta los tobillos se despertaban estos gigantes que, con espadas brillantes y filosas se lanzaban mandoblazos mortales, pulsiones, me dijo mi psicóloga.

El miedo, o asco, era aún mayor cuando en el lecho del río se formaba barro. Ese barro que chupa mis pies hacia abajo como babosas resbaladizas que juguetean indecentemente con los dedos, que mutilan las plantas de los pies, que se meten dentro de mis uñas.

-Que cagón que sos Dani –me interpela Luciana haciendo pucheritos.

El silencio es la respuesta a mi crisis interna. Ella creo que lo interpreta como incapacidad para el disfrute o una fuerte timidez, allá ella. Pero la vida no está hecha de disfrute solamente y mucho menos con algo tan poco placentero como meter los pies en el agua infecta, en ese caldo primordial.

-Debíamos haber ido a una pileta –atino a murmurar. Ella, ya mala por el desaire, toma bruscamente mi mano y me mira en silencio, pero nada atina a decir. Odio las discusiones de pareja en las playas y ella lo sabe. Calla.

Quizás vez no ver si el piso tiene fin me preocupaba. Asimismo odiaba a mi hermano menor que siempre tan hedonista rendía pleitesía al agua. Yo siempre tan estoico. Él no le tenía miedo ni asco o nada. Odiaba su intrepidez, su arrojo sin medir consecuencias. Sus saltos mortales a hombros de mi padre eran épicos.

Tal vez, tal vez, era el fin del mundo al que se asomaban mis pies ciegos. Tal vez una fosa marina infinitamente profunda se cernía a mis pies. Qué raro, pues miles de personas a mi lado parecían insensibles a las tremendas calamidades que se avecinaban en esas aguas infectas y diabólicas. Tan diabólicas como los seres que habitan debajo de mi cama por la noche, al caer el sol.

La negrura profunda, sin fondo ni límite. Ahí terminaba el mundo, una extensión negra, silenciosa. La nada. La muerte vista de frente.

Con los años no hice más que acrecentar ese ignominioso miedo ancestral. Esta crisis de los misiles, como puso nombre mi psicóloga a algo que no se ve pero que se siente y que si se le pone nombre no duele tanto. Según ella el poner nombre a lo que no se puede describir o graficar iba a ayudarme a salir de esa crisis. Pobre no entendía nada.

Supongo que algunas de las imágenes que rondaban en mi mente de niño hoy se ven acrecentadas en traumas adultos que esconden esas imágenes de brujas, fantasmas y gnomos diabólicos que poblaban mis primeros años de vida. Por eso alguna vez supe usar guantes de cuero aún con los calores de enero. Prefería el calor y la traspiración al asco que me daba tocar, tan solo pensarlo me ponía la piel de gallina, luego lo logré controlar.

Recuerdo que dejé el uso de guantes cuando toqué la mano de mi abuela en su cama de hospital, luego de fallecida. Todavía estaba algo tibia, ya los ojos se le habían hundido, murió con los ojos cerrados, en la negrura total. O eso imagino yo, si mueres con los ojos cerrados es que mueres en la negrura. Ahora cierro los ojos y evoco el suave perfume a lavanda, un perfume barato pero rico, dulzón. A mi abuela le gustaba y eso es lo que importa. Tendría veinte años cuando falleció.

Con los años esas pesadillas me siguieron persiguiendo. Algunas domestiqué a fuerza de un tremendo control mental. En el camino quedaron familiares, amigos y amantes que nunca pudieron ingresar en mi mente a ver la crisis de misiles que se desataba.

Con Luciana cuando el sol comenzaba a caer poniéndose naranja en el horizonte levantábamos las cosas y nos dirigíamos a la habitación del hotel. Al dar la espalda al río mi crisis interna amainaba. Me convertía en otra persona.

-Tomemos una cerveza.

-Porsupuestoquesí –largaba todo junto con un suspiro de alivio.

-Para mañana tengo una idea –dijo Luciana mordiéndose el labio inferior, ella sabe que al hacer eso mi respuesta no puede ser negativa.

-Bueno, después me la contás –le clavo los dedos en la cintura y lanza una carcajada por las cosquillas que le provoco. Amo esa risa tan cristalina, esos dientes blancos cuando abre la boca al reír con desparpajo en medio de la calle, en la peatonal. Tan viva y yo tan perdido en la lucha contra mi crisis interna.

Por la noche fuimos al teatro. Dormimos y soñé con mi abuela, con sus ojos hundidos, que emergía del fondo del río. Desperté sobresaltado lleno de un sudor frío que me bañaba. Fui al baño y me di una ducha caliente. Luciana seguía en su sueño placentero. Regresé a la cama y pude dormir al rato, eso creo.

-Tengo una idea linda –me dijo Luciana en el desayuno –y que tal si nos quedamos a la noche en la playa, yo preparo unos sanguchitos y metemos en la conservadora unas cervezas y nos quedamos.

Esa tarde la puesta de sol puso mi garganta en estado de alerta. Los dioses que habitan dentro mío despertaron. El sol terminó de ocultarse y la gente, los bañistas, prácticamente habían desaparecido. Sin mirar al agua, de espaldas al río, pasé los sándwich por mi garganta. Una fría cerveza ayudó pero el hecho de tener a mi enemigo a mis espaldas no hacía más que acrecentar mi horror.

De pronto Luciana se incorpora, estábamos sentados en la arena, sobre una esterilla. El calor de enero todavía controla la arena y el ambiente. Las luces de un parador a más de doscientos metros tiñen nuestros rostros y la música que viene desde allí es una melodía de fondo molesta. Desata su pareo y comienza a correr hacia el agua, hacia el río.

-Vení, no seas pavo –grita ya de espaldas a mí.

Cuento hasta diez, trago saliva, la nueva crisis de los misiles se está por desatar. Mi abuela me llama. La alcanzo en la orilla, en la frontera. Tomados de la mano ingresamos al agua, primero un paso, luego otro y así con cada vez más marcada firmeza. Mi mano aprieta fuerte, mis pies se arrastran por el lecho levantando sedimento. Luciana atina a sonreír, está visiblemente nerviosa. Transmito electricidad desde mi cuerpo al suyo. El agua nos llega a la cintura, entonces mis manos se dirigen a su cuello, aprieto fuerte y nos hundimos, mi abuela la reclama y mi crisis ha concluido.

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