El despertar de la vida.

El despertar de la vida.

John Martina

24/08/2021

 

EL DESPERTAR DE LA VIDA.

   Después de tanto tiempo de confinamiento no se había acostumbrado a la lectura de periódicos digitales. Todavía echaba de menos esa mezcla de olor a vainilla y tinta, el crujir del paso de las hojas, la distracción de la mirada; nuevos tiempos, nuevos medios, había que adaptase. En su tableta, en un margen, como una noticia casi residual, sin ninguna importancia, entre anuncios de casas de apuesta y alarmas, un titular que llamó su atención: Muertos y olvidados: Madrid inhumará a 59 fallecidos por coronavirus que no han sido reclamados por nadie. Era un artículo del 22 de julio de 2020; en el cual se contaba como después de 70 días de espera, nadie había reclamado ninguno de los 59 cadáveres. Las autoridades habían decidido inhumarlos y trasladarlos al Cementerio Sur, donde sus restos descansarían durante los siguientes 10 años; tiempo durante el cual, alguien podía reclamarlos. Todos mayores de 65 años, 40 habían fallecido en hospitales y 19 en residencias.

Juan Laínez Machuca, casado con dos hijos, era un abogado de 48 años, justo en esa etapa en la que uno sabe bien que le quedan menos años de vida, de los que ha vivido. La noticia le creó angustia. Por repetitivas que fuesen las cifras diarias de fallecidos, no se acostumbraba. A Laínez no le angustiaba la soledad, muchas veces el mismo la buscada, lo que le entristecía era ese último momento sin nadie, la llegada del momento final en la vida sin una mano, sin una mirada, sin una palabra. Quizá alguien del hospital estuvo al lado de ellos, pero fuera del hospital, sus vidas no valían nada, no existían, nadie había reclamado sus cuerpos. La rutina diaria no daba tiempo para reflexionar sobre vidas ajenas y mucho menos, sobre muertes. La jornada venía cargada a pesar de ser agosto. Lo que en un año normal sería poca actividad por vacaciones de la mayoría de la gente, ahora este agosto de 2020 se había convertido en un mes frenético con intención de recuperar el tiempo perdido. Su especialidad en derecho laboral era el solomillo de la abogacía y sobre su mesa de teletrabajo, un cerro de papeles sobre Ertes, solicitudes de ayudas, despidos improcedentes y reclamaciones salariales. El día avanzaba, pero como esa melodía, que sin saber por qué, acude a tu mente y no eres capaz de quitártela, los 59 cadáveres acompañados de imágenes reconstruidas en su imaginación, acudían a Láinez. Naves frías y amplias, sábanas blancas, focos de luces, silencio, mucho silencio. Solventado los asuntos más inmediatos, decidió hacer un descanso e indagar un poco más sobre aquel tema. Por la red discurre la información sin control y si uno sabe moverse, acaba encontrando. Todos los artículos eran muy parecidos, no aportaban una información más amplia; parecía que el mismo redactor los hubiese escrito jugando con los sinónimos, dando vueltas a una misma idea para expresarla con otras palabras. Laínez, hombre acostumbrado a encontrar caminos donde solo se insinúan senderos, puso en marcha el sentido común. Si los cadáveres no habían sido reclamados y fueron inhumados, una cosa estaba clara, las funerarias no trabajaban gratis. Y allí estaba, Boletín Oficial de Comunidad de Madrid, Consejería de Hacienda y Función Pública: El Consejo de Gobierno aprueba una partida especial de 134.000 euros, (2.271 euros por cadáver), para costear los gastos de la inhumación de los 59 cadáveres no reclamados. Se adjuntaba una lista de nombres y apellidos ordenados. Entonces Laínez supo la razón por la cual todas las señales lo llevaron a aquella lista: Eusebio Cerdán Martínez. El cuarto nombre de la lista le hizo contener un momento la respiración; Don Eusebio, el maestro de su pueblo. Podía ser una casualidad, solo una coincidencia, nombres y apellidos que se repetían, no tenía por qué ser la persona que cada mañana escribía su nombre en la pizarra y la consigna del día. Casualidad o no, había que comprobarlo, aunque solo fuese para poder quitarse la idea que ronroneaba en su cabeza. No era la primera vez que solicitaba un certificado de defunción; a día de hoy todo era muy sencillo a través de las páginas webs. Ministerio de Justicia>ciudadanía>trámites y gestiones personales>certificado de defunción. Solo tenía que esperar un día y recibiría un correo electrónico con el certificado.

Al día siguiente después de un desayuno amenizado con estadísticas de contagios y ruedas de prensa de personajes encorsetados que repetían frases huecas, Laínez fue directo a su correo. Eusebio Cerdán Martínez, nacido en; Villarubia provincia de Cuenca, estado civil; viudo, último domicilio; Residencia Nuestra Señora de Guía de Alpedrete, falleció; a las 18:30 del día 13 de mayo de 2020 en el hospital La Paz de Madrid, enterramiento en; Cementerio Sur de la Comunidad de Madrid. Era él, don Eusebio, su maestro de escuela. Solía decir a modo de gracia: <<Yo soy de un pueblo de Cuenca, que ni es villa ni hay mujeres rubias, pero alguien le puso Villarrubia>>. Laínez lo recordaba muy bien, don Eusebio era uno de los 59 cadáveres no reclamados. Sentado en el sofá con el certificado impreso sobre el regazo y la mente en su pueblo, a mucha distancia, mucho tiempo atrás, a Laínez se le dibujaba una sonrisa de nostalgia. Ana, su mujer, le miraba; y con esa complicidad de años compartidos, sabía que aquello le había afectado. ¿No sabía que recordaras a tu maestro del pueblo? —dijo—. Yo casi no me acuerdo de nada de mi vida antes de los 15 años. Laínez asentía y apretaba los labios. Eso es porque no te criaste en un pueblo. Entonces miró a su mujer y comenzó a darle las razones por las cuales, don Eusebio fue alguien importante en su vida. Explicaba Laínez que en su pueblo, aunque ya en los años 70, solo había dos aulas, una de chicas, donde doña Juanita imponía su ley de bordado y rezo y la de los chicos, a donde llegó don Eusebio en sustitución de don Anselmo, un maestro que se jubiló y del que ningún niño recordaba nada. Don Eusebio estaba ya casi al final de su carrera, trasladado junto a su mujer a un pueblo de Extremadura donde el sistema de educación moderno, le costaba entrar. Consiguió el cariño y la atención de sus alumnos, en la misma medida que el recelo y la desconfianza de los erigidos en custodios de las buenas costumbres sociales, el párroco, el alcalde y por supuesto, doña Juanita. Tampoco cambió grandes cosas, pero al fin y al cabo, eran cambios. La consigna diaria, propósitos religiosos que todos tenían que escribir junto a la fecha en su cuaderno, pasaron a ser estrofas de poemas, por medio de los cuales, don Eusebio conseguía que el alumno escribiera más y al hablar de cosas sencillas, al niño le resultaba más entretenido. Doña juanita montaba en cólera; cómo se podía sustituir a la Santísima Trinidad por una mariposa, qué era aquello de: Mariposa del aire/ qué hermosa eres/ mariposa del aire/ dorada y verde. Con la cantidad de cosas que se le olvidaban, Laínez repetía los versos aprendidos hacía más de 40 años, como si estuviera viendo la pizarra. Las rabietas de doña Juanita no fueron nada comparadas con la quejas de don Ulpiano, el párroco. Cada tarde del mes de mayo, todos los niños del colegio acudían a la iglesia donde, en organizada procesión, hacían una ofrenda de flores a la virgen. Todos cantando: <<venid y vamos todos con flores a porfía, con flores a María, que madre nuestra es…>>. ¿Para qué quería la virgen tantas flores? Una tarde don Eusebio sustituyó la ofrenda por la charca. Miraba Laínez el suelo como si allí en aquel salón, estuviera la charca, estuviera el sol reflejado, los sonidos del campo, el olor a hierba. Aquella tarde fue mágica entre zapateros, escarabajos buceadores, ranas, libélulas, incluso; todos agazapados detrás de un alcor esperando al martín pescador, un pájaro fascinante que se zambullía en el agua para pescar con el pico. Don Ulpiano se presentó al día siguiente en el aula. Intentaba hacer comprender al maestro que no podía romper las normas y don Eusebio le rebatía con argumentos sencillos: <<Pero si los chicos no saben de cosas naturales, cómo van a saber de cosas espirituales>>. Así pasaban los días, días que recordados después de tanto tiempo, Laínez los conservaba en su memoria como los más felices de su vida; donde las cosas importantes eran las bellotas, el balón, el sol, los árboles, el agua de un riachuelo, el olor de las alelías, el sonido de las aves, el sabor del membrillo. Cuándo habían dejado de ser importantes esas cosas. Laínez hacía todo lo posible por enseñarles esas cosas a sus hijos, pero ya era un buen día si no pisaban una mierda de perro en el parque Pignatelli.

Un día sin aviso, doña juanita anunció que don Eusebio estaría ausente. Nunca más volvió. Después de 6 años como maestro, don Eusebio fue sustituido por doña Enriqueta, la hermana de doña Juanita, que había atormentado a los niños del pueblo vecino desde hacía demasiado tiempo. ¿Esa es la razón de que sepas coser? —dijo su mujer con una medio sonrisa—. Laínez cogía la mano de su mujer para contarle que un tiempo después se supo en el pueblo que la esposa de don Eusebio, había fallecido. Miraba Laínez a su esposa, sin ver, sin poder ver. Multitud de preguntas. Qué había ocurrido. Qué le reservaba la vida a don Eusebio. Qué sorpresas tenía previsto el destino para que muriera solo, abandonado y que su muerte no le importara a nadie. Fue superior a Laínez y tras proponerle una semiaventura a su mujer, decidieron visitar Cuenca y de paso acercarse a Villarrubia, un pueblo sin nada de particular, un lugar como otro cualquier al que pertenecer. Después de preguntar en dos bares, la panadería y la gasolinera, nadie conocía o había oído de un tal Eusebio, maestro de escuela. Con la fracasada sensación de haberlo intentado, Laínez y su mujer abandonaban la búsqueda. A la salida del pueblo, bajo la sombra de unos plataneros se reunía un grupo de ancianos al resguardo de una pared de piedra y sentados en bancos de madera. Como último intento, con más esperanza que certeza, Laínez preguntó. Eusebio era quinto de mi padre —dijo Matías—. Fueron muy amigos hasta que se marchó a un pueblo de Extremadura de donde era la mujer. Miraba Matías al resto de la cuadrilla como quien se siente protagonista por poseer información. No sabía más de Eusebio, pero tenía una hermana, <<la Antonia>>, que vivía en el barrio más alejado del pueblo, el lejío. La Antonia era 5 años menor que su hermano Eusebio; e incapaz de hilar tres frases seguidas. A la Antonia le cuidaba su hija, Teresa, con el mismo amor con el que se cuida a un niño pequeño. Teresa no sabía nada. Fue Laínez quien le dio la noticia de que Eusebio había fallecido. Contó Teresa que su tío no pudo soportar la muerte de su mujer. Abandonó la enseñanza y estuvo un tiempo con nosotros, pero se marchó a Madrid —hablaba Teresa mirando a su madre y la Antonia miraba y sonreía—. Se iba a casa de su hija y lo único que sé, es que unos meses después ingresó en una residencia. Teresa acariciaba la cara de la anciana alegrándose de que no pudiera entender que su hermano había fallecido. Nunca más supieron de Eusebio. Siempre creyeron que estaría cuidado en la residencia y que su hija se había hecho cargo de él.

Laínez pensaba mientras su mujer conducía de regreso a casa. El calor en la noche de verano, la carretera infinita, el murmullo del motor, sumía a Laínez en un letargo lleno de recuerdos. Villarrubia era como su pueblo, un pueblo donde todavía convivían los padres, los hijos y también los abuelos. Un lugar donde no se arrinconaba a nadie por el hecho de no ser productivo. Se imaginaba Laínez a un Eusebio sin ilusión, sin ánimos, en soledad. La energía de aquel maestro, grande, fuerte, su voz profunda y segura, su entusiasmo por los alumnos, sus ganas de vivir, todo se había apagado en una residencia. Toda la sabiduría de aquel hombre, su experiencia, nada de aquello habría sido transmitido; quién le quitó el derecho a ser útil. En qué nos estábamos convirtiendo. Por qué hacíamos pequeños a los ancianos con su comprita, su paseíto, su solecito, su comidita. Nuestra tecnología, nuestra superioridad, nuestra juventud, nuestras prisas. Nuestro menosprecio, provocando desamparo e indefensión, olvido y sobretodo desagradecimiento. Seguramente su mujer se extrañaba, sin llegar a decirlo, por qué era importante aquel maestro. Laínez también le había dado vueltas a esa pregunta y ahora creía saberlo. Eusebio no era importante porque fuese un hombre, no porque fuese el maestro, no por sus enseñanzas, no era importante por sí mismo, sino porque don Eusebio era la charca, las risas, el circo ambulante, el cine de verano, el día de fiesta, los petardos, la verbena, la romería, el río, los gamusinos, la valentía de subirse a lo más alto del silo, el miedo a tirarse desde la roca al agua, las bicicletas, Lorena y sus vestidos, Lorena y su ojos claros, Lorena y sus cartas, Lorena y el latir del corazón acelerado. La vida, eso era Eusebio para Laínez; el despertar de la vida.

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