La foto ocupaba el centro de la circunferencia perfecta en la mesa de un discreto restaurante de San Telmo. Tenía las esquinas arqueadas por el tiempo y pegatina reseca en el dorso en donde podía leerse, con letra segura de lapicera a fuente: «Año 1948, 4to. Grado».

Blancos, negros y grises se ubicaban en exacta posición para dar forma a los rostros y medios cuerpos de niñas que aparentaban más edad de la que tenían.

Tres de ellas escapaban del papel, atravesaban el tiempo y se reflejaban, envejecían y engrosaban a tres mujeres dispuestas a una cena de reencuentro.

Amanda aparecía en la foto a la izquierda, muy cerca de un alto y sombrío muro. Su mirada se dirigía en otra dirección que el resto de sus compañeras y todavía esa noche ella no se explicaba porque no adornaba su cuello un pañuelo blanco, muy común en esa época escolar. Siempre había sido distinta.

Detrás estaba María con su cara aniñada de rasgos pequeños que conservaba aún a pesar de los años. La más bella, sin dudas.

Y en el centro, la vista de cualquier observador recaía inevitablemente sobre Sara. Destacada por su altura y corpulencia, por facciones duras que conformaban un rostro nada agraciado, carente de toda simpatía.

Para cuando el mozo se acercó a la mesa a fin de tomar nota de los pedidos, Amanda ya llevaba unos cuantos minutos relatando su historia. Mientras se esforzaba en detallar lo dichosa que había sido, María dedicaba su atención a la vestimenta de las otras dos, la calidad y el valor, comparándose y concluyendo que no tenía rivales en esa íntima puja.

Amanda había concluido sus estudios secundarios en el mismo colegio y la familia consideró suficiente su título de bachiller. El nivel acomodado, con un padre proveedor de todas las necesidades, quien se abocó fundamentalmente a que su hijo mayor siguiera sus pasos de abogado, permitió a Amanda transcurrir sus años de juventud confortablemente, distraída con sus tardes de piano, reuniones de amigas y revistas de moda.

Sin la obligación de desarrollar alguna actividad para cubrir sus gastos y bien relacionada, no perdía ocasión de mostrarse en cada evento social que se cruzaba. Fue en uno de esos que conoció a Robert (así lo apodaba ella), un joven y apuesto médico con quien se casó en el ’59 en medio de una pompa inolvidable.

El rápido y ascendente crecimiento de Robert, se vio reflejado de inmediato en una excelente casa ubicada en la zona norte de la ciudad, un imponente automóvil y una sucesión de hechos propicios que conformaron una familia sólida con dos niños saludables.

Llevaba dos años ya de viudez, pero se mostraba alegre y plena con la compañía de sus hijos, nueras (según decía, la adoraban) y tres nietos. Mientras contaba lo antedicho, deslizaba su tembloroso dedo de largas uñas muy cuidadas, sobre la pantalla del teléfono móvil abarrotado de fotos de niños sonrientes ubicados estratégicamente en lugares que no dejaran dudas sobre su nivel de vida.

─ ¡Qué casualidad, querida! ¡Yo también me casé en el ’59! ─ dijo María, evaluando para sí, la historia de Amanda como chata y sin sentido.

En realidad, María se refería a su primer matrimonio con un interesante ganadero quien la llevó a vivir a una estancia en Bragado, no muy lejos del pueblo, lo que le posibilitó a ella, desarrollar su actividad como analista de laboratorio, primero en el hospital zonal para tener luego su lugar propio, muy bien equipado, gracias al aporte sin reparos de su esposo.

En ese momento la historia de María se vio interrumpida por la llegada de los platos principales y con los consabidos comentarios de finas damas que consideran como excesivos, aunque quedaría demostrado hacia el final, lo erróneo de esa inicial crítica.

─ Continúo «chicas» ─ comentó con ánimo de superar la pudiente vida de Amanda.

Su tiempo con el estanciero no llegó a los diez años. Enfermó muy mal y a los pocos meses falleció, dejándole un buen campo, el laboratorio, una interesante cuenta bancaria y una niña de rizos rubios como los trigales de Bragado.

Superado el duelo, comenzó a mostrarse en el vecindario. Ya todo el mundo la conocía y sabía de su destino y su fortuna. Hasta que un día de primavera, un famoso artista plástico oriundo de Buenos Aires e invitado por la Municipalidad, desplegó en una modesta exposición todo su talento, fascinando a María.

Primero fueron charlas profesionales, comentarios sobre sus obras para pasar luego a cuestiones de vidas íntimas. Comenzaron a verse con cierta asiduidad, tomando un café o cenando, concurriendo al único cine que de tanto en tanto, proyectaba alguna película de interés común.

Y concluyó viviendo con John (así lo apodaba ella) un amor romántico, pleno de sueños y viajes por el mundo. Muy pronto vendieron todo y se instalaron en una regia mansión en Buenos Aires, inmersos en una sociedad más interesante. Un segundo hijo, esta vez de suave pelo castaño, alegró por completo la vida de María.

John y ella compartían aún su historia. Ambos habían abandonado sus profesiones y dedicaban su tiempo en salidas placenteras y a adornar de regalos a su querido nieto.

En este caso, también el teléfono móvil, sirvió para darle rostros y realidad al relato de María.

─ Es tu momento Sara. Estamos ansiosas por saber de vos ─ dijo Amanda cuando ya se disponían los postres sobre la mesa.

Sara había pasado la noche anterior casi sin dormir. La asaltaba la idea de no concurrir a la cena para luego seguir hilvanando una historia ficticia, que le sirviera para ocultar su verdadera existencia. Recostada en su cama, con la luz apagada en el pequeño cuarto que le servía de vivienda y taller de costura, ideó mil romances, una familia inmensa en número y dicha, dinero y viajes a Europa. Grababa en su mente toda la mentira que contaría luego, a viva voz, detrás de una sonrisa engañosa.

Era judía y recordaba muy bien que ese 1948 se consolidaba el Estado de Israel y que luego de terminar su escuela primaria, toda su familia decidió radicarse allí y dejar de pertenecer a la diáspora. Fueron años de penurias y fuego, de guerras y violencia que obligaron a Sara a retornar a Buenos Aires con veintidós años, tristemente sola.

Y esa noche, ante la invitación de Amanda, dio rienda suelta a su embuste. Sin levantar la vista de la mesa, sin poder ver los ojos grandes de sus ex compañeras que casi no pestañaban, descargaba su cuento de hadas.

Comenzó a temblar, seguía hablando cada vez más rápido. Las palabras se agolpaban en su garganta que latía con tanta fuerza como su corazón. En un momento, tomó la servilleta de su falda y la enrolló en su mano. Su gigantesco cuerpo se incorporó y con un hilo de voz, increpó a las otras:

─ ¡Porquerías! ¡Inmundas porquerías devenidas en grandes señoras! ¿Olvidaron acaso, como vivieron castigando mi infancia? ─ continuó ─ ¿No tienen el recuerdo de sus insultos, sus indiferencias, sus burlas por mi fealdad y mi condición religiosa? ¡Ustedes me iniciaron en el dolor, la soledad y el llanto!

Así diciendo, arrojó sobre la mesa dos billetes, suficientes para pagar su parte de la cena, salió a la calle, levantó el cuello de su tapado para protegerse del frío de la noche y sus ojos volvieron a bañarse en lágrimas.

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