El mundo está llegando a su fin. Las fuerzas del mal están a punto de conseguir su objetivo. El ser humano ha sido separado de sus orígenes. Tan solo se preserva en la memoria colectiva, viejas historias en forma de leyendas. La revolución tecnológica alcanzada por este lo lleva indeclinablemente a su destrucción. Todo valor por la vida se ha perdido. La voluntad materialista se impone sobre la gran mayoría, mientras que guerras y pestes hacen lo suyo. A esto se une la destrucción del medio ambiente para la colocación de mayores industrias, envenenando así paulatinamente al planeta
Paradójicamente la esperanza para salvar a todas las especies reside en un humano, justamente la especie destructora. Ha sido llamado «El Elegido», y es el único que podrá contar con chances mínimas de hacer frente a la oscuridad que se cierne sobre todos.
El final se acerca. El momento de actuar es ahora. El tiempo dirá si nos hemos salvado o sucumbiremos a la oscuridad por toda la eternidad.



LA VIDA DE GABRIEL

1 – Gabriel

Gabriel era un buen niño, inquieto, travieso y muy curioso. Con sus siete años recién cumplidos ya demostraba una gran inteligencia que bien le hubiera valido un adelanto de año en el colegio. Apenas aprendió a leer, descubrió, en los libros de cuentos y en las revistas de historietas un mundo diferente, un mundo al cual lograba transportarse mediante su frondosa imaginación.

En la escuela estas cualidades le jugaban en contra, pues se aburría rápidamente de la clase y comenzaba a soñar despierto, inventando historias, viajando a mundos distantes. Estos «viajes» eran los causantes de los muchos llamados de atención que la maestra le hacía, llamados que más de una vez le hicieron ganar una que otra penitencia en casa.

Era hijo único de padres trabajadores que luchaban día a día para subsistir, pagar las deudas, vestirse, comer y de vez en cuando, darse el lujo de ir un fin de semana al cine.

Alquilaban una humilde casa no muy alejada del centro de la ciudad en donde el pequeño Gabriel tenía su propia habitación. Su cuarto era un caos: ropa desparramada por doquier, juguetes, revistas, pósteres de sus ídolos de dibujos animados que cubrían gran parte de las paredes.

A los ocho años leyó por primera vez un libro de Julio Verne: Viaje al centro de la Tierra. Quedó alucinado con la historia y con un sinfín de imágenes de vastas cavernas, de mares subterráneos y de animales prehistóricos que recreaba en su mente. Ese fue el comienzo del idilio con aquel increíble escritor francés.

Durante aquellos días, cuando ya estaba por terminar de leer esa obra y andaba con esta de un lado para otro, fue enviado por su madre a comprar al almacén de la esquina. Gabriel obedeció a regañadientes; estaba desesperado por acabar las últimas páginas, así que, caminando distraídamente, se fue tropezando una y otra vez hipnotizado con el epílogo de aquella extraordinaria historia.

En el almacén de don Carlos, mientras esperaba su turno para ser atendido, fue sorprendido en su lectura por la voz carrasposa de un anciano a quien nunca había visto en el barrio. El hombre también estaba esperando su turno para ser atendido y, viendo al niño tan ensimismado en la lectura, se le acercó y le dijo:

– ¡Buen libro ese! ¡El viejo Verne me hizo caso!

Gabriel se sobresaltó. Miró al anciano de rostro bonachón, nariz ancha, mejillas rojas y cejas espesas que sobresalían por encima de sus anteojos. Una pipa que amenazaba con caérsele de la boca, escondida por un grueso bigote, emanaba el fuerte aroma dulzón del tabaco. El chico le sonrió, pero no alcanzó a cruzar palabra con él, era su turno para comprar.

-Un kilo de pan, don Carlos.

-Un kilo de pan… ¿Algo más, Gabriel?

-No, nada más.

El almacenero colocó el pan en la bolsa y, mirando al hombre que estaba distraído observando los precios de las frutas, se agachó a la altura del pequeño y le dijo al oído:

– ¡Ten cuidado, niño! ¡No te acerques a ese viejo loco! -Mientras lo decía, le indicaba con la mirada al extraño, que ahora probaba unas uvas.

Gabriel, asustado, miró de soslayo al anciano. Tomó su bolsa, pagó el pan y, sin dejar de mirar al viejo, encaró hacia la puerta de salida. Antes de atravesarla, este le dedicó una sonrisa y, con su pipa en la mano derecha, lo saludó.

En los meses siguientes se volvió a cruzar con él un par de veces, momentos en los cuales lo saludaba de la misma forma que cuando lo vio por primera vez, en el almacén. Gabriel había escuchado de las viejas chismosas que el viejo era extranjero, que había escapado de la Segunda Guerra Mundial (aunque otros decían que en realidad se había escapado de la Primera) y que estaba loco. Algunos de sus amigos comentaban que lo habían visto comer suelas de zapato e inclusive que salía por las noches a cazar ratas y gatos para cocinar su estofado preferido. Si bien la palabrería y la inventiva del barrio no tenían fin para con el anciano, esto se debía en gran parte a que no se sabía nada de su procedencia. Había aparecido por la zona algunos años atrás, no tenía amigos, aunque saludaba a todos amablemente, y tampoco se le conocían parientes. Lo consideraban un viejo loco y le guardaban cierto recelo, pero esa misma gente contribuía para que subsistiera con su pequeña relojería; era bueno en su trabajo y cobraba muy poco, arreglaba desde desvencijados relojes de pulsera hasta despertadores y relojes de pared; en resumen, toda clase de relojes, de los buenos y, en su mayoría, viejos cachivaches que estaban más para la basura. Nadie sabía su edad, por eso muchos argumentaban que era más viejo que Matusalén y hasta decían que había escapado del hundimiento del Titanic. Toda esta parafernalia de historias se vio incrementada el día en que llegó de Europa un tío de Doña Clara –la vieja más chismosa del barrio– para visitar a su única parienta viva. El extranjero, de alrededor de setenta años, contó historias de su Suiza natal que dejaron a medio mundo boquiabierto. Donde él había vivido prácticamente toda su vida, por los años cincuenta, había conocido a un relojero cuyo rostro era igual al del extraño vecino. Lo sorprendente era que ya por aquel entonces este hombre tenía las mismas canas y arrugas. Proviniendo de la línea familiar de doña Clara, terrible chismosa y mentirosa, muchos no tomaron en serio esta historia, pero otros dieron rienda suelta a su imaginación.

La vida de Gabriel transcurrió sin sobresaltos los subsiguientes años. En el colegio continuó igual de distraído, pero siempre se las arreglaba para pasar de grado sin inconvenientes. Siguió leyendo nuevas historias de Verne: 20 mil leguas de viaje en submarino, De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en 80 días, que no hacían más que alimentar su esperanza de poder vivir en el futuro historias sorprendentes. Pero, al cumplir los once años, se produjo un acontecimiento que cambió su vida y la imagen idílica que tenía de ella. De pronto, todo su mundo de fantasía pareció desmoronarse de un soplido cual castillo de naipes.

Aquella mañana en su casa nadie se levantó. Ni Gabriel fue despertado por su madre como todos los días para desayunar e ir al colegio, ni su padre fue al trabajo; el teléfono sonó varias veces –el padre de Gabriel jamás faltaba así fuera en las peores circunstancias de algún resfriado–. Nadie respondió. Inmediatamente, como sospechando algo en aquel crudo invierno, el jefe de personal y amigo del padre de Gabriel, tomó la decisión de ir al domicilio a ver qué sucedía. Ya en la casa, y después de haber llamado insistentemente a la puerta, miró por el agujero de la cerradura y pudo ver la llave puesta. Llamó a la policía, forzaron la cerradura y, apenas ingresaron, pudieron oler una fuga de gas. El calefón había dejado de funcionar e inundado todo con monóxido de carbono. El destino, el azar, o vaya a saber qué circunstancias especiales actuaron, quisieron que el único sobreviviente de la tragedia fuera Gabriel, Fue llevado de urgencia al hospital en donde lograron revertir el grado de intoxicación que tenía.

Se recuperó; superó el envenenamiento, pero se abrió en su corazón la herida más grande que pueda imaginarse. Con la muerte de sus progenitores su vida estaba destruida. No tenía más parientes directos, no tenía a nadie más. Era solo él con sus recuerdos de una infancia feliz abruptamente rota. En estas circunstancias fue destinado a un orfanato hasta cumplir la mayoría de edad.


2 – El orfanato

En un principio, la permanencia en el lugar fue tormentosa para Gabriel. Había dejado de ser aquel niño alegre e imaginativo. No tenía deseos de nada. La vida para él carecía de total sentido. Estaba enojado con Dios, le reprochaba constantemente que se hubiera llevado a sus padres y dejado a él. De nada sirvieron las sesiones con el psicólogo, de nada sirvieron las largas charlas que mantenía el cura párroco que trataba de explicarle que Dios tenía un motivo para todos en la vida y que, si no lo había llevado, era por algo. Se convirtió en un niño retraído que lo único que hacía era cumplir con las labores impuestas en el orfanato lo justo y necesario. Había perdido el gozo de vivir, no tenía ya interés en leer aquellas fantásticas historias que lo transportaban a un mundo de ensueño. Había quedado atrapado para siempre en el mundo real, en el mundo de los grandes. Había extraviado la varita mágica de la inocencia –aquella que todos han poseído alguna vez y que después también pierden y se suman a un mundo gris, apático, aburrido, atiborrado de compromisos que los hace olvidar por completo de lo que otrora fueron–. La diferencia con Gabriel era que se había incorporado a ese mundo de la forma más cruel, de la forma más dura que se pudiera concebir, y siendo tan solo un niño.

Corría el mes de enero, después de tres años en el lugar, ocurrió algo inusual, justo el día de su cumpleaños número catorce. Ese día, tan distinto en otros tiempos, llegó un paquete con su nombre y la dirección del orfanato. Lo abrió y en su interior había un libro, no era un libro nuevo –vale decir que estaba muy gastado–, tenía una fina encuadernación de tapa dura. En esta, en relieve, había un hermoso dibujo de un anillo en cuyo interior tenía un gravado con caracteres indescifrables, y el dibujo de fondo era un mapa con extraños nombres de montañas, territorios, bosques y ríos. El Señor de los anillos por J.R.R. Tolkien, con mil trescientas páginas.

-Gracias -dijo Gabriel al cura sin ningún tipo de emoción, solo por cortesía.

El cura lo miró sonriendo y le aclaró que él no era el autor del regalo ni lo era alguien del orfanato.

-Parece que tienes un amigo allí afuera -le respondió el cura.

Gabriel no indagó más, creía que las palabras del cura eran una triquiñuela para incentivarlo y que el autor del regalo era, sin duda, el párroco, pues no conocía a nadie allá afuera. Guardó el libro, hacía tiempo que había perdido el interés hacia la lectura.

Al día siguiente, Ana, una mujer grande en ciertos aspectos: grande de edad y grande de porte –con sus ciento veinte kilos distribuidos en un metro setenta de altura– mientras le servía un plato de sopa le dijo:

-Supongo que no te habrán dado ese libro de brujería…
– ¿El libro que me regaló el padre?
– ¡Válgame Dios! -exclamó la mujer persignándose- ¿Entonces te lo dieron?

– ¿Qué tiene de malo?

– ¡Vaya a saber una! ¡Pero proviniendo de un viejo con esa facha de loco se puede esperar cualquier cosa!

– ¿Viejo loco?, ¿el padre Mario?

– ¡No! ¿Cómo se te ocurre pensar eso? Me refiero a un viejo con pinta de chiflado que me paró en la calle cuando fui a hacer las compras.

-Pensé que había sido el padre; aparte no conozco a ningún «viejo loco».

– ¿No lo conoces? Él parecía conocerte muy bien. Me dijo bien clarito: «entréguele este libro al niño Gabriel». Aparte me pidió que te dijera que era el amigo de Jotavé… y no sé qué más.

– ¿Jotavé?, ¡Qué nombre más raro! No conozco a ningún Jotavé.

– ¿No conoces a ningún…? ¡Ya me parecía que era un engaño!, ¿a quién le pondrían un nombre tan ridículo? Por eso le entregué el libro al padre Mario.

-Este viejo loco que usted dice: ¿lo conoce?

– ¡Jamás lo había visto en mi vida! Por eso te digo, Gabriel: ¡No leas ese libro! ¡No entiendo por qué el padre Mario te lo entregó!

El énfasis puesto por Ana en que no leyera el libro despertó en el muchacho cierta curiosidad, alimentada aún más luego de que aseverara que lo que le habían obsequiado era un libro de brujería. Pronto Gabriel descubriría que era más atrayente que un libro de brujería, era el descubrimiento de un mundo impresionante, un mundo poblado de elfos, hobbits, enanos, orcos, magos y toda gama de criaturas fantásticas. Ese mundo no era ni más ni menos que la Tierra Media. Este no sería el único libro que recibiría de aquel enigmático «amigo». Durante los años siguientes los libros del género se sucederían.

A los dieciséis años comenzó a trabajar cuatro horas por día como ayudante de panadero durante la tarde, después de sus estudios a la mañana. Ya tenía todo planificado. Ahorraría cada peso que le pagasen para utilizarlo cuando cumpliera la mayoría de edad.

Una mañana de abril, con sus heridas ya cicatrizadas y con dieciocho años recién cumplidos, se despidió con un fuerte abrazo del cura Mario, quien con el correr de los años se había convertido en su segundo padre. Cruzó la verja, miró hacia atrás. Allí estaban con lágrimas en los ojos el cura, Ana –aún más gorda– y muchos de los chicos a los cuales les contaba historias durante las noches. Miró hacia adelante, hacia la calle, una nueva vida comenzaba.


3 – La pensión

Llegó a una vieja construcción de tres pisos que databa de principios del siglo veinte. Allí quedó por un momento, parado frente a la derruida fachada, contemplando con un poco de miedo, con un poco de dudas y con mucha esperanza de poder forjarse un futuro mejor lo que sería su nuevo hogar.

Era la pensión de doña Zara, una inmigrante italiana de unos sesenta y cinco años que nunca se había casado, pero que había tenido dos hijos, fruto de uno de sus concubinatos con un ex pensionista allá lejos en su juventud.

A la semana de haber llegado, doña Zara lo sorprendió al avisarle que había recibido una encomienda. La sorpresa era porque a nadie había avisado donde vivía. Pero allí estaba aquella caja pequeña, sin remitente. Subió hasta el tercer piso, donde estaba su habitación. Se sentó en la cama y rompió el envoltorio. Era un libro de medianas dimensiones y de unas cuatrocientas cincuenta páginas: El Silmarillion
decía el título; había una nota manuscrita:

Estimado Gabriel:

Te envío este obsequio pues sé muy bien de tu afición por las obras de fantasía, en especial la de Tolkien. Estoy contento porque mis anteriores envíos te agradaron (al menos eso estimo).

Entiendo que pueda causarte cierta sorpresa, y hasta molestia, que un extraño te haya estado enviando estos libros durante todos estos años en forma anónima, y no personalmente. Pero todo tiene un motivo. Pronto nos conoceremos (aunque ya me has visto antes).

Un saludo cordial.

Don Anselmo

PD: El amigo de J.V.”

Era la primera vez que una misiva llegaba firmada; antes solo decían: «el amigo de J.V.». Cada vez que leía estas iniciales, una sonrisa se le dibujaba en el rostro recordando la charla con Ana, la cocinera del orfanato, y su «Jotavé». Cierto era lo que decía esta última carta, que, si bien los libros le encantaban, le molestaba el carácter misterioso de quien se los enviaba, y, por más que pensaba a quién harían referencia las iniciales, no se le ocurría nada. Tiempo atrás, en el orfanato, se había tomado el tiempo suficiente para pensar en todas aquellas personas que conocía, y había anotado sus nombres en un papel. La lista se componía en su mayoría de gente del orfanato y de algunos que conoció cuando sus padres aún vivían; pero ninguno de los nombres concordaba con las iniciales J.V. Esto lo intrigaba todavía más y le daba un motivo extra para molestarse.

Ese «pronto nos conoceremos» no había llegado cuando Gabriel ya tenía veinticuatro años. Trabajaba durante el día en las oficinas de un supermercado realizando tareas administrativas y trámites bancarios, archivando infinidades de legajos. Al principio le gustaba, pues no estaba encerrado entre cuatro paredes; pero pronto se vio atrapado en algo mayor: la burocracia sin fin, colas interminables, la municipalidad, rentas, etcétera. Andando como loco de un lado para otro, veía la desidia de los empleados y el mal humor de la gente; el sufrimiento de los viejos esperando largas horas de pie para cobrar una magra jubilación; los insultos de los automovilistas por los embotellamientos. En definitiva: un caos generalizado.

Se sentía decepcionado. La vida era un desconcierto. Los noticieros reflejaban la constante agitación mundial, los continuos enfrentamientos, la autodestrucción del ser humano por su ambición desmedida. Millones de personas morían de hambre, otros miles en guerras, millones más por enfermedades. El mundo corría vertiginosamente por una angosta cornisa y, a ambos lados, solo se vislumbraba destrucción y muerte. A ese ritmo la humanidad se encaminaba a su segura destrucción a pesar de los avances tecnológicos. Sentía un gran vacío en su alma, no podía concebir ver todo aquello; se sentía un ser minúsculo que nada podía hacer para cambiarlo; un ser insignificante; un número más dentro de aquel caótico diseño. Pero un día todo cambió. Cuando cumplió su vigesimosexto año de vida, por fin conoció a don Anselmo.


4 – El enviado

Gabriel llegó una noche a la pensión y doña Zara le entregó un sobre. Él ya no dudó de quien podía ser la carta, y una extraña sensación le indicaba que esta sería el inicio de grandes cambios en su vida. Subió a su habitación. No perdió tiempo. Lo primero que hizo fue romper el sobre. La carta, como las anteriores, era muy escueta, pero significativa en sus palabras:

Querido Gabriel:

El momento ha llegado y no hay más tiempo que perder. Es necesario que nos veamos urgente. Estoy viviendo a diez cuadras de la pensión. La dirección es Azcuénaga 320.

Don Anselmo

Nada más. Ninguna otra explicación. No perdió tiempo. Llamó un taxi y partió rumbo a la dirección indicada.

Se encontró frente a una vieja construcción en cuya fachada con letras desgastadas se leía: «Taller de relojes». El frente del negocio estaba sin iluminar; a esa hora la mayoría de los comercios ya habían cerrado sus puertas. Miró por la ventana a través de una desvencijada cortina de plástico y pudo ver una tenue luz que provenía desde el fondo. Llamó a la puerta, y una voz cascada le respondió desde adentro: ¡Pasa!

El lugar estaba sumido en una penumbra. Cientos de tic-tacs de diferentes tonalidades y ruidos de engranajes aceitados lo recibieron en un recinto atestado de viejos relojes de toda clase. En los fondos se divisaba una silueta de espalda, sentada e inclinada sobre un escritorio. Una única luz proveniente de una lámpara de pared iluminaba el lugar de trabajo del hombre.

-Acércate, muchacho. No tengas miedo -dijo el hombre sin darse vuelta.

Gabriel se acercó y pudo observar a un anciano de pelo canoso. Un fuerte aroma dulzón se respiraba en el ambiente.

– ¿Cómo estás, Gabriel? ¡Un gusto volver a verte! -añadió dándose vuelta.

El joven al principio no lo reconoció. Pero pronto cayó en la cuenta de quién era aquel anciano de gruesos lentes, nariz ancha, mejillas rojas y espesas cejas que asomaban por encima de sus anteojos. Una pipa encendida descansaba sobre el escritorio de trabajo; esta era la que emitía ese aroma que inundaba todo.

– ¡Vaya que has crecido, muchacho!

– ¿Usted es…?

-Don Anselmo. Puedes llamarme don Anselmo.

– ¡Sí, sí! Pero a lo que me refiero, ¿es usted el hombre que conocí cuando yo era un niño?

-En el almacén de don Carlos. Exactamente, muchacho.

Gabriel estaba asombrado. Era aquel anciano que nada había cambiado en todos estos años. Se podría alegar que cuando uno llega a viejo ya no envejece más, pero este hombre se conservaba igual de vital que hacía dieciocho años atrás.

Recordó el comentario realizado por el anciano mientras esperaba ser atendido por don Carlos: «¡Buen libro ese! ¡El viejo Verne me hizo caso!«. –J.V. Ahora caigo -dijo Gabriel pensando en voz alta y volviendo a la realidad.
– ¿Cómo, muchacho?
-J.V. ¿Julio Verne?
-Exacto. Pensé que ya me ubicabas.
-Sinceramente no me acordaba de usted, y esas posdatas con que culminaba cada carta me rompían los sesos: «El amigo de J.V.». Muy gracioso de su parte.
– ¿Gracioso?
-Pues si alguien dice ser amigo de una persona que vivió en el siglo diecinueve, resulta gracioso, y hasta un poco tonto, diría.
-Te asombraría saber la cantidad de gente que he conocido.
-Quisiera entender de qué se trata todo esto. Usted me ha estado enviando libros desde que estaba en el orfanato. ¿Es acaso usted un pariente lejano mío?
-En absoluto, muchacho.
– ¿Entonces cuál es el motivo de todo esto? ¿Qué es lo que busca?
-Todo tiene una explicación, pero la mejor explicación que yo pueda darte de todo este asunto te resultará inverosímil. Solo quiero pedirte que me des la oportunidad de aclararte el tema. Después tú decidirás.
-Lo escucho, entonces.
-Bien, pero no aquí. Quiero enseñarte algo.
Don Anselmo se puso de pie.

-Ven, acompáñame -le dijo acercándose al centro del salón.

Hizo a un lado una alfombra que cubría parte del piso de madera. Debajo ocultaba una portezuela que daba entrada a un sótano. El anciano tomó el asa y, con esfuerzo, tiró hacia atrás y dejó al descubierto la entrada. El sótano estaba iluminado. Una escalera un tanto maltrecha conducía hasta el fondo.

-Acá guardo algunas reliquias que son, en cierta forma, recuerdos de todas mis épocas vividas en este lado del mundo.

Gabriel no comprendía las palabras del viejo. Pero decidió no hacer comentarios por el momento.

-Baja con cuidado, Gabriel, los escalones están medios flojos.

Comenzaron a descender. Tomando como referencia la escalera, sobre su lado izquierdo, amurado contra la pared, se levantaba un armatoste muy rústico de antiquísima madera pulida, el cual formaba una extraña combinación: era biblioteca y a la vez cama. Contaba con cuatro estanterías en donde se apilaban polvorientos libros que tan solo eran una parte del total, y, casi al ras del piso, debajo de estas estanterías y sirviendo de soporte de toda la construcción, se acoplaba una plancha de madera como si fuera una estantería más, pero con la particularidad de ser un poco más ancha que las otras. Esta parte del mueble servía de elástico sobre el que se desplomaba un colchón con un par de mantas encima. A la derecha de la escalera, sobre la otra pared, se amuraba un inmenso cuadro en el cual se destacaba la imponente figura de un unicornio parado sobre sus patas traseras, en una actitud desafiante y majestuosa. En el centro del sótano se hallaba una gran mesa de la misma madera que la «bibliotecama» (tal era el nombre que se le había ocurrido a Gabriel desde el primer momento que vio aquel mueble). Sobre esta mesa, y en gran desorden, había libros, anotaciones varias y objetos diversos. Al fondo del sótano, perdidos entre las penumbras sobre el piso, también sin orden aparente, y apilados hasta el techo, se encontraban cientos de libros más, y algunas reliquias a las cuales don Anselmo les brindaba todo tipo de cuidados y de las que se negaba absolutamente a desprenderse. La habitación se completaba con una alacena, repleta de utensilios rústicos, y una cocina; el baño se encontraba escaleras arriba.

-Acá abajo guardo objetos que he ido acumulando en mi prolongada vida. Tienen un significado sentimental muy grande para mí. En el transcurso de mis años he conocido a mucha gente, gente que he admirado enormemente a la cual he visto nacer, crecer y morir. Muchos me han dejado algún recuerdo, y son para mí verdaderas reliquias, fiel testimonio de amistades profundas -expresó don Anselmo.

Gabriel observaba aquellas antigüedades de diferentes épocas entre las que se hallaban estatuillas, libros, espadas, escudos y un sinfín de objetos que reflejaban las culturas a lo largo de la historia. Lo que más le llamó la atención fue una cota de malla, un yelmo, un escudo y una espada completamente intacta y reluciente, objetos de la edad medieval.

– ¿Me quiere decir que usted ha vivido en las épocas en que fueron fabricados estos objetos? -preguntó incrédulo Gabriel mientras pasaba su mano por la cota de malla.

-Así es, muchacho. Así es. Mi nombre real es Dercom, nativo de Valarión, la ciudad majestuosa enclavada en el centro del continente de Eridian. Fui enviado hace cuatro mil quinientos años a este lado del mundo, el mundo de los humanos, en busca de El Elegido. Sé que te resulta inverosímil todo esto que te digo, pero déjame que te resuma un poco la historia y el motivo de tu presencia acá. ¿Aceptas escuchar a un viejo «loco» aunque más no sea por compasión? -expresó el anciano sonriendo.

El muchacho asintió. Estaba fascinado por todos aquellos objetos, pero le resultaba bastante difícil, por no decir imposible, creer en las palabras de presentación del viejo.

Don Anselmo preparó café y le ofreció a Gabriel. Este aceptó y se sentaron frente a frente cada uno en un extremo de aquella rústica mesa. El viejo encendió su pipa, y sus profundos ojos azules se posaron en un punto indefinido del lugar con una mirada introspectiva, como indagando en las viejas páginas de su vida.

-Para que puedas comprender, debo empezar desde el mismísimo inicio de todo. Lo que estoy a punto de contarte son verdades absolutas que me fueron reveladas con el propósito de encontrar a El Elegido. Estas verdades son complejas y hasta un tanto incomprensibles, pero intentaré explicarte lo que yo comprendí -Tomó un sorbo de café y aspiró su pipa para luego exhalar el humo que le dio a la atmósfera del sótano un toque surrealista.

-El universo es un todo y es eterno, dividido a su vez en infinitos planos existenciales. Cada plano también es, a su vez, infinito y diferente de otros planos; con sus propias constelaciones, estrellas y mundos o sin absolutamente nada, eso depende de su creador, Dios o ser supremo, llámalo como quieras. Entre estas inteligencias superiores existe un Código de Ley Universal, el cual dice que no puede existir un plano existencial sin su creador, o sea, no puede existir un plano existencial sin nada, pues todos los demás, los infinitos planos existentes, se derrumbarían como fichas de dominó, y el universo simplemente desaparecería. Por tal motivo, cada plano existencial solo cuenta con uno y solo un creador, no pudiendo este pasarse a otro plano existencial. La Ley Universal también dice que para que el universo mantenga su equilibrio, estas divinidades deben ser positivas y negativas, es decir que existen tantos planos existenciales regidos por entidades positivas como por negativas. Acá no podemos hablar de cantidades, pues estas cantidades son el infinito mismo-

Don Anselmo hizo otra pausa e incitó a Gabriel a no dejar enfriar su taza. El joven, por su parte, estaba absorto con aquellas palabras y despertaba en su mente un laberinto interminable de conjeturas.

-Ahora pasemos a nuestro plano existencial, con sus infinitas constelaciones, soles y mundos. Este plano está regido por un creador positivo cuyo nombre para mi pueblo es Dontar. Los humanos, a lo largo de la historia, lo han llamado y personificado de diferentes maneras, según sus culturas, pero siempre nos referimos al mismo. En un principio, si se puede llamar principio a algo que ha sido, es y será eterno, Dontar, nuestro creador, vio su mundo vacío. Decidió entonces crear las galaxias con sus innumerables estrellas y sistemas planetarios. Después vino la vida, distintas especies podían disfrutar de su benevolencia sin que se les exigiera nada a cambio, ni siquiera el buen comportamiento. Los seres creados habitaban un mundo lleno de belleza, ajeno a las pestes que hoy se conocen y ajeno al hambre, al sufrimiento, a la injusticia, al miedo; ajeno a la muerte. Aquellos seres, algunos de los cuales te resultarán muy conocidos, Gabriel, a través de los libros que te envié y que leíste, no le temían a la muerte, pues esta no existía; todos eran inmortales. De esta forma, convivían pacíficamente los primeros nacidos, que son los humanos, con diferentes razas, como hadas, magos, duendes, ninfas, elfos, medianos, enanos… por nombrar algunas de las especies consideradas mitológicas. También existieron muchos otros pueblos que no se pueden encontrar en ningún libro de mitos y fantasías por más antiguo que sea, pues no lograron sobrevivir a la memoria de los tiempos. Fue así que hace muchísimo tiempo, mucho más del que te puedas imaginar, el mundo era una especie de paraíso, y era uno solo. Se hallaba cubierto en su mayor parte de bosques y de selvas vírgenes en donde gigantescos árboles cobijaban a los que por aquella época habitaban la Tierra Primigenia. Dontar era ayudado por cinco de los más poderosos magos, quienes fueron convocados por él en la cima sagrada del Danmajera, el lugar más alto de la Tierra en ese momento–. Estos grandes magos auxiliaban a Dontar a mantener el mundo en perfectas condiciones. Un gran tiempo bello transcurrió, pero algo sucedió. Otro mago, llamado Aldirk, quien era el más poderoso y sabio de los magos, se sintió ofendido al no ser convocado por Dontar para servir en su causa. Entonces su corazón se llenó de resentimientos, y su mente, repleta de conocimientos, se oscureció dando lugar a pensamientos negativos, transformando su personalidad bondadosa; convirtiéndolo lentamente en un ser ruin y perverso. Así creció en su interior un deseo intrínseco de hacer el mal, de destruir todo lo que Dontar había creado. Pero esto le resultó imposible y fue derrotado una y otra vez por La Orden de los Cinco –los magos convocados por Dontar–. Aldirk no hizo más que llenarse aún más de ira. Derrotado, se desterró en los confines de la Tierra, en donde Dontar y sus colaboradores aún no habían puesto su toque maravilloso de creación y en donde el Sol no llegaba con sus rayos. Permaneció durante siglos sumergido en la nada, masticando su rabia y pergeñando planes para incrementar su poder. ¿Qué sucedió entonces? Como te expliqué, en el universo infinito hay diversos planos de existencia y cada uno es gobernado por una inteligencia superior, que bien puede ser positiva o negativa. No todas, y creo que muy pocas de estas inteligencias, habían pensado en hacer lo que hizo Dontar: el crear otros seres. Pues bien, Dontar lo hizo y confió en ellos, pero fue traicionado justamente por el más poderoso de los magos. ¿Por qué no lo convocó entre Los Cinco si este era el más poderoso de su orden? Quizás porque, a pesar de la bondad y de las buenas acciones de Aldirk, Dontar sabía que había una semilla de maldad implantada en lo más recóndito de su alma, que estaba esperando solo una oportunidad para despertar y crecer.

Aldirk, en la soledad y el destierro autoimpuesto, logró contactar a Kalhanor, otro creador, otra inteligencia suprema de otro plano existencial. Esta entidad de carácter negativo otorgó a Aldirk poderes extraordinarios, mucho más superiores que los de cualquier otro ser creado por Dontar sobre la faz del mundo. Ahora Aldirk había logrado su propósito, ya nadie se interpondría en su camino.

Gabriel lo interrumpió.

-Hay algo que no me queda claro. Usted dice que un dios no podía estar o pasar a otro plano pues se destruiría a sí mismo; por lo tanto, Kalhanor, que era un dios negativo, no podía meterse en el plano de Dontar. Por eso transfirió poderes al mago Aldirk para que este hiciera el mal. ¿Por qué Kalhanor no creaba su propio mundo y hacía el mal directamente allí?

– ¿Te dicen algo estas palabras: «A su imagen y semejanza»?
-Es de un pasaje bíblico -contestó Gabriel.
– Pues sí, es de un pasaje del Génesis que va a contestar tu muy buena pregunta. Kalhanor, al ser un dios negativo, crearía seres negativos. Estos no sufrirían pues nacerían del mal, y el mal sería su regocijo; pero como los seres del mundo de Dontar eran bondadosos, ellos sí sufrirían.
– ¿Y Dontar no podía destruir a Aldirk?
-Dontar es un buen dios y no destruye: construye. Tampoco podría destruirlo ahora, pues Aldirk, el mago, tiene poderes de un dios, sin serlo.

-Todavía tengo una duda: si Aldirk es creación de un dios positivo, ¿cómo es que fecundó el mal en él?
-No puedo contestar a esa pregunta, pues no tengo la respuesta, Gabriel. Algunos aseguran que el plan fue gestado por Kalhanor, quizás sea lo real. Quizás no fue Aldirk el que hizo contacto con Kalhanor, sino que fue este quien se comunicó primero con el mago y quien sembró en un principio aquella semilla de maldad que supo ver Dontar.

Don Anselmo hizo otra pausa. Volvió a encender su pipa y aspiró profundamente. Luego continuó:

-Cuando Aldirk logró obtener poderes extraordinarios a través de Kalhanor, ya nada lo detuvo y comenzó a crear sus propias criaturas, seres malévolos que ahora sirven a su causa. Por otra parte, la desconfianza, la envidia y el odio empezaron a gestarse en cada ser viviente de la Tierra Primigenia –hasta ese momento un paraíso–, que comenzó a registrar los primeros cambios atmosféricos y la aparición de enfermedades y pestes que diezmaron gran parte de la población. Dontar convocó nuevamente a La Orden de los Cinco en la cima del Danmajera y allí les comunicó que debían combatir contra Aldirk hasta las últimas consecuencias y que debían soportar el asedio de este hasta que él, Dontar, lograse encontrar una solución antes de que el mundo cayera. Así lo hicieron los grandes magos, y cruentas luchas se libraron durante siglos. Dontar, gracias al sacrificio de los pueblos unidos, logró dar con la solución y lanzó su sentencia contra Aldirk: «Un primer nacido será el elegido para poner fin a la Edad de la Oscuridad, y, con ella, a todas sus criaturas maléficas y a la serpiente que las gobierna». Esto llenó de pavor a Aldirk y a sus huestes, y una luz de esperanza destelló para los pueblos oprimidos. Pero la respuesta del maligno no se hizo esperar. Reuniendo todo el poder con el que contaba, llevó a cabo el más atroz ataque que hasta ese momento se conocía, logró separar a los humanos –los primeros nacidos– del resto de los pueblos. Los colocó en dimensiones diferentes dentro de este mismo plano existencial y volvió invisible la existencia de unos a los ojos de los otros. Allí nació un único mundo dividido en dos, y ambas partes, creadas sobre bases maléficas. Aldirk, al separar la raza humana del resto y al permanecer él en la dimensión inicial, logró hasta el momento evitar que la sentencia de Dontar se cumpla. Así llegamos a lo que es hoy el mundo de los humanos, un mundo que va directamente a la destrucción, y, cuando esto suceda, la sentencia de Dontar no se cumplirá. En ese caso Aldirk habrá triunfado definitivamente. Tal fue la necesidad de poder que debió reunir el mago malvado para concretar este terrible ataque y para distorsionar el espacio-tiempo que casi se autodestruye. Quedó extremadamente débil. Entonces huyó y se guareció en las tierras oscuras de Mundark; y su azote desapareció durante siglos. Los pueblos se sobrepusieron a la terrible pérdida de los humanos al mismo tiempo que los humanos iniciaban una nueva vida creyéndose únicos sobrevivientes de la hecatombe. El correr del tiempo fue transfigurando la memoria colectiva en ambos lados, volviendo fantasía lo que en un principio había sido realidad: la comunión de diferentes razas. Dontar no descansó y, después de varios siglos, convocó por última vez a La Orden de los Cinco en la cima del Danmajera. Allí les entregó en custodia La Llave que abriría el portal para que tan solo un habitante de los pueblos unidos pudiera acceder a la dimensión en donde los humanos habían sido desterrados por Aldirk. La misión de La Orden de los Cinco sería la de confiar esta llave en custodia a un pueblo que ellos designaran, y la misión de este pueblo sería la de designar a la persona que afrontaría el viaje a la tierra de los humanos. Después de dejar La Llave en custodia de los elfos, los cinco magos se retiraron. Ahora moran en el Gran Palacio Blanco enclavado en la cima del Danmajera, esperando la hora en que El Elegido los convoque para la batalla final. Aldirk se recluyó en las Tierras Oscuras para aunar nuevamente el poder necesario que sometería definitivamente a los pueblos unidos. Por los humanos ya no se preocupaba, pues creía que era cuestión de tiempo para que ellos mismos pusieran fin a su suerte, tiempo que ya está a punto de cumplirse. Todo esto sin saber hasta ese entonces de la existencia de La Llave. Los elfos debían custodiarla y elegir al enviado que ejecutaría la misión; pero Aldirk despertó y comenzó nuevamente a sembrar el mal. Rencores, odios y pestes comenzaron a azotar los pueblos que ya no estaban unidos. Guerras intestinas se sucedieron, y las enfermedades lograron que la inmortalidad fuera pensada como algo mítico. Solo los elfos lograron preservarla, pero a costa de su exilio; debieron dejar la bella Valarión y La Llave al cuidado de un grupo de nobles semielfos que decidieron sacrificarse para cumplir con su cometido de entregársela a quien designasen como enviado. El tiempo pasó, y en la bella Valarión se reunió el gran consejo y, de común acuerdo, me eligieron para partir en una misión primordial: encontrar al hombre indicado. Yo fui designado El Enviado. Tengo en mi poder la llave que abrirá el portal por el cual solo uno puede pasar al otro mundo: El Elegido. Esta llave fue llamada El Legado de los Cinco. Lo que nunca supuse es que me llevaría tantos años dicha búsqueda, y te explico el por qué: La misión no debía durar más de dos mil años, tiempo suficiente para que encuentre a El Elegido, pero el secreto de la existencia de la llave había llegado a oídos de Aldirk. Lleno de pánico, y, en una nueva demostración de poder, distorsionó aún más el espacio-tiempo de los humanos. Así fue como mí llegada a tu mundo fue terriblemente modificada, y aparecí en la cuna de la civilización, en los albores del comienzo humano. Por supuesto que esto yo no lo sabía, solo sabía que en el transcurso de dos mil años yo tenía que encontrar al elegido. Los años se sucedieron, y noté con horror que algo no resultó en mi paso por el portal. Todo dependía de mí y de cuanto soportase con vida. Los siglos fueron pasando. Mis ojos han visto casi cinco mil años de historia humana. A lo largo de mi estadía en tu dimensión he visto nacer y morir civilizaciones completas; fui testigo presencial de momentos únicos. Gabriel, he recorrido este mundo a lo largo y a lo ancho cientos de veces; miles de veces. Conozco prácticamente toda la historia escrita y no escrita de la humanidad. En mi incesante peregrinaje, he aprendido mucho de cada cultura y de cada pueblo; he hablado cientos de idiomas y dialectos; he compartido con grandes héroes una y mil batallas. Miles de años descansan sobre mi agotado cuerpo. Todos estos siglos estuve buscando infructuosamente a El Elegido en aquellas personas cuya vida han tenido un tinte heroico, en las que han marcado un rumbo, en las que han llenado páginas de gloria con sus actos a costa de su sacrificio. Pero no. Jamás pude encontrarlo. Entonces comprendí que nuestra esperanza radicaba en el hombre común, en alguien con valores bien formados; pero alguien sencillo, que no supiese que, en su interior, en lo más profundo de su ser, se esconde una semilla que espera germinar con estos valores e ideales que lo impulsarán a luchar hasta las últimas consecuencias, hasta lo indecible, por hacerlos realidad. Esa persona, en principio, no lo sabría; se sentiría uno más en el montón; sería alguien que estaría luchando por subsistir, asistiendo desesperanzado al lento decaer de la especie. Y hoy, después de tanto, tanto buscar, podré decirle a esa persona que tiene una oportunidad única de cambiar el curso de las cosas, de poder culminar para siempre con todos los flagelos de la humanidad.
– ¿Qué me quiere decir con toda esta fascinante historia? ¿Qué El Elegido soy yo? -expresó Gabriel con cierto sarcasmo, sin poder dar crédito a nada de lo narrado por el viejo.
-Sé que no me crees, muchacho. Sé que es difícil abrir la mente en estos tiempos. En el pasado, los humanos pecaban de supersticiosos. En estos tiempos pecan de incrédulos. Solo te pido que, al menos, me otorgues el derecho de la duda. No te cierres por completo ni sucumbas al escepticismo total.
– ¿Cómo pretende que le crea? No lo conozco. Es la segunda vez que lo veo en mi vida. Me estuvo enviando esos libros durante todos mis años de permanencia en el orfanato sin saber yo que era usted. Me cita en su casa y me cuenta toda una historia de leyenda tratando de hacerme creer que es verídica y, por si fuera poco, me dice que yo tengo un papel que jugar en esa historia. ¿Por quién me ha tomado, señor? No quiero ser descortés, pero no me gusta que me traten de imbécil.
-Lo lamento, Gabriel. Lo lamento y entiendo tu furia, pero no he hecho más que cumplir con mi deber. Yo no hago las reglas, las cumplo. Y si mi rol era el de buscarte, ya lo he cumplido. No es mi culpa que tu papel en esta historia fuera el central. Ya estoy viejo, muy viejo; y poco es lo que me queda de vida. No tendría que hacerme más mala sangre y decir: «basta, al diablo con esto». Si quieres aceptar, acepta; y si no, haz lo que quieras. Pero no… No me conformo con eso, tengo valores y tengo amigos que guardan la esperanza de que cumpla mi palabra y de que tú juegues el rol que te toca. Si quieres pruebas: pruebas tendrás, muchacho. Ahora vete y reflexiona.
-Usted me habla de pruebas. Enséñemelas y quizás… quizás, pueda llegar a creer en sus palabras.
-No soy humano. Te podría mostrar mis orejas puntiagudas y tampoco creerías; pero sí tengo un don, uno que la mayoría de los humanos no tiene: la percepción. Algo va a pasar en el transcurso de esta semana. Algo que puede adelantar el fin de la raza humana. No sé cuándo ni dónde, solo sé que en el transcurso de esta semana algo va a suceder. Estate atento. Y, si eso te convence, yo estaré esperando tu respuesta.

El viejo no habló más. Tomó un viejo libro que yacía sobre la mesa y se puso a leer, dejando a Gabriel confuso y furioso.

-Le puedo asegurar que no volveré a pisar esta casa.

El viejo no respondió. Gabriel subió las escaleras y se marchó dando un portazo. Don Anselmo cerró el libro, dio una profunda pitada a su pipa y sonriendo dijo:

– ¡Oh, sí! ¡Sí que volverás!


5 – Adiós al trabajo

Eran las ocho treinta de la mañana del lunes. Gabriel corría por el andén del subte. Otra vez llegaría tarde a la oficina y no tenía un pretexto valedero para justificarse. Después de su charla con don Anselmo, retornó caminando a la pensión. En su cabeza resonaban una y otra vez las palabras vertidas por el anciano, y eso lo mantuvo despierto casi toda la noche. Recién a las cinco el sueño lo venció y no escuchó el reloj que siempre lo despertaba a las siete.

Alcanzó el subte que salía una hora después del que tomaba habitualmente. Ya el gentío era mayor y se viajaba apretado como ganado. Su destino eran las oficinas de Supermarc, una importante cadena en donde realizaba tareas administrativas ordinarias. Se las tendría que ver nuevamente con el jefe de personal, Pedro Bruguera. Gabriel llevaba trabajando tres años en aquel comercio y, desde un primer momento, su relación con Bruguera no fue buena. No se dirigían la palabra; Bruguera siempre estaba al acecho, esperando que Gabriel cometiera alguna falta para poder caerle con toda su arrogancia y antipatía. Hoy tendría un buen motivo para fastidiarlo.

Después de su salida del orfanato, Gabriel había deambulado por distintos trabajos hasta que recaló en este que era lo mejor que había podido encontrar. Una jornada de Gabriel era de ocho horas corridas en la oficina, salía a las cuatro de la tarde, de allí se dirigía a su departamento, comía algo, se daba una ducha, repasaba las materias del día y, a las diecinueve, partía hacia la universidad para retornar pasada la medianoche, comer un bocado y acostarse.

Muchas veces se vio tentado de largar todo al diablo, pero “¿y después qué?” se preguntaba. Quería huir de aquel mundo agotador, de aquella sociedad, que, con todas sus normas y leyes, se había transformado en las más perfecta y cruel de las junglas de la cual nadie escapaba. La monotonía absoluta se repetía día tras día no solo para él, sino también para la gran mayoría de las personas.

Se acercaba al supermercado. Ya imaginaba la cara de Bruguera llena de satisfacción. Esta vez tendría todas las cartas a su favor. Gabriel se acercó a la entrada, marcó la tarjeta de control horario y se dirigió a su escritorio. Inmediatamente salió de su oficina, como disparado por un resorte, Carlos Bruguera. Se dirigió al escritorio de Gabriel. Esta vez se daría el gusto de reprenderlo frente a todos sus compañeros.

– ¡Buenas tardes, señor Lozada!
Gabriel intentó ensayar una disculpa, pero Bruguera siguió hablando.
– ¿Sabe usted qué hora es?
-Pues creo que las nueve y veinte, señor.
– ¡No lo crea, señor Lozada! ¡Son las nueve y veinte de la mañana! ¿¡Qué excusa tiene para semejante falta!? -gritó Bruguera poniéndose morado.
-Me quedé dormido.
– ¡Se quedó dormido! -repitió Bruguera mirando hacia todos lados para cerciorarse de que los demás empleados hubieran escuchado-. Señor Lozada, retírese. Está suspendido.

Muchas veces Gabriel había sido reprendido y nunca había reaccionado, pero estaba hastiado de tanta humillación.

– ¿Sabe algo, Bruguera? Estoy cansado, cansado de escucharlo y de ver su estúpido rostro todos los días; cansado de este trabajo de porquería; y cansado de mi falta de actitud para hacerme respetar. ¡Así que puede meterse mi puesto de trabajo en el centro del culo! ¡Renuncio!

Bruguera no reaccionó. Quedo tieso como una estatua. Jamás hubiera esperado una respuesta así por parte de un empleado, y menos de Gabriel Lozada, que siempre había sido tranquilo.
Gabriel se puso de pie, sacó algunas cosas de su escritorio y, sin saludar a nadie, se marchó bajo la mirada atónita de los que habían sido hasta ese momento sus compañeros de trabajo.

Cuando salió del supermercado se sentía extrañamente bien, se sentía liberado de presiones, de estúpidas presiones impuestas por una sociedad injusta, y se sentía bien de haber hecho lo que hizo, aunque después le pesase. Era como ir en contra de la corriente; patear el tablero, aunque más no sea por una vez en su vida. Caminó un par de horas sin rumbo fijo. No hacía frío. Estaba nublado, y una pequeña garúa había comenzado a caer. Entró a un bar y pidió un café. Pensó lo que había sido su vida hasta ese momento; triste, sin condimentos que lo motivasen. Estaba solo en el mundo, sin familia, sin amigos. Su único gran sueño le era imposible cumplirlo, pues no tenía dinero. Viajar, conocer, observar las distintas culturas de los pueblos era una utopía. El trabajar le había servido nada más que para sobrevivir. Trabajos asfixiantes, agotadores y que no lo colmaban para nada. Muchas veces se preguntaba por qué había nacido en aquella época. Le hubiera gustado vivir en un tiempo en el que el mundo aún no era conocido, cuando gran parte de la Tierra era atracción y misterio; un mundo completo por descubrir. De niño se había imaginado a sí mismo como un gran aventurero que se embarcaría para partir a tierras extrañas en su endeble navío impulsado solo por la ayuda fortuita del viento. Pero no. Había nacido y crecido en un mundo acelerado y tecnológico, absolutamente materialista, en donde la magia, la fantasía y la emoción por lo desconocido habían cedido terreno a las luchas por el poder económico, a la destrucción del medio ambiente por la industrialización, a la carrera armamentista. Guerras, hambre, miseria, enfermedades y el total desprecio por la condición humana dejaban de lado viejos valores como la amistad, la solidaridad, la lealtad y el respeto por el prójimo. Todo valía si el único fin era el obtener ventaja. Conquistar, someter, saquear parecen palabras de tiempos pasados, pero es en esta época cuando más se desarrollan estas acciones, disfrazadas bajo falsas fachadas que muestran a las grandes potencias como víctimas que necesitan defenderse y justificar lo que les infligen a los pueblos más débiles. La gente de hoy en día vive sumida en una apatía absoluta que busca constantemente un esbozo de asombro en los nuevos progresos tecnológicos, asombro que no dura más que un instante. ¿Hasta dónde llegará el humano con su tecnología? Y si esta llegase a puntos límites ¿Después qué? ¿Se sumirían en un continuo abatimiento, una eterna falta de interés por todo? A veces tanto conocimiento superfluo puede ser perjudicial.

Pensó también en el viejo, y las palabras de este se repetían en su mente una y otra vez. ¿Podía ser cierto aquello o tan solo era un viejo loco apasionado de las historias fantásticas? Ahora que se le ofrecía esa extraña oportunidad de escaparse de este mundo enfermo, le sonaba como algo irracional, algo fuera de contexto; pero ¿y si fuera cierto?, ¿y si no lo fuera?, ¿qué perdería con intentarlo?, ¿decir un «sí» por el solo hecho de probar? Sacudió la cabeza en señal de negación; a la vez que sonreía se decía que todo eso eran solo patrañas, estupideces de alguien que no está en su sano juicio.

Ya no tenía trabajo, tendría que empezar a buscar nuevamente. Largas colas de postulantes para cubrir una mísera vacante, un puesto que a la corta o a la larga conseguiría. Otro trabajo más, tedio absoluto, oficina, papeles, burocracia, falsedad, aburrimiento. Se tomaría unos días para descansar y reflexionar. Leería un poco, miraría televisión y hasta quizás les daría alguna oportunidad a las locuras del viejo. Sonrió. ¿Qué podía hacer? No tenía opciones y lo sabía. Solo le quedaba agachar la cabeza y seguir adelante.

Un remolino de clientes se amontonó frente al televisor del bar. En un principio Gabriel no les prestó atención, aunque se mostraban tan exaltados por lo que estaban viendo que no tuvo más remedio que mirar. La noticia de último momento, que había interrumpido la programación en todos los canales, mostraba una terrible explosión sucedida en Estados Unidos, en la ciudad de Nueva York, que hizo recordar el atentado que terminó con las Torres Gemelas. Pero esta explosión era dantesca. Toda noticia que llegaba era muy confusa, y las filmaciones tomadas vía aérea mostraban la ciudad arrasada. Gabriel se puso de pie y se acercó al televisor. Estaba aturdido por la crónica, como todo aquel que recién se enteraba. Siguió durante un rato la información que llegaba y que se modificaba constantemente. Estados Unidos no había sido atacado por terroristas, aunque ellos así lo considerarían. Habían sido atacados por un grupo de naciones árabes, hartas de tanta prepotencia. Era el inicio de una nueva guerra, la guerra por el petróleo que podía arrastrar al resto de las naciones a una conflagración mundial.

«Algo va a pasar. Algo que puede adelantar el fin de la raza humana. No sé cuándo ni dónde, pero en el transcurso de esta semana algo va a suceder. Estate atento, y, si eso te convence, yo estaré esperando tu respuesta». Las palabras del viejo repiqueteaban en la mente de Gabriel. «El viejo, el viejo sabía», pensó azorado. Apartó la vista del televisor y salió a la calle, como hipnotizado, no por las imágenes que acababa de ver, sino por aquellas proféticas palabras del viejo que le había prometido pruebas. Estas se habían revelado y, con ellas, una luz de verdad sobre todo lo narrado por el anciano la otra noche.

La calle estaba atestada de transeúntes que corrían en busca de alguna vidriera que reflejase en algún televisor las imágenes del desastre; imágenes que, en vez de asustar eran tomadas como un entretenimiento más. La gente se había acostumbrado a ver diariamente la muerte a través del televisor. Atentados, asesinatos, suicidios y hasta las mismísimas guerras eran transmitidos en vivo y en directo, entreteniendo con el horror y el dolor ajeno, vistos como si fueran películas. La gente no tenía ni idea de que estas masacres incumbían a todo el mundo, ni de que, tarde o temprano, a ellos también les tocaría. Primero se es espectador de este circo romano, viendo como el león devora a su presa. Más tarde se es la presa.

Gabriel seguía caminando como sin ver, pero la claridad vino a su mente en un flash, en una absoluta revelación divina de lo que tendría que hacer. Esta sensación única de saber el por qué se ha venido al mundo colmó su ser. Las decisiones surgieron claras y espontáneas. Se dirigiría de inmediato a decirle al viejo que aceptaba su propuesta. Si don Anselmo estaba loco, él iba a ser más loco que el viejo al contestarle que sí. Todo en su ser le decía que no era para nada una locura.

Bajó presuroso la escalera que lo llevaba a la estación del subte. Se detuvo a la mitad. Una anciana, con una pierna amputada, mendigaba sentada en el suelo, apoyando su cansada espalda contra la pared.

-Tome, abuela. Es lo único que traigo, y perdóneme por no haberme dado cuenta antes.
– ¡Hijo, tú no tienes nada de qué disculparte! ¡Acércate!

Gabriel se agachó, y la anciana clavó sus negros ojos en los de él, estiró una mano flaca, arrugada, y rozó la mejilla del muchacho.

– ¡Tú no eres igual a nadie! ¡Lo leo en tus ojos, hijo! ¡Tú no eres igual a nadie!

Gabriel tomó entre sus manos la de la anciana, le agradeció con una sonrisa y se marchó.


6 – Antes de partir

El mundo estaba alterado, y no era para menos. Estados Unidos había sido atacado y ahora preparaba una contraofensiva que amenazaba con arrastrar al resto de las naciones a una tercera guerra mundial. Si bien las actividades no se habían interrumpido, sí se habían visto afectadas, y lo que en un principio sumió a la gente en la necesidad de satisfacción mediática, con el transcurso de las horas se transformó en necesidad de información. Una creciente preocupación fue ganando el corazón de cada habitante del planeta cuando se conocieron los primeros datos oficiales de las miles de víctimas que, se estimaban, había ocasionado dicho ataque. Entre toda esta psicosis colectiva desatada, solo una persona tenía muy claro en su mente lo que debía hacer, y no era precisamente correr tras un televisor o una radio en busca de información.

Gabriel viajaba de pie en un subte de la línea A atestado de gente que lo único que hacía era mirar un pequeño televisor ubicado en uno de los extremos del vagón. Como nunca, el murmullo habitual que se sabe escuchar esta vez no existía. Un silencio absoluto se había generado para escuchar las últimas informaciones que apenas si eran audibles opacadas por el ruido de la formación. Él, sin embargo, no miraba el monitor. Iba absorto en sus pensamientos, deseando llegar cuanto antes a la casa del anciano.

Una hora y media después, se hallaba frente a la puerta del local de reparaciones de relojes del viejo. Ingresó al lugar, pero no vio a don Anselmo. Inmediatamente una voz se escuchó desde los fondos del pequeño taller de reparaciones, en donde el anciano pasaba la mayor parte de su tiempo enfrascado en resucitar viejas reliquias.

-Pasa, muchacho. Acércate.

Gabriel sorteó el pequeño mostrador por uno de sus lados. Encontró al viejo tal cual lo halló en su primera visita.

-Mira este reloj. Me lo obsequió un queridísimo amigo en el año 1781. Es uno de los primeros de cadena que se fabricaron; toda una reliquia. Jamás había fallado. Cada tres años le practicaba una limpieza, pero nunca se había detenido hasta hoy. Extrañas coincidencias, ¿no te parece? Quizás me esté diciendo que mi tiempo ha llegado a su fin –dijo el anciano.

Se puso de pie y volvió a guardar en su bolsillo el reloj de cadena en un acto reflejo que, según él, repetía desde el año 1781.

-Vamos, muchacho. Acompáñame al sótano. Tengo algo que mostrarte.
– ¿Cierro la puerta del negocio?
-Déjalo así. No creo que alguien venga hoy.

Mientras bajaban las escaleras, el viejo continuó hablando.

– ¿Sabes, Gabriel? No estoy para nada arrepentido de haber tomado la misión, si bien me alejó definitivamente de mis seres queridos, de mi pueblo y de mis amigos. He conocido a gente maravillosa y he vivido momentos inolvidables, algo que nunca hubiera sucedido si no aceptaba el legado que me fue encomendado. He vivido una aventura épica y gloriosa.

Llegaron abajo.

-Siéntate, debo buscar algo. Solo déjame pensar dónde lo tengo -quedó dubitativo, de pie frente a una de las estanterías repletas de libros y papeles polvorientos.
– ¡Ah, sí! ¡Ahora recuerdo! Creo que estaba en esta pila.

Extrajo un montón de papeles viejos y amarillentos y los llevó hasta la mesa. Se sentó y empezó a buscar mientras continuaba hablándole a Gabriel.

-Cómo te decía, Gabriel, he vivido una aventura épica y gloriosa, desde mi punto de vista, y para nada estoy arrepentido de haber iniciado aquel viaje que ahora llega a su fin, un viaje de miles de años. A través de todo este tiempo he amado, he sufrido, he reído y llorado. He compuesto mi propio poema épico el cual los sumerios compusieron al gran Gilgamesh. Lo único que lamento es no poder presenciar la continuación de esta historia. Y si bien seré recordado como aquel que hizo posible la última voluntad de Dontar: tu viaje, que ahora ha comenzado, esta aventura opacará todas las que hayan sido contadas y transcritas al Gran libro de las leyendas, que reside en poder de los magos. Tu viaje, Gabriel, se inscribirá, indiferentemente de cuál sea su final como «La última leyenda».

El viejo hablaba como si ya supiera la decisión de Gabriel. Él ya no se sorprendía por esto, solo hacía nada más que confirmar todo lo expuesto la noche anterior.

-Lamentablemente los acontecimientos se han suscitado de la forma más violenta. Mucha gente ha muerto hoy, Gabriel, y mucha más morirá con el devenir de los días. Eso no lo podremos evitar. Pero debemos movilizarnos rápidamente para promover una oportunidad de salvación para el resto de los humanos y, como consecuencia al resto de las razas. Debes partir cuanto antes.

El corazón de Gabriel dio un vuelco.

– ¿¡Ahora mismo!?
-Esta noche, Gabriel. Pero antes debes ver esto. Acá está lo que buscaba.

Extrajo un arrugado y amarillento pergamino diseñado por él mismo hace cientos de años. Lo desplegó en la mesa y sopló sobre su desgastada superficie. Era un mapa que destacaba continentes con ríos, bosques y poblados totalmente desconocidos para Gabriel, ya fuera por la conformación o por los nombres que allí se mencionaban.

-Observa bien este mapa, muchacho. Observa mi mundo tal cual lo dejé miles de años atrás -expresó el viejo, y sus ojos se nublaron con antiguos recuerdos-. No soy un buen dibujante, pero me las he arreglado bastante bien como para reproducir lo que se conocía del mundo en aquel tiempo. El gran problema de todo esto es si aún existen los pueblos que en este mapa figuran; lo más seguro es que alguno haya desaparecido.
-Supongo que este mapa me lo va a dar.
-Supones mal, muchacho. Por eso te decía que te fijes bien, que trates de guardar en tu retina lo que más puedas, pero principalmente las X que te he marcado y las líneas que las unen.
– ¿Pero por qué no me hace una copia para llevar si quiere conservar este mapa?
-No es que no quiera entregártelo, es que no puedes atravesar el portal con él. Esa es una de las cuestiones de las que te tenía que hablar. Cuando atravieses el portal, todo lo material, todo lo que no sea parte de ti, se esfumará. Aparecerás desnudo del otro lado.
– ¿Y en dónde se supone que apareceré?
-Acá, en esta primera X: El Bosque Tranquilo -dijo el viejo apuntando con el dedo.
– ¡Pero no voy a andar desnudo caminando por ahí!
-Si todo sale como fue previsto, aparecerás a los pies del viejo Thom, el más majestuoso árbol del Bosque Tranquilo. Debes fijarte dentro de un hoyo en su tronco y, si aún no se han pulverizado, encontrarás en él ropas adecuadas. Ahora, quiero que escuches bien lo que tienes que hacer; pero recuerda: todo esto fue planeado hace más de cinco mil años, es muy factible que hayan cambiado muchas cosas y, si te encuentras con algún contratiempo para dar con aquellos a los cuales tienes que ver, tendrás que resolverlo por ti mismo. Lo esencial en toda esta primera etapa es que evites el peligro, pues todavía no estás preparado para enfrentarlo.

A continuación, el viejo le fue detallando paso a paso lo que tendría que hacer, en una charla que se prolongó por más de tres horas. Después don Anselmo le pidió que se fuera a descansar, el paso por el portal no era nada agradable, según sus palabras, por tal motivo también le pidió que no comiera.

Gabriel regresó al residencial. Doña Zara no se asombró de verlo en ese horario, estimaba que muchas actividades se habían paralizado a consecuencia del ataque sufrido por el país del norte. De todas formas, Gabriel le dijo que salía de licencia, y con eso satisfizo aún más la curiosidad de la buena mujer. Subió a su departamento. No tenía hambre. Muchas cosas daban vueltas por su cabeza. Algo irreal estaba a punto de sucederle. Dudas, ya no tenía.

Salió del baño luego de una refrescante ducha. Se secó el cuerpo y se dirigió desnudo al gran espejo del ropero. Allí se contempló detenidamente, «¿yo un héroe?», se preguntó mientras observaba su cuerpo un poco delgado para el metro ochenta y cinco que tenía. Gabriel era un joven apuesto, pero nada fuera de lo común. Usaba su cabello corto de color oscuro peinado hacia atrás, sus espesas cejas y sus largas pestañas enmarcaban sus ojos pardos de mirada penetrante. La nariz recta y la boca con labios normales conjugaban con el mentón cuadrado y firme.

Se terminó de peinar y se vistió. No haría caso al viejo en lo que a descansar se refería, sería inútil intentarlo con tantas cosas que pasaban por su cabeza, iría a caminar y comería algo liviano como para no recargar mucho el estómago. Debía despejarse, debía liberar su mente. Quizás todo fuera un sueño, el sueño que tienen miles de personas que, como él, se sienten atrapadas en una sociedad despiadada. Un sueño del que quizás despertaría en cualquier momento y se daría cuenta de que nada había ocurrido, que seguía atrapado en aquella cárcel inexpugnable, en aquella cárcel en las que todos ingresaban cuando nacían y cumplían una condena de cadena perpetua. Así era la sociedad para Gabriel, pero él seguiría adelante, disfrutaría de este supuesto sueño hasta el último minuto.


7 – Rumbo a lo desconocido

Diez de la noche. Gabriel caminaba despacio rumbo a la casa del viejo. Las calles lucían como nunca, solitarias y tristes bajo aquella garúa que no había cesado desde la mañana. Todos estaban en sus hogares, agolpados frente a los televisores viendo las últimas informaciones que venían de Estados Unidos. Con el transcurrir de las horas un creciente nerviosismo, entremezclado con miedo, ansiedad y deseos de partir, había ido ganando su corazón. El recuerdo de sus padres se había hecho presente más que nunca. Durante el día había ido al cementerio, algo que no hacía en años. Limpió y ordenó sus sepulcros, colocó flores frescas y dejó que los recuerdos felices de la infancia acudieran y se le clavaran como agujas, llorando por primera vez desde aquel infortunado día en que los perdió. Un duelo que les debía.

Continuó caminando cabizbajo, mojado de pies a cabeza, con las manos en los bolsillos de su vieja y querida campera de jean y, mientras caminaba, le vino a la mente un diálogo que mantuvo con su padre: «Cuando estés asustado y te sientas solo, recuerda que, aunque no me veas, siempre estaré ahí contigo. Y si tienes que tomar una decisión, solo escucha a tu corazón, hijo. Cierra los ojos por un instante y escucha a tu corazón. Él siempre tiene la respuesta correcta».

Llegó a la casa de don Anselmo, golpeó la puerta y, sin esperar una contestación, entró.

– ¡Estoy acá abajo, Gabriel! -Se escuchó la voz del anciano proveniente del sótano.

Gabriel bajó y halló al viejo hurgando entre las pilas de viejos libros, refunfuñando y transpirando. Por lo visto llevaba horas así, buscando algo.

-Toda mi vida he sido despistado y desordenado -dijo el viejo- pero jamás pensé que llegaría a tal extremo.
– ¿Qué perdió? -preguntó Gabriel, de pie al lado de la mesa, aún con las manos en los bolsillos.
– ¿Qué perdí? En realidad, no perdí nada, está acá, en esta habitación oculto entre todos estos trastos. Solo debo recordar dónde lo dejé.
– ¿Pero, qué cosa? -preguntó Gabriel impaciente.
-Un libro. Un viejo libro de tapa dura que tiene dibujado un ojo cerrado. Allí tengo oculta La Llave que abre el portal.
– ¿Es un libro de tapas amarillas?

El viejo se dio vuelta y sacándose los anteojos miró a Gabriel estupefacto.

-Sí. ¿Cómo lo sabes?

-Hay uno igual acá, sobre la mesa -dijo levantando el pesado libraco.
– ¡Por todos los demonios del infierno de Dante! -expresó el viejo- ¡Ese es el libro! ¡Llevo horas buscándolo y estaba encima de la mesa el muy condenado!

El viejo se dirigió hasta donde estaba Gabriel, tomó el libro con sus dos manos y lo depositó nuevamente donde había estado. Buscó entre sus herramientas una cuchilla bien filosa e introdujo la punta por uno de los bordes de la tapa del libro.

-No se me ocurrió mejor idea que ocultarlo acá, entre las tapas de este viejo mamotreto que a nadie le interesaría. Así, en caso de robo, este libro sería completamente ignorado como botín, medida que tomé después de haber extraviado La Llave durante cinco años, allá por el año 1820 en Berlín. Creí que jamás la recuperaría, pero logré dar con los ladrones. Por cierto. Intentaron fundirla, lo que no sabían es que es indestructible.

Terminó de cortar el canto superior de la tapa e introdujo la cuchilla en su interior. Haciendo palanca, terminó de desgarrar por completo la cubierta. Extrajo una fina planchuela de oro de unos veinte centímetros de largo por unos diez de ancho y tres milímetros de espesor. Era una antiquísima planchuela de oro reluciente confeccionada por los Cinco. Sobre una de sus superficies tenía tallado en bajorrelieve un ojo cerrado, el cual ocupaba la parte centro superior de la planchuela. Bajo este ojo había una escritura realizada con caracteres indescifrables para Gabriel, pero que sin ninguna duda se trataba de una extraña lengua.

– ¡Esta es La Llave, Gabriel! ¡Esta es La Llave Primordial, la que abre el portal: el portal de la esperanza o la destrucción total! Ponte de pie.

Gabriel obedeció, aturdido, sin despegar la vista de la planchuela de oro que relucía en las manos del viejo. Este se acercó y se la entregó.

– ¿Ya me marcho? -preguntó Gabriel
-Ya es hora, Gabriel. Cuando estés en el otro lado, no sé si será de día o de noche, no sé si hará frío o calor y tampoco sé cuánto ha cambiado mi mundo desde mi partida. Recuerda todo lo que charlamos hoy. Aparecerás al lado de un viejo árbol que, espero, aún esté de pie. En su interior hay un mapa y ropas adecuadas para que te pongas. El mapa es para que puedas llegar a Valarión y te presentes ante el rey de turno. Recuerda también que el Bosque Tranquilo está custodiado por los Scrillch. Ellos han sido mis amigos y sabían de todo este plan, por eso se decidió que tu aparición fuera en este bosque, al que muy pocos se atreven entrar.
-Me pregunto por qué no aparezco directamente en Valarión. Hubiéramos ahorrado muchas complicaciones.

-Valarión estaba muy convulsionada cuando yo partí. Y hasta temo realmente que Valarión esté en manos del enemigo. Por eso el custodio del árbol te dará las últimas noticias y, en caso de que algo haya cambiado, deberás tomar tus propias decisiones.
– ¿Y a usted ya no lo veré más?
-Ya te dije, Gabriel, que mi tiempo ha culminado. No es momento de ponernos sentimentales.

Gabriel avanzó hacia el viejo y le dio un abrazo.

-El destino de todos está en tus manos, muchacho. Quieras o no quieras, deberás asumir esta responsabilidad. Entrega todo de ti y más. Contarás con la ayuda de mi gente, pues de ti también depende su futuro. Ya es hora de que partas. Toma con ambas manos la llave. Tienes que leer lo que ahí está escrito.
– ¡Pero no entiendo nada de lo que dice! ¡Esto es un jeroglífico!
-Deja que termine de explicarte, cálmate y relájate, pronto comprenderás lo ilegible. Y, por favor, pase lo que pase no vayas a soltarla por nada del mundo. Ahora concéntrate y mira con detenimiento el ojo grabado.

Gabriel miraba desconcertado la reluciente planchuela de oro en sus manos y, sobre todo, el ojo cerrado grabado en ella. Una reliquia milenaria construida y forjada por seres poderosos, El Legado de Los Cinco. Gabriel estaba nervioso en extremo y lo que menos podía hacer era calmarse. Un cuarto de hora transcurrió antes de concentrar todos sus pensamientos en esa lámina dorada. De pronto, lo que parecía un simple ojo grabado pareció cobrar vida y, lentamente, empezó a abrirse. Gabriel estuvo a punto de soltar la lámina, pero el viejo lo tranquilizó.

– ¡No desvíes tu mente, Gabriel! No sueltes La Llave o todo se perderá.

El ojo terminó de abrirse por completo. Un haz de luz dorada salió de su centro y se proyectó directamente en la frente de Gabriel. Por un instante la habitación en la que se encontraba se oscureció totalmente ante los ojos del muchacho, y apareció la imagen etérea de cinco ancianos apoyados en sus bastones que lo miraban detenidamente con sus ojos penetrantes, severos, indagando su mente. Fue solo un flash y nuevamente estaba en el sótano de don Anselmo sujetando la planchuela de oro. El ojo de los Cinco se había abierto y había sondeado su mente y adquirido el propio conocimiento del muchacho y, con este conocimiento, había comenzado a transformar los caracteres indescifrables a una lengua que él entendía. Poco a poco los jeroglíficos se fueron moviendo, retorciéndose, auto traduciéndose para que él pudiera leer las palabras mágicas que abrían el portal hacia la otra tierra.

Esto es lo que Gabriel leyó:

El Ojo de Los Cinco

ha leído tu mente

y hurgado tu corazón.

Tú eres El Elegido.

En tu interior

no hay mentira

ni cobardía.

El Ojo de Los Cinco

te abrirá la puerta

a un mundo distinto

en busca de tu meta.

Lee pausado

las palabras mágicas,

y debes estar preparado,

pues el fuego sagrado

arderá en tu mente.

Pero no huyas,

no corras ni sueltes La Llave.

El fuego se ve,

el ardor no se siente.

Lee pausado,

¡lee y detente!

¡en estas palabras!

¡DORK SARNT ETHCENTE!

Inmediatamente, ante los asustados ojos de Gabriel, la lámina de oro comenzó a derretirse entre sus manos.

– ¡No la sueltes, Gabriel, ni te muevas! -gritó el viejo- ¡Es solo una ilusión para los carentes de fe!

Gabriel creyó sentir un intenso dolor, pero luego recordó las palabras escritas en la planchuela: «el ardor no se siente». Pero la lámina de oro terminaba de derretirse entre sus manos, ¡y estas también empezaban a derretirse como si fueran de cera!

La mente de Gabriel se debatía entre el horror, la locura y la calma. Creía sentir un dolor intenso y, al segundo, este dolor no existía.

– ¡No hay dolor! ¡No hay dolor! ¡No hay dolor!… -se repetía a sí mismo.

El fuego dorado se apoderó de todo su cuerpo el cual se fue consumiendo como una estatua de cera. Gabriel veía, a través de las llamas, cómo lentamente don Anselmo y todo su entorno se iban diluyendo hasta que al final la oscuridad total lo invadió.


EL NUEVO MUNDO

1 – Despertar

Despertó sobre la hierba húmeda. No sentía frío. La temperatura era agradable a pesar de ser de noche. Lo primero que descubrió fue el titilar de algunas estrellas. Tardó unos minutos en darse cuenta de lo que había sucedido, luego intentó incorporarse; la visibilidad era muy escasa. Se sentía algo mareado y descompuesto por el paso a través del portal. Decidió entonces volver a acostarse, descansar y aguardar el alba. Se durmió sobre un mullido colchón de hierba fresca, cautivado por las estrellas que saludaban su llegada al Nuevo Mundo.

Los primeros rayos del Sol despuntaron y comenzaron a filtrarse a través de la apretada arboleda. Gabriel despertó, se incorporó, se estiró; respiró hondo. El silencio era sublime. Solo interrumpido por el canto de los pájaros y por el rumor de la brisa al pasar entre los árboles. El aire era puro y embriagador. Gabriel sonrió. Por primera vez se sentía libre.

Miró a su alrededor: el bosque era hermoso, encantador. El suelo se hallaba cubierto por un manto de verde pasto salpicado con flores silvestres de diversos colores y aromas. Mariposas, también multicolores, revoloteaban por doquier. Los árboles eran antiquísimos, vigorosos y enraizados. Se elevaban decenas de metros por encima del suelo, majestuosos, gallardos, imponentes.

Después de su primer atisbo al entorno, Gabriel se percató de que estaba desnudo. Observó el árbol a cuyos pies había aparecido: el viejo Thom; enorme, de unos tres metros de diámetro y mucho más alto en comparación con el resto. Lo rodeó hasta que vio un agujero en el tronco a un metro y medio encima de su cabeza, tal cual le había informado don Anselmo. Trepó a una de sus ramas bajas y pudo acercarse al agujero. Este apenas permitía el paso de un hombre delgado. Gabriel introdujo la cabeza, todo estaba muy oscuro, pero le pareció ver dos puntos rojizos centelleantes y, antes de darse cuenta de lo que pasaba, un agudo chillido emergió del fondo del hueco. Los dos puntos rojizos se acercaron velozmente; estos eran en realidad los ojos de un scrillch, un extraño ser que habita en bosques templados y que utiliza como refugios estos lugares. Los scrillch son criaturas realmente temerarias a pesar de ser pequeños –no más grande que un gato, regordetes y con dientes muy afilados. No abundan, y se alimentan solo de hojas y de frutas; si carecieran de estas por más de un día, morirían indefectiblemente, por eso habitan en lugares en donde el clima se mantiene invariable durante todo el año. Lo que los hace de temer es su cuerpo cubierto por completo de espinas similares a las de un puercoespín, aunque, en su caso, son más cortas. Los scrillch pueden disparar estas espinas hasta una distancia de diez metros con total precisión e inyectar a sus eventuales enemigos el veneno altamente mortal que poseen. No utilizan esta arma contra los seres que no perturban su vida ni contra ellos mismos. Aun en las luchas que entablan por un territorio, el pacto de honor de estas criaturas es de no disparar sus espinas y de mantenerlas replegadas, no erizadas. La disputa la llevan a topetazos, motivo por el cual el vencido nunca muere, solo se retira algo atontado.

Y algo atontado quedó Gabriel al recibir el golpe en la frente y caer de espalda en la hierba. Allí tendido, observó al extraño atacante que lo miraba desde el borde del hueco. El scrillch lanzó otro chillido atroz que luego se fue transformado en una chillona voz entendible a los oídos del muchacho.

-Era hora de que vinieras -dijo el scrillch.

– ¿¡Qué… quién eres tú!?

-Soy un scrillch. La centésima generación que ha estado custodiando tus ropas en este húmedo hueco. Ha tardado mucho ese viejo cretino de Dercom, al que nunca conocí, en enviarte.

– ¿Tú eres el custodio?

-Y suerte para ti, si no ya estarías muerto. Apenas nos molestan disparamos estas hermosas espinas envenenadas -dijo erizando todo su cuerpo.

– ¡Es increíble! ¡Hablas!

-No sé qué tiene de increíble el que yo hable. Tú también lo haces y por cierto que tienes un acento espantoso. Debes evitar hablar con desconocidos, o despertarás sospechas. A propósito, veo que estás en cuero. No sé cómo ustedes, los bípedos, necesitan recubrirse con trapos. Espera un momento.

El bicho espinoso desapareció en el interior del árbol y reapareció con un pequeño bulto de extraña tela color verde oscuro. El paquete venía atado con una fina cuerda del mismo color y era del mismo material que la envoltura. El scrillch lo traía entre sus pequeños dientes y lo soltó a los pies de Gabriel. El muchacho acarició el extraño género, que se presentaba suave al tacto.

-Qué hermosa tela. ¿De qué origen es? -preguntó Gabriel.

-Está confeccionada con los elementos de la Madre Naturaleza, tiene su consistencia y su fuerza y ha servido para conservar intacto por miles de años su contenido. Ábrela, dentro encontrarás ropas específicas de explorador.

Gabriel desató el cordón que mantenía cerrado el paquete. En su interior encontró una especie de camisa, una cota de cuero, una chaquetilla, un pantalón y botas; todo de un mismo tono terracota.

– ¿Para qué la cota de cuero?

-Vivimos tiempos sombríos, humano. Hay que andar con cuidado. Si bien no es de buena calidad, evitará que puedan lastimarte con armas livianas. Espera un momento. Tengo algo para ti que conseguí de un ladrón.

El scrillch se metió de nuevo dentro del hoyo en el árbol y apareció con una espada corta bastante herrumbrada y un mapa.

-Esto no estaba en el inventario inicial, pero te puede servir -le dijo arrojando los objetos a sus pies.

-Gracias -dijo Gabriel tomando la espada y tanteando su peso-. No pensé que habría peligro tan pronto.

-Quizás no ocurra nada, y esperemos por tu bien que la primera etapa transcurra sin contratiempos, al menos hasta que llegues a Iclys.

-Don Anselmo… digo: Dercom, me habló de viajar a Valarión, jamás mencionó Iclys.

– ¿¡Valarión!? ¡Valarión dejó de existir hace mucho tiempo!

– ¿¡Qué dices!? -dijo Gabriel desplegando a toda prisa el mapa. La conformación del continente de Eridian era exactamente igual al que le había mostrado don Anselmo, pero muchos puntos se habían modificado con la aparición de nuevos poblados y con la aparición de nuevos accidentes geográficos, como el desierto de Gori, y, por cierto, Valarión ya no figuraba; en su lugar se destacaba una amplia foresta denominada Orgrass.

– ¿¡Y ahora qué hago!?

-Como primera medida, te recomiendo viajar a Iclys, la ciudad del viajero. Puedes verla en el mapa rodeado por el río Tridente. En Iclys podrás conseguir que alguien te lleve a Balamonte, la ciudad de las nubes.

– ¿Balamonte? ¿Por qué Balamonte? Jamás la escuché nombrar por boca de Dercom.

-Porque Balamonte, tanto como Aramar, que está situada a orillas del océano, son originarias de la antigua Valarión.

-Dercom me advirtió acerca de posibles cambios, pero nunca pensé que esos cambios incluyeran la desaparición de una ciudad.

-Ha pasado mucho tiempo, muchacho, mucho tiempo. Solo espero que no sea tarde.

Gabriel se vistió rápidamente. Sentía cierta opresión en el pecho por la cota de cuero, que no era a su medida y que le dificultaba en algo sus movimientos.

-Bueno, supongo que debo marcharme -dijo Gabriel-. Ya tengo todo, aunque las ropas son algo incómodas.

-Paciencia. Ya conseguirás vestimentas y armas mejores. ¿De qué sirve tener lo mejor si no se sabe cómo usarlo?

-Tienes razón. Esa es la parte de la historia que no entiendo. No me veo como un héroe capaz de salvar al mundo. Apenas sé defenderme.

-Todo a su debido momento, muchacho, todo a su debido momento. ¡Ahora vete! El tiempo apremia; esperemos que en el futuro podamos encontrarnos y charlar largo y tendido. Scrabellich es mi nombre. Me conocen la mayoría de mis congéneres y, si algún día tienes problemas con ellos, solo mencióname, o al viejo Dercom, si es que aún lo recuerdan.

-Gracias, Scrabellich. Gracias por todo.

El muchacho inició su viaje un tanto incómodo con sus nuevas prendas. Caminó un tiempo que calculó en cinco horas, aproximadamente, hasta llegar a un pequeño claro en donde vio árboles frutales con frutos totalmente desconocidos. El hambre mordía su estómago y no resistió la tentación de tomar una de esas extrañas frutas similares a peras en su forma, pero de cáscara gruesa y de color rojo oscuro. El sabor era agrio, pero eran muy jugosas y pudo saciar su sed. Comió cuatro y guardó lo que pudo en su improvisado bolso fabricado con la tela del envoltorio. Calculó cual sería la hora en aquel momento y dedujo que entre las dos y las tres de la tarde. Reinició la marcha. Salió del claro en donde había descansado por primera vez. El paisaje boscoso se volvía a repetir hasta que algo fue cambiando a sus oídos. Poco a poco, con el canto de las aves y el suave murmullo de la brisa entre las copas de los árboles se fue entremezclando el sordo trepidar del río fuera de los límites del bosque que le marcaba el mapa. Esto dio a Gabriel más bríos y apresuró el paso. Después de una hora alcanzó el final del bosque que daba lugar a una verde llanura; un gran prado que se extendía hasta donde daba la vista, cortado a unos ciento cincuenta metros por un estruendoso río: el Tridente.

Pisó la hierba que llegaba hasta su cintura. Todo aquello era un paraíso, solo se respiraba paz y tranquilidad. Gabriel quedó extasiado, embriagado por aquella belleza sin igual. Caminaba lentamente con los brazos extendidos tocando con sus manos los extremos de la hierba florecida. Su rostro resplandeciente denotaba una gran felicidad. Continuó caminando muy despacio, deteniéndose una y otra vez para deleitarse con las flores multicolores hundidas en la espesa hierba y con las distintas variedades de mariposas que manifestaban en sus alas el exquisito arte del creador, una pincelada divina de colores inmaculados.

Llegó así hasta las márgenes del Gran Río Tridente. En la porción donde él se encontraba, era muy caudaloso; más adelante se ensanchaba y transcurrían aguas tranquilas. Observó el mapa. Ahora debía seguir el cauce casi hasta el final, en donde se dividía en tres brazos. En esta división estaba Iclys, la ciudad del viajero. De ahí en más, debía buscar un medio de transporte para viajar a la ciudad de las nubes. Emprendió el viaje siguiendo el cauce; a lo lejos, en el horizonte, un enorme Sol rojizo comenzaba a unirse con la tierra. El beso del crepúsculo.

Una hora y media más tarde Gabriel se detuvo. La noche había llegado y la oscuridad todo lo cubría. Solo el débil resplandor de la Luna luchaba contra los negros mantos de la noche. El bosque, a lo lejos, se había transformado en una muralla oscura y estremecedora. El temor a lo desconocido invadió al humano, principalmente al recordar las palabras de advertencia del scrillch. Se sentó en la hierba húmeda, comió tres de los frutos recogidos en aquel claro y se recostó. El cristalino ruido del agua se tornó más nítido, al igual que el canto de los insectos. Todo se transformó en un delicioso concierto nocturno de la Madre Naturaleza, que seducía a Gabriel embotando sus sentidos, incitándolo al sueño y alejándolo del temor a lo desconocido. Sumergido en un estado de ensoñación quedó totalmente relajado y pudo liberar su mente. Atrás quedaba un mundo enloquecido, atrás quedaban estúpidas presiones de un mundo materialista. Solo eran él y la naturaleza en unión perfecta, algo que nunca debió cambiar.

Pero la tranquilidad se vio interrumpida de improviso. Un graznido horripilante rompió con aquel arrullo nocturno. Para Gabriel fue como caer de golpe. Despertó sobresaltado con su corazón latiendo enloquecidamente. No se quiso mover. El eco de aquel graznido aún resonaba en sus oídos. Después de un lapso indeterminado de tiempo, Gabriel comenzó a preguntarse si no habría sido producto de su imaginación; pero otro graznido, aún más fuerte, resonó en la oscuridad, y una sombra enorme, oscura, con alas, se recortó sobre la Luna. El sonido de unos aleteos acompañó la figura que pareció suspenderse del mismísimo satélite dando una y otra vuelta, como si estuviera buscando algo. Gabriel se hundió entre los altos pastos y cerró los ojos por temor a que la bestia pudiera notar su brillo en la noche cerrada. Los graznidos y los aleteos se alejaron, desaparecieron por completo. El silencio volvió. Parecía que no solo Gabriel se asustaba por la presencia de aquel ser, también todos los habitantes de aquella región habían enmudecido y, después de un buen rato, comenzaron con sus habituales ruidos. Le costó mucho volver a conciliar el sueño y, tras dos horas de permanecer en vigilia, se durmió intranquilo.


2 – Bringo Valverde

El Sol asomó tímidamente tras los nevados picos de las montañas inundando con su cálida luz el valle donde se encuentra Colina Verde, una antigua comunidad de medianos de más de ochocientos años. El nombre Colina Verde fue puesto en honor a su fundador Darby de la Colina Valverde, hijo de Vardy Valverde y de Sonia de la Colina. En un principio, el mismo Darby había bautizado aquel valle con su propio nombre, pero después, a medida que se fue poblando y transformando en un pueblo pujante, acortó dicho nombre para fines prácticos y para no resultar tan petulante. Quedó así rebautizado como Colina Verde.

Darby era un mediano tranquilo, dedicado a su familia y a sus amigos como la mayoría de los medianos. Trabajaba la tierra junto con su padre en la granja que tenían en la ya desaparecida Dobitown. Por aquellos tiempos, Dobitown era un paraíso para sus habitantes, y la única comunidad de medianos que contaba con una población muy superior a los que quedaban hoy esparcidos por Eridian. Luego los cambios climáticos obrados por Aldirk extendieron el desierto de Gori más allá de sus límites naturales, poblándolo de alimañas y otras pavorosas criaturas.

La sequía poco a poco fue destruyendo aquel maravilloso vergel que era Dobitown. Sus habitantes quedaron en la ruina, pero nadie se atrevía a dejar el terruño ya que los medianos no eran muy aplicados a aventurarse en expediciones. Pero Darby tenía una familia, su mujer Dorita, sus dos hijos pequeños, sus padres y los padres de Dorita. No soportaba ver cómo se iban agotando todas las riquezas, que no eran muchas, acumuladas a lo largo de la vida de su padre y a lo largo de sus treinta y cuatro años. Fue así que un día reunió a la familia completa y les anunció que partiría en busca de mejores tierras y que, cuando cumpliese con su cometido, volvería por ellos. Hubo muchas protestas, sobre todo de su padre, Vardy, que temía por la vida de su único hijo. Pero Darby estaba decidido, si no lo hacía, igual morirían todos de hambre, de sed o por las enfermedades que ya empezaban a hacer estragos dentro de la comunidad mediana. Partió una mañana con dos mulas rumbo a lo desconocido y se dejó llevar por su instinto.

Dos años y medio habían pasado de su partida, y en Dobitown ya lo daban por muerto, inclusive lo daban por muerto al mes de haberse marchado. Pero Darby regresó, y fue una conmoción para los harapientos habitantes que quedaban en pie. Lo esperaba la amarga noticia de que su padre había fallecido. No era tiempo para llorar, había que luchar por los que quedaban. Invitó a todos los sobrevivientes de la desahuciada Dobitown a que lo siguieran. Muchos se quedaron, pero la gran mayoría decidió ir con él y considerarlo un nuevo líder. El viaje fue duro y penoso; varios medianos perecieron en la travesía, entre ellos muchos ancianos y enfermos. Al fin llegaron al lugar que Darby había bautizado, en un principio, con su nombre completo.

Colina Verde se hallaba ubicada al norte del continente de Eridian, entre las montañas que bordeaban el Bosque Tranquilo. Era un valle enorme, mucho más grande que Dobitown, protegido por las montañas azules y envuelto en un microclima que no variaba en todo el año. El lugar era un vergel, con el gran lago Blanco alimentado por los deshielos, en el centro mismo del valle.

Los medianos construyeron sus casas con árboles del bosque, lo que les valió algunos disgustos con los scrillch que allí habitaban. Lentamente Colina Verde creció, y con ella la familia de Darby quien fue padre de otros cinco niños. Él, sin que mediara ninguna objeción, se transformó en el gobernador del lugar hasta sus últimos días, cuando contaba con ciento cuatro años. Su mujer, Dorita, vivió hasta los ciento seis. En su honor construyeron una estatua de tres metros de altura, enorme para la consideración de los medianos, y la enclavaron en la plaza de Colina Verde. También en honor al mediano que había salvado de la extinción a su pueblo, muchos de los niños nacidos de allí en más fueron bautizados con nombres que incluían la palabra verde. Como no existían muchas variaciones posibles no era de extrañar que más de la mitad de la población tuviera el mismo nombre, lo que significó más de un dolor de cabeza. Pero no todos los nombres eran en su honor, después de ochocientos años en Colina Verde todavía quedaban un par de parientes descendientes de la línea de Darby: Bringo y Bongo Valverde.

Bringo tenía treinta y cinco años y era el único al que le veían posibilidades de perpetuar el apellido, pues Bongo era ya un viejo cascarrabias con sesenta y cinco años, y odiaba a los niños. Vivían en una ruinosa casa alejada de la disminuida comunidad de medianos de Colina Verde. La escasa población actual del poblado, se debía a Iclys, la ciudad del viajero. Con su aparición, hace cuatrocientos veinte años atrás, Colina Verde comenzó a mermar su población. Con los años, las costumbres de los medianos habían cambiado, en su gran mayoría habían dejado de dedicarse al cultivo. Muchos se transformaron en comerciantes, e Iclys, con un sinnúmero de visitantes de paso, ofrecía un mercado muy tentador para explotar. Muchos de estos medianos, por no decir la mayor parte, abandonaron Colina Verde, que seguía siendo un vergel y un lugar tranquilo para vivir, para mudarse a Iclys. Bringo se hubiera mudado con gusto, pero no lo hizo para no dejar solo a su hermano. Su deseo de irse no perseguía un fin comercial; a él le encantaba Colina Verde. El motivo era que estaba enamorado de Lina Verdehermoso, una encantadora mediana que se había establecido con sus padres en Iclys. Cada tanto, Bringo debía viajar a Iclys para vender sus dulces, que eran los más preciados de la región. Según él, dicho éxito se debía a una fórmula secreta de la mismísima Dorita de la Colina Valverde transmitida de generación en generación. Aprovechaba estos viajes para visitar a la bella Lina.

Aquella mañana Bringo fue el primero en despertar, cosa poco común, pues su hermano siempre protestaba porque se levantaba tarde. Estaba contento y en un estado de ansiedad que lo corroía por dentro. Ese día debía viajar a Iclys para llevar sus dulces y para comprar algunas especias; pero estaba más contento porque iría a casa de Lina quien iba a presentarlo formalmente ante sus padres como su novio.

Había dejado todo preparado la noche anterior. Llevaría con él a Rodolfo, un asno bastante robusto capaz de caminar sin descanso durante varias horas, algo que jamás hizo Bringo. Ataría el asno a un carromato pequeño en donde llevaría sus pocos, pero bien cotizados dulces, ese era uno de sus secretos para que fueran valorados, elaborar pocos, además de sabrosos. También llevaría sus ropas para ocasiones especiales. Esta iba a ser una ocasión más que especial.

Desayunó apurado, haciendo más ruido de la cuenta y escuchando las protestas de su hermano provenientes de la habitación. Se despidió de él con un fuerte abrazo y se marchó. Por un momento pensó tomar el atajo a través del Bosque Tranquilo, pero la vieja enemistad entre los scrillch y los medianos seguía vigente y prefirió el camino que siempre tomaba, el más largo y el más seguro. Según sus cálculos, en media jornada estaría llegando al río Tridente, desde allí seguiría por su margen derecha dos jornadas más hasta llegar a Iclys. Pero, mientras viajaba cómodo sentado en su carromato bordeando el lago Blanco, se le ocurrió una idea loca. No era la primera idea loca que se le había ocurrido en su vida, ya tenía fama de hacer cosas extravagantes para el común de su raza, y siempre con resultados no muy satisfactorios. Como su ansiedad era tanta, y viajar dos días y medio para ver a Lina se le hacía una eternidad, se le ocurrió que si podía idear una especie de balsa que lo contuviese a él junto con su carro y su asno, podría descender por el río Tridente hasta los mismísimos muelles de Iclys en tan solo una jornada. El asunto era cómo construirla sin perder demasiado tiempo. Recordó un viejo proyecto de muelle que jamás se puso en funcionamiento y cuyas bases quedaron a la margen del río. Si bien las maderas llevaban allí bastante tiempo sumergidas en el barro y se hallaban algo podridas, supuso que soportarían bien su peso junto con Rodolfo y el carro. Azuzó al animal para llegar lo más pronto posible y poner en marcha su plan, algo que a este no le agradó mucho. A él le gustaba marchar a su ritmo, y eso siempre se lo habían respetado.

Llegaron antes de la hora de la merienda. Bringo, sin perder tiempo, buscó la estructura de lo que iba a ser un muelle y la encontró enterrada en el fango. Dispuso de unas sogas que siempre llevaba. Ató lo mejor que pudo la plataforma. Soltó a Rodolfo del carro y lo ató al otro extremo de la soga. Si Rodolfo ya estaba enojado con lo sucedido anteriormente, ahora estaba doblemente enojado. Se empacó y no quiso avanzar ni un metro. Bringo perdió la paciencia y debió azuzarlo más de la cuenta para que la bestia le obedeciera. Después de varios intentos, logró colocar en el río su improvisada balsa. Antes de emprender el viaje, decidió comer algo y así lo hizo. Le pidió disculpas a Rodolfo, pero esto no disminuyó en lo más mínimo la ira de este.

Después de comer y ayudar a mantener su creciente abdomen, Bringo ató nuevamente a Rodolfo al carro y lo condujo hasta la balsa. El animal estaba aterrorizado. Por primera vez en su vida el piso se le movía de un lado para el otro, y no era nada agradable con el estómago lleno como lo tenía. Bringo sujetó bien el carro con las sogas, soltó a Rodolfo y lo obligó a echarse, de esta forma no perdería el equilibrio con el movimiento. Cortó las amarras que lo sujetaban a los viejos pilotes de madera y comenzó su descenso por el río Tridente.

La improvisada balsa emprendió su camino sin mayores sobresaltos. El Tridente no era un río de grandes rápidos, era ancho, con una abundante masa de agua que se desplazaba lentamente hacia Iclys a través de la Llanura del Sol y Bosque Tranquilo, salvo en algunos sectores en donde las márgenes se estrechaban, la pendiente se hacía más pronunciada y se tornaba más caudaloso. Esto no lo había previsto Bringo como tantas otras veces que se le ocurrían cosas que, en cierta forma, eran buenas ideas, pero a las cuales les faltaba un poco más de planificación que redujera los aspectos negativos que pudieran tener. Y esta idea de Bringo para poder llegar más rápido a Iclys no era mala, solo que no había tomado en cuenta que jamás había navegado ni que estaban los rápidos que debía sortear y tampoco que no sabía nadar. Pero había algo más que, aunque hubiera tomado todas aquellas precauciones mencionadas, jamás habría previsto, y ese era Rodolfo, el asno.

La balsa siguió su curso sin complicaciones durante dos horas. Algún que otro sacudón, que en un principio asustaron al mediano y que casi le hicieron perder el equilibrio, fue lo único para destacar; pero después les tomó el tiempo. Las márgenes estaban cubiertas por sauces que lloraban sus verdes lágrimas sobre las cristalinas y frías aguas. Después, la visión de estos árboles se hizo más ocasional hasta que desaparecieron por completo. Una vasta llanura se abrió ante los ojos de Bringo, quien aspiró profundo la brisa tibia proveniente de la Llanura del Sol. En la margen izquierda se visualizaba la muralla verde del Bosque Tranquilo.

El Sol casi había alcanzado su cenit, y el primer obstáculo que se transformó en algo serio para alguien sin experiencia en navegación se le presentó al pequeño Bringo. Una piedra angular sobresalía en el centro mismo del río, bifurcando sus aguas y generando dos pequeños rápidos a ambos lados. Bringo se puso nervioso e intentó maniobrar para tomar por el lado derecho, que aparentaba ser el menos caudaloso, pero le fue imposible darle una dirección definida a la balsa, que se estrelló en forma frontal contra la piedra. La balsa dio un giro brusco y encaró en forma invertida el rápido de la izquierda. Bringo, tirado en el piso, se sujetó de las cuerdas que ataban el carro. La balsa cayó de punta, se sumergió casi un metro para luego emerger en forma violenta. Para esto, Rodolfo había perdido el equilibrio y solo se mantenía en la balsa gracias a su buena fortuna. El asno comenzó a rebuznar entre enfurecido y asustado. La embarcación ya había alcanzado su horizontalidad y comenzó a navegar nuevamente en aguas tranquilas. Bringo intentó calmar a la bestia, pero Rodolfo no tenía ninguna intención de calmarse; es más, al ver que este lo sujetaba por la brida reavivó su enojo y vio la oportunidad de vengarse. Sacudió fuertemente la cabeza de un lado para el otro y zarandeó al mediano como a un muñeco hasta que no pudo sujetarse más, voló por los aires y cayó unos metros adelante de la balsa, en las frías aguas del Tridente. Se hundió un par de metros y, antes de salir a la superficie, tragó bastante agua. Recordó con pánico que no sabía nadar. El agua le entumecía los miembros, y comenzó a dar brazadas y pataleos sin ton ni son poniendo aún más en peligro su vida. Empezó a gritar pidiendo auxilio, aunque si hubiese razonado un poco pedir auxilio por aquellos parajes le habría resultado ridículo. Era un lugar solitario, transitado de vez en cuando por algún que otro mediano, y ese «algún que otro mediano» resultaba ser él en ese momento. Pero continuó gritando y tragando agua. Ya no pataleaba ni braceaba; estaba todo entumecido por el agua del deshielo. Unos veinte metros más atrás, Rodolfo viajaba a la deriva. Allí la bestia comprendió su error de vengarse de su amo, no tenía a nadie que lo sacase de aquella situación. Para colmo de males, trescientos metros más adelante, se aproximaba a unos rápidos atestados de rocas. Bringo había entrado en un estado de somnolencia, pero había advertido la situación. Pensó que su fin sería el morir machacado contra las piedras. Entre vueltas y sumergidas, pudo visualizar la silueta de alguien en el medio del río, alguien que lo aferró de las ropas. Después ya no vio nada más. El frío le había hecho perder el conocimiento.


3 – Un extraño en apuros

A media mañana los rayos del Sol cayeron directamente sobre Gabriel, quien despertó sobresaltado creyendo que se había quedado dormido y que llegaría tarde al trabajo. Se hallaba recostado sobre la hierba, a unos diez metros del río. Se sentó y tardó un momento en darse cuenta de la situación y de que ya no tenía que cumplir ningún tipo de horario ni rendirle cuentas a nadie. Su cara se iluminó de alegría al tomar conciencia de esto. Se levantó, se desperezó y decidió refrescarse un poco. El agua estaba helada y pronto lo despabiló por completo. Cuando estaba secándose el rostro con la parte inferior de su camisa, escuchó aquellos gritos provenientes de río arriba. Se alejó asustado de la orilla para refugiarse en la maleza. Los gritos se fueron haciendo más cercanos, pero entrecortados. Eran gritos de desesperación, de miedo, al menos así lo interpretaba el humano a pesar de no entender el lenguaje. Gabriel creyó ver a un niño que venía siendo arrastrado. Se podía intuir que se trataba de un ser pequeño pues si no, no se explicaba cómo no podía salir de aquellas aguas mansas. Más atrás vio la cómica imagen de un asno aterrorizado, con sus cuatro patas bien abiertas, tratando de mantener el equilibrio sobre una improvisada balsa. No dudó un instante y se arrojó al agua. Era profunda pero tranquila, aunque a unos veinte metros más adelante se observaban algunos rápidos que podían lastimar al infortunado que parecía desmayado, pues ya no gritaba. Gabriel lo tomó de sus ropas y logró sacarlo a tiempo del curso de la embarcación que se les venía encima. Lo llevó a hasta la orilla y observó la balsa chocar contra las piedras. Se apenó por el pobre animal aterrorizado, que rodó y cayó al río. Por suerte el golpe no fue tan brusco como Gabriel supuso que podría ser. El asno pudo trepar por sus propios medios a la margen derecha y sin ningún rasguño más que en su propio orgullo.

Después centró su atención en la pequeña persona que había salvado y que en un principio confundió con un niño. Semejaba más bien a un adulto, pero de dimensiones más reducidas, no como un enano, que es más corpulento, sino más bien como una persona en proporciones acordes, en un tamaño inferior. Solo sus orejas eran diferentes a las de un humano, eran puntiagudas al igual que las orejas de don Anselmo. El mediano, que Gabriel pronto pudo identificar como tal por haber leído literatura sobre ellos, estaba inconsciente producto de la hipotermia. Recordó sus enseñanzas de primeros auxilios, pero no tenía mantas para envolverlo ni fósforos como para encender una fogata. Le sacó algunas de sus prendas mojadas y le masajeó el cuerpo helado. Por fortuna, el Sol ya calentaba con fuerza y ayudó a Gabriel en su cometido de hacer circular la sangre del mediano con normalidad. Bringo recobró el conocimiento. No se asustó al ver al extraño, solo le llamó la atención. Estaba acostumbrado a ver exploradores en Iclys, pero no en aquella zona.

– ¡Gracias por salvarme! ¡Me llamo Bringo Valverde! -dijo tiritando de frío.

Gabriel lo miró extrañado, no entendía una sola palabra de lo que le decía Bringo. El mediano quedó a la espera de una respuesta. Pudo comprender que el muchacho no entendía ni medio. Era insólito, pues los problemas idiomáticos habían sido superados hace mucho. Todos los seres tenían la capacidad de comprender cualquier lenguaje. Era algo innato, y dicha capacidad se mejoraba con los años. Pensó, entonces, que el muchacho tendría alguna dificultad para aplicar este conocimiento y esperó a que este hablase.

-Perdón, pero no entiendo ni una palabra -dijo Gabriel.
-Gracias por salvarme, te decía. Me llamo Bringo Valverde -respondió Bringo acomodando su lenguaje al empleado por Gabriel.
-Un gusto en conocerte, Bringo. Gabriel es mi nombre.
– ¿Gabriel? Es un nombre raro para un explorador. ¿Qué andas haciendo por estos lugares? Solo he visto ratones y mariposas en mis otros viajes, pero jamás un explorador.
-Digamos que me encuentro un poco desorientado. Estoy viajando hacia Iclys y no sé si voy muy bien encaminado a mi destino.
-No sería cortés de mi parte seguir preguntando por qué un explorador no conoce Iclys, la capital de los caminantes, ni por qué tienes un acento y un idioma tan extraño para hablar, ni por qué no puedes entender mi lenguaje, ya que todos tenemos la capacidad de comprendernos. Solo quiero agradecerte que me hayas salvado la vida y eso para mí es suficiente. Aunque si quieres contarme… -dijo Bringo, curioso.
-Soy nuevo en esto de la exploración. En cuanto a mi idioma y mi acento… -hizo una pausa para meditar qué respuesta debería darle a Bringo para luego completar-. Vengo de tierras muy lejanas, y hay cosas que todavía no aprendo. A propósito, ¿tú venías en una balsa con un asno? –dijo Gabriel, cambiando el eje de la conversación.
– ¡Rodolfo! ¿¡Le pasó algo a mi asno!? -Bringo se puso de pie.
-Está bien, al menos eso creo. La balsa chocó río abajo contra unas piedras, y el asno salió dando patadas y resoplidos, pero creo que se marchó por donde vino. Se fue trotando río arriba.
-Se fue a Colina Verde. Ya conoce el camino. Por suerte está bien, aunque me he quedado sin bestia de carga. Mis ropas son un desastre; y supongo que mi carro se ha destruido.
-Estimo que sí.

– ¡Maldita sea! Yo y mis estúpidas ideas. Justo hoy se me tenía que ocurrir… Ya no puedo volver atrás. Jamás llegaré a horario a la cita. Todo esto me ha deprimido mucho -dijo Bringo bajando la vista con aire de tristeza para luego rematar sonriendo-. ¿Tienes algo para comer?
-Solo estas frutas…
– ¿¡Frutas!? ¿Llamas «fruta» a los zongs? ¡Son asquerosos! ¡Tú sí que eres extraño! Ahora todo se me complica. Sin Rodolfo y sin comida sin dudas no podré llegar a tiempo a mi compromiso. Al menos veré si puedo rescatar algo del carro.

Bringo cruzó el río con la ayuda de Gabriel. El carro se había estrellado en la margen opuesta, y gran parte de su carga se hallaba desparramada en esa orilla.

– ¡Todo echado a perder! -dijo Bringo, apenado- Ni dulces, ni la comida que había preparado para este viaje y, lo que es peor, mis ropas nuevas arruinadas.
– ¿Es muy importante esa cita de la que hablas?
– ¿Qué si es importante? ¡Importantísima! Se trata de conocer a mis futuros suegros, y son muy distinguidos dentro de la comunidad mediana.
– ¿Tienen mucho dinero?
– ¡Muchísimo! Pero a mí lo único que me interesa es la hermosa Lina. Ya tengo ganado su corazón, ahora me falta convencer a sus padres, quienes quieren a alguien de su «altura» y no a un Valverde loco y pobre como yo. Fíjate que aceptaron a regañadientes recibirme, pues Lina insistió. Es mi única oportunidad de convencerlos de que su hija será feliz conmigo.
-No te preocupes. Todo saldrá bien -dijo Gabriel apoyando una mano sobre el hombro de Bringo.
-Gracias por tu aliento, pero voy a necesitar un poco de suerte.

Dejando atrás el carromato destruido, cruzaron nuevamente el río. Ahora Bringo se encontraba sin sus dulces especiales, sin dinero y sin sus ropas nuevas que había hecho confeccionar para una ocasión tan especial como la de su presentación como novio de Lina. Volver caminando a Colina Verde le significaría dos días de viaje, lo mismo que para llegar a Iclys. Se acordó entonces del viejo amigo de su padre que vivía a media jornada de donde se encontraban ellos. Su nombre era Tilfur Barba Blanca, vivía solo en su granja en el extremo sur del Bosque Tranquilo. Quizás el viejo Tilfur pudiera prestarle algún caballo y llegar a tiempo a Iclys. Bringo le expresó sus planes a Gabriel y le preguntó si quería acompañarlo. El humano estimó que, si cabría la posibilidad de una cama blanda y una comida caliente, no le vendría nada mal.

Viajaron sin descanso durante todo el día siguiendo siempre la margen del río. La geografía se mantenía sin ningún otro cambio; solo se veía, unos kilómetros más adelante, el final del Bosque Tranquilo. Cuando corría la hora séptima de la tarde y el Sol ya caía disparando sus últimos rayos anaranjados en la llanura majestuosa. Desviaron el trayecto en dirección al bosque, siguiendo una angosta senda cubierta casi en su totalidad por la hierba. Era una vieja vía trazada años atrás por Tilfur, cuando todavía no tenía agua en su granja. Después, construyó un pozo lo suficientemente profundo y ancho como para satisfacer sus necesidades de riego y consumo. Se internaron en el bosque. El mediano se sintió oprimido; no así Gabriel, que se sentía a gusto. Bringo le explicó que hacía muchos años que no visitaba a Tilfur. La última vez había ido junto con su padre cuando contaba solo con diez años. Fue poco antes de la muerte de este, causada por una espina envenenada de un scrillch. Después de ese luctuoso hecho jamás había vuelto a internarse en el Bosque Tranquilo hasta ese momento.

Gabriel le contó de su encuentro con el scrillch llamado Scrabellich, aunque omitió algunos detalles. Le comentó también sobre su entendimiento con este ser y trató de convencerlo de que no tendría problemas con ningún otro scrillch –al menos eso le había dicho Scrabellich–.

El Sol ya se había puesto cuando llegaron a un claro en el bosque completamente cercado. Por suerte un cielo despejado de nubes y una Luna brillante y redonda eran suficientes para poder ver. En el fondo del terreno se podía visualizar, casi oculta detrás de unos árboles, una cabaña muy rústica cuya chimenea despedía una columna de humo blanco. Bringo abrió la cerca, y entraron a la propiedad.

– ¿Estás seguro de que no tiene perros? -le preguntó por tercera vez Gabriel.
-Segurísimo. El viejo Tilfur jamás tuvo perros y.…
– ¡Guau, guau…!

Los ladridos comenzaron a resonar en la noche. Las visitas se detuvieron en seco y retrocedieron corriendo.

– ¿¡No era que no tenía perros!? -increpó Gabriel.
– ¡Jamás los tuvo… hasta hoy! ¡Corre…corre…corre! -gritó Bringo.

Detrás de ellos, cinco furiosos perros se les venían encima. Bringo y Gabriel buscaron, desesperados, un árbol donde poder protegerse, pero el más cercano estaba a unos veinte metros rodeado del fango en donde se revolcaban los chanchos. Corrieron hacia allí con los canes mordiéndoles los talones. Se metieron en el lodazal y resbalando llegaron hasta el árbol. Bringo trepó con gran agilidad hasta la copa. Gabriel, con algo más de dificultad, se quedó en las ramas inferiores. Uno de los perros, el más grande y el más feroz de todos, alcanzó a apresar a Gabriel del pantalón cuando intentaba subir. De tanto tironear se había quedado con un trozo de prenda entre las fauces. El alboroto había sido tal que los chanchos, los caballos y las gallinas se inquietaron y se unieron al bullicio generalizado. Ladridos, relinchos, cacareos y gruñidos rompieron con la típica paz del lugar. Los perros siguieron ladrando enfurecidos, arañando el tronco del árbol, intentando infructuosamente trepar.

El viejo Tilfur Barba Blanca era enorme, por eso jamás se preocupaba por andar armado. Cuentan que en el año de la invasión de los osos del noroeste al Bosque Tranquilo mató con sus poderosas manos al mismísimo Groos, rey de los osos, finalizando así con las ansias de conquistas de esta especie. También cuentan que su pellejo descansa hoy en las estancias de Kaladryck, actual Rey de Balamonte, un viejo amigo de Tilfur. Acerca de la barba de Tilfur se podría decir que era blanca debido a la edad avanzada de su portador, pero no. Tilfur desde joven tenía sus cabellos largos y blancos y, cuando cumplió la veintena de años, su barba comenzó a crecer del mismo color, tan blanca como su tierra natal en los confines del norte: las heladas praderas de Thurgol. De por qué se exilió de su hogar para asentarse en tierras tan lejanas y contrapuestas al clima natural que conocía nada se sabe. Solo dos personas conocían la verdadera razón de su exilio: uno era el padre de Bringo, quien se llevó el secreto a la tumba; el otro era el mismísimo Kaladryck.

Como se dijo, Tilfur era enorme, lo era tanto de alto como de ancho. Su barba blanca y larga descansaba sobre su prominente abdomen acostumbrado a la buena comida y bebida. Usaba unos pantalones enterizos con tiradores de color azul y una camisa amarilla siempre arremangada. Una pipa tallada por sus propias manos colgaba siempre de su boca y emitía un constante humo amarillento. Su cara era regordeta y sus ojos, pequeños y azules, estaban hundidos en ella como dos gemas de hielo. Siempre sonriente, tenía un aspecto bonachón; pero cuando se enojaba, convenía no ponerse en su camino.

Si algo le molestaba era que interrumpiesen su cena. Nunca recibía visitas en la granja. La última había sido justamente la de Bringo con su padre, hacía unos veinticinco años. Por eso, lo que menos sospechó cuando los perros ladraron era que se tratase de visitas. Salió furioso de su cabaña dando grandes zancadas y vio a sus cinco bestias ladrando enfurecidas alrededor del árbol que los chanchos utilizaban para rascarse el lomo. Fue hasta allá y, a los gritos, ordenó a los perros que callasen.

– ¡Tino, Windy, Reyna, Noel, Manchita! ¡Silencio! -Los animales obedecieron inmediatamente y, echando sus orejas hacia atrás, se colocaron detrás de Tilfur.

– ¡Quién demonios anda allí! ¡Sal ahora o lamentarás haber incursionado en la propiedad de Tilfur Barba Blanca!

– ¡Tilfur! ¡Soy yo, Bringo! -dijo Bringo, contento de escuchar la voz del viejo Tilfur.
– ¿Bringo? ¿Bringo? ¿El hijo de Bango Valverde?
– ¡El mismo, señor! ¡Ese soy yo!
– ¡Muéstrate muchacho! ¡Baja de ese árbol! No temas a mis perros.

Bringo, con el temor que le provocaron los perros, aún latente, no se había dado cuenta de qué tan alto había trepado. Se hallaba recostado en las ramas más altas y frágiles. Cuando quiso moverse, no alcanzó a descender un metro prolijamente. Pisó en falso una rama quebradiza que cedió y cayó sin posibilidad de asirse nuevamente rompiendo a su paso todas las ramas que se le atravesaban en el camino. La buena fortuna para Bringo, y la mala para Gabriel, que estaba más abajo, fue que este se cruzó en su trayectoria. Ambos se precipitaron. Gabriel cayó boca abajo y su rostro quedó hundido en el barro. Bringo cayó sobre él, pudo amortiguar el golpe y hasta evitó embarrarse.

– ¡Por todos los osos! ¿Qué sucede aquí? -exclamó Tilfur.
– ¡Tilfur! –exclamó, contento, Bringo sin salir encima de Gabriel que refunfuñaba con su cara todavía sumergida.
– ¡Pequeño pillo! ¡Sal de encima de tu amigo que está tragando barro y ven a darle un abrazo a este viejo! -dijo Tilfur riendo a carcajadas por la situación tan cómica.

Bringo ayudó a Gabriel a incorporarse. Este se levantó, maldiciendo y escupiendo, cubierto de barro de pies a cabeza. El mediano casi muere estrangulado por el abrazo de Tilfur, que mantenía la fortaleza de antaño.

– ¡Bringo, querido Bringo! Aunque te faltan unos años, eres igual a tu padre, muchacho. ¿Quién es tu amigo enlodado?

– ¡Él es Gabriel! No somos precisamente amigos, pero le debo la vida.

– ¡Si alguien le salva la vida a un amigo mío es bienvenido a mi morada! Ya habrá tiempo para conocernos mejor. Ahora, pasen, límpiense un poco, supongo que tendrán hambre…

-Supones bien, Tilfur –dijo Bringo.

– ¡Pues Tilfur llenará sus estómagos y saciará su sed! Vengan conmigo.


4 – Tilfur Barbablanca

La cabaña de Tilfur Barba Blanca era rústica y acogedora. A los ojos de un gigante como él resultaba pequeña, pero para sus recientes visitantes era de considerables proporciones, sobre todo para el pequeño Bringo. Tilfur puso otro lechón a asar aparte del que ya había puesto, mientras que Bringo y Gabriel se lavaban en el pozo de agua. Tilfur le prestó a Gabriel unas prendas que le quedaban enormes para que este pudiera lavar las suyas. Más tarde se sentaron alrededor de una mesa rudimentaria; estaban servidos los dos lechones asados acompañados con patatas y coles, todo perfectamente condimentado, también había abundante vino y pan recién horneado.

Tilfur se sirvió su lechón y dejó el otro para sus invitados que –a pesar del hambre que traían– no pudieron dar cuenta de él, al contrario de Tilfur, quien dejó solo unos pocos huesos perfectamente blancos.
Durante la comida nadie habló. Después de terminar se sentaron afuera a beber un licor que Tilfur llevaba añejando años y que solo bebía en ocasiones especiales. Después extrajo su pipa, la encendió y dio una larga bocanada. Convidó tabaco a sus invitados, y estos aceptaron de grata manera. Para que pudieran fumar, Tilfur le obsequió una pipa a cada uno. Tenía decenas de estas, le gustaba confeccionarlas y también las vendía en Iclys.

-Hemos comido, hemos bebido, y ahora disfrutamos de esta hermosa noche. Creo, también, que ha llegado la hora de hablar –dijo Tilfur haciendo una pausa para fumar su pipa y vaciar de un trago su copa-. A ti Bringo ya te conozco, aunque no sé por qué ha pasado tanto tiempo sin que vuelvas a visitarme. Entiendo que la muerte de tu padre, mi queridísimo amigo, te haya mortificado. Bienvenido eres de todas maneras, ya sea por decisión propia o por obligación, es bueno que hayas vuelto después de tanto tiempo. En cuanto a tu eventual salvador, nada sé. Solo un nombre extraño que he estado meditando desde que me lo dijo y no encuentro raíz de origen conocida -concluyó, mirando con ojos inquisidores a Gabriel, quien se puso algo nervioso ante la solicitud de información.
-Digamos que soy un explorador, un caminante. En cuanto al origen de mi nombre, es solo un nombre como tantos otros, un tanto extraño para el común de los nombres que se utilizan, pero nada más.
-Veo en tus ojos el misterio que rodea tu andar por estas tierras, pero también observo la sinceridad en ellos, y eso para mí basta. Bringo, me gustaría escuchar tus desdichas. Cuando eras niño había que taparte la boca para que callaras, espero que esa costumbre de hablar no haya mermado en ti.
-En lo más mínimo, Tilfur -contestó Bringo, y comenzó su relato desde su partida de Colina Verde, su idea de fabricar una balsa y su posterior accidente. Cada tanto, era interrumpido por las fuertes carcajadas del gigante que resonaban en la noche. También contó el rescate de Gabriel y planteó su problema para llegar a Iclys a tiempo para su cita, a lo que Tilfur le ofreció un carro tirado por un caballo robusto.
-No te preocupes, mi pequeño amigo. Llegarás a tiempo para tu cita. Ahora es tiempo de descansar. Mañana deberán partir apenas despunte el Sol. Les espera una larga jornada si pretenden llegar a Iclys en el día.

Aquella noche, tanto Gabriel como Bringo durmieron placenteramente.

Aún estaba oscuro cuando Tilfur despertó a sus invitados. Bringo pegó un salto de la cama, muy ansioso por el día que él consideraba iba a ser el más importante en su vida –eso quedaría demostrado más tarde por una serie de decisiones que tomaría–. A Gabriel le costó un poco más despertarse. Había acumulado cierto cansancio en los dos días que llevaba en aquel mundo; a esto había que sumarle el vino que había ingerido la noche anterior en la cena que, si bien había sido poco, no había contado con que fuese tan fuerte. Tilfur les tenía preparado un abundante desayuno con jugos, panecillos calientes, manteca, dulces y fetas de jamón.

– ¡Tilfur, eres de lo mejor! -dijo Bringo- Creo que, de ahora en más, pasaré más seguido a visitarte, querido amigo.
-Eres tan voraz como tu padre. -respondió Tilfur sonriendo.

Gabriel se preguntaba si Tilfur había dormido algo, pues cuando ellos se habían acostado el gigante se había quedado fumando su pipa sentado afuera, al lado de la puerta de la cabaña. Después -no estaba seguro de si lo había soñado-, le había parecido escuchar los cascos de un caballo que partía al galope. De ser real, lo más lógico era que Tilfur hubiera sido quien cabalgaba. Y ahora los recibía con este desayuno y se había tomado la molestia de hornear unos panecillos.

-Mi jornada comienza muy temprano -expresó Tilfur como adivinando los pensamientos de Gabriel-. Hay mucho por hacer en la granja: arreglar cercas, dar de comer a los animales o regar los cultivos.

Gabriel solo atinó a sonreír.

Terminaron el desayuno y cargaron la carreta con provisiones para tres días cuando, en realidad, el viaje a Iclys duraría solo media jornada.

-No te encargo la carreta, pero sí a Tomy. Devuélvemelo sano y salvo, querido Bringo; y no inventes nada, por favor -dijo Tilfur-. En cuanto a ti, muchacho, ten mucho cuidado: Iclys es muy atrayente, pero también peligrosa. Ve con cuidado.
-Gracias por el consejo -contestó Gabriel-, y gracias por tu hospitalidad.

Partieron bajo un cielo cubierto por oscuras nubes. La lluvia amenazaba con caer de un momento a otro. Tomaron el único camino que conducía a Iclys, una zona de granjas rodeadas por hileras de frondosos árboles.

El silencio era absoluto en el bosque que aún dormía. Solo el ruido de los cascos de Tomy y el crujir de la carreta se escuchaban en la soledad del paisaje. Bringo llevaba las riendas y comenzó a tararear una vieja canción aprendida de su padre. Gabriel, mientras tanto, permanecía en silencio, un tanto preocupado por el devenir. Hasta ahora todo había sido una grata aventura para él, pero reflexionando profundamente se preguntaba qué haría en caso de no encontrar en Iclys alguien que lo pudiera llevar a Balamonte, qué rumbo tomaría y cómo haría para vivir. Tras dos horas de marcha salieron del Bosque Tranquilo e ingresaron a una llanura vasta con un terreno que subía y bajaba suavemente. A lo lejos observaban pequeñas formaciones de árboles dispuestos en perfectos cuadrados, puestos allí por los que habitaban esta otra zona de granjas.

Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. No hacía frío, pero sí se levantó una leve brisa que traía consigo los olores de los pastizales mojados e inundaba los pulmones de Gabriel con perfumes que antes jamás había percibido en la gran ciudad. Por un momento pudo olvidar las preocupaciones que lo embargaban. Bringo seguía cantando alegremente la misma canción desde que habían partido de la granja de Tilfur. Esta refería al amor que sienten los medianos por las flores, por los cultivos y la cosecha: un canto a la tierra, un canto a la vida y al amor por las cosas simples.


5 – Preguntas y respuestas

Tilfur se quedó mirando a los viajeros hasta que el carromato solo fue un punto en la distancia. Todavía no tenía claro qué acción tomar. La presencia de Gabriel lo había llenado de interrogantes que lo acuciaban. Pudo presionar en su momento al muchacho para obtener las respuestas, pero era su invitado y un conocido de Bringo. Quizás su mente estaba trazando tontas teorías y solo se trataba de un explorador novato un tanto extraño. Sin embargo, había ciertas circunstancias que llamaban poderosamente su atención, como la presencia de la bestia alada durante dos noches seguidas. La primera, un día antes de la llegada de Bringo y Gabriel y la segunda, la noche siguiente. Eso había motivado que esa madrugada, mientras Gabriel y Bringo dormían, cabalgase hasta las márgenes del bosque en las cercanías con el rio Tridente. Allí pudo ver bien a la bestia; y lo que vio, lo llenó de pavor: ni siquiera se atrevió a mencionar en voz baja lo que él creía que podía ser eso que estaba sobrevolando el lugar. Pero la bestia alada no estaba sola, encima de su lomo pudo distinguir la silueta de alguien que la cabalgaba.

Volvió presuroso a la granja y no pegó un ojo en toda la noche pensando diferentes conjeturas hasta que decidió prepararles el desayuno a sus invitados. Ahora se habían marchado y se preguntaba cuál era la procedencia real de Gabriel. Por aquellos lares, nadie, excepto algún que otro ocasional mediano, bajaba a Iclys siguiendo el curso del río Tridente. No había poblaciones rio arriba, salvo Colina Verde. Ni qué decir del lenguaje tan extraño que utilizaba este muchacho y que tuvo que emparentar para que lo pudiera entender. Todo era muy extraño. Entonces no lo pensó más. Ensilló uno de sus caballos, cargó algunas provisiones y decidió seguir el curso del camino hasta el río. Al galope desanduvo la vieja senda que él mismo había trazado. Una vez a orillas del Tridente, se apeó del caballo y observó el rastro. Las huellas de Bringo se entremezclaban con las del muchacho. Unos metros más arriba, se distinguía un solo rastro no muy difícil de seguir. Por tramos, cuando la señal era muy evidente, aprovechaba la cabalgadura para imprimirle más velocidad al seguimiento; por otros sectores, debía bajar y buscar los signos del paso de alguien observando la hierba aplastada en ciertos lugares. Fue casi con la caída del Sol que se internó en Bosque Tranquilo y dio con el Viejo Thom. Las huellas llegaban hasta allí y después desaparecían como por arte de magia.

Rodeó el enorme árbol y descubrió el orificio en lo alto del tronco. Comprendió enseguida que se trataba de la madriguera de un scrillch. Sabiendo de las reacciones imprevistas de estas pequeñas criaturas, tomó cierto recaudo. No tenía inconvenientes con los scrillch. Es más, estos conocían a Tilfur y lo habían aceptado como vecino en Bosque Tranquilo después de tantos años de convivencia.

– ¿¡Hay alguien allí!? ¡Soy Tilfur! Habitante del otro extremo del bosque.
– ¿Tilfur? -Se escuchó una vocecita proveniente del interior del hoyo- ¿Tilfur Barba Blanca? ¿El gigante que habita una granja en nuestro bosque? -dijo Scrabellich, mostrándose a orillas del hueco.
-Así es, amiguito. ¿Cómo te llamas?
-Scrabellich es mi nombre. ¿Y a qué debo tu visita por estos lados? No es que me incomode. Sé que tienes buenas relaciones con mis congéneres, pero me llama la atención.
-Pues yo no tenía pensado venir a verte, pero han ocurrido ciertos acontecimientos que estoy tratando de dilucidar, y quizás tú puedas ayudarme a entender.
– ¿Y qué te hace pensar que yo podría ayudarte? -dijo con cierto recelo Scrabellich.
-No te agites, amigo. Te voy a contar algo y después evalúas si me puedes ayudar o no.

Tilfur relató su encuentro con Gabriel omitiendo la presencia de Bringo para no generar mayor molestia a Scrabellich, sabía muy bien de la enemistad entre estas criaturas y el pueblo mediano. También le comentó sobre la presencia alada que por dos noches seguidas estuvo en la zona, aunque evitó mencionarle lo que pensaba que era ese ser. Sí le habló del misterio sobre la procedencia de Gabriel, sobre su extraño lenguaje, sobre su escaso, casi nulo, conocimiento del camino que recorría y, por último, comentó sobre su amistad con el rey Kaladryck y sobre la creencia que este tenía acerca de la llegada de El Elegido.

-Te comento todo esto pues sé que tú algo tienes para contarme al respecto. He seguido el rastro y acá termina, justo a los pies de tu hogar. Debes decirme lo que sabes, por favor. Si es lo que pienso que es, este muchacho corre un serio peligro y debo ayudarlo.

Scrabellich no dudó de la palabra de Tilfur. Si hubiera sabido de antemano que el gigante conocía a la gente de Balamonte, habría enviado a Gabriel directamente a la granja de Tilfur.

A pesar de todo, Gabriel había llegado allí en forma casual y, muchas veces las casualidades no existen, pensó.

-Tienes razón, Tilfur. Es El Elegido, y debes partir pronto a Iclys para darle alcance. Yo le recomendé que trate de contactarse con gente que viaje a Balamonte. Ahora veo lo peligroso de mi consejo, ante el conocimiento de esa extraña bestia alada que me describes y que yo escuché, la otra noche. Sin lugar a dudas anda buscando algo.

Scrabellich contó con lujo de detalle la historia de Dercom y de su partida al otro mundo en busca de El Elegido. También de las generaciones de scrillch que habitaron el Viejo Thom custodiando la llegada que nunca se producía. Toda esta historia de Dercom ya la sabía Tilfur de los viejos libros de Balamonte, que databan desde su fundación y no hacían más que corroborar todo lo escrito allí por los antiguos. Se despidió de Scrabellich y partió al galope hacia su granja. Debía hacer unos preparativos urgentes para salir de inmediato a Iclys. Algo le decía que habría problemas



6 – Iclys

Los viajeros llegaron a Iclys con el ocaso del Sol. Era la hora de mayor movimiento en una de las ciudades más prósperas del continente de Eridian. En Iclys confluían todos los caminos. La ciudad estaba dividida en cuatro partes delimitadas por las tres subdivisiones del río Tridente, aunque sus habitantes no las diferenciaban por ningún nombre en especial, pues numerosos puentes de piedra unían uno y otro sector. Los puentes anchos permitían tanto el paso de personas como el de las carretas de los mercaderes, que eran tiradas por los robustos aphis.

Los alrededores de Iclys estaban habitados por granjeros dedicados al cultivo y a la cría de animales. Gran parte de ellos eran medianos descendientes o inmigrantes directos de Colina Verde. La tierra fértil y el clima benéfico de aquella zona hacían la vida mucho más sencilla para sus habitantes. Iclys era el paso obligado de todo viajero. El comercio de objetos de las más inhóspitas aldeas proliferaba en sus calles atestadas de tiendas y de mercaderes que se paraban en medio del camino a ofrecer productos mágicos que en su mayoría no surtían ningún efecto.

Gabriel y Bringo ingresaron por el sector Este de la ciudad. El mediano rebosaba de alegría a pesar de haber perdido todo su cargamento de dulces. Solo ocupaba su mente el hermoso rostro de Lina Verdehermoso. En un principio, Gabriel se sintió temeroso al ver a tanta gente. Creía que en cualquier momento lo descubrirían.

Se internaron en las caóticas calles. Gabriel estaba fascinado ante las particularidades de una población en aquel nuevo mundo. El ensordecedor murmullo de la multitud, el aroma de raras especias, la visión de misteriosos y lúgubres viajantes provenientes de las más remotas tierras invadían sus sentidos con una mezcla de temor y fascinación. Avanzaban dificultosamente entre el gentío, debiendo detenerse a cada rato a causa de los comerciantes que se apiñaban y se cruzaban en el camino para lograr vender. Todo era un caos generalizado. Las tiendas mejor ubicadas pertenecían a los mercaderes con mayor poderío económico, aunque todos por lo general habían empezado del mismo modo que los que se tiraban encima de los carros para interrumpir el paso. Se hacía difícil sortearlos, pero Bringo, ducho en estos menesteres, sabía cómo hacerlo sin parecer antipático. Cruzaron uno de los puentes de piedra hacia el segundo sector. Estas construcciones eran curvas, formadas por bloques de piedra tallados en diferentes cortes y ángulos que se mantenían unidos solo por la presión que ejercían entre sí. El río discurría tranquilo por debajo y las embarcaciones pequeñas permanecían atadas a los precarios muelles. Esta era otra forma de llegar al mercado de Iclys para los habitantes de los alrededores que vendían sus productos de granja. Las características del primer sector y del siguiente no variaban, continuaba el mismo remolino de gente que vendía o compraba. Las edificaciones eran rústicas y robustas. Proliferaban las tabernas y los hospedajes, muchos de ellos de muy mal aspecto, que eran visitados por los que menos podían pagar. También estaban aquellos hospedajes de mejor calidad en donde se les ofrecía a los viajantes todo un paquete que incluía una cama, comida y bebida. Las calles principales estaban empedradas, mientras que las secundarias eran de tierra. Otro aspecto de Iclys eran sus prostitutas, que se agrupaban en las esquinas o descansaban en las puertas de los prostíbulos ofreciendo sus servicios a quien estuviera dispuesto a dejar en sus manos unas cuantas monedas o algún objeto de valía a cambio.

-Hasta acá llego -dijo Bringo-. Iré a visitar a algunos clientes para explicarles el contratiempo que tuve y que tendrán que esperar un próximo viaje para la entrega de los dulces.
-Fue un gusto conocerte, Bringo.
-También para mí. Espero algún día saldar mi deuda contigo. No olvidaré que me has salvado la vida. A propósito, si lo que quieres es llegar a Balamonte, en la taberna de Groomy podrás contactarte con alguno que viaje para allá. No te metas en estas tabernas de mala muerte porque te pueden asaltar.
– ¿La taberna de Grompy?
– ¡Groomy!
-Agradezco tu información. Dime cómo llegar a ella, por favor.
-La taberna de Groomy es la más famosa de Iclys y sus alrededores. No tienes cómo perderte. Debes cruzar dos puentes más y, siguiendo siempre esta calle principal, en el último sector la encontrarás. Si dudas, pregunta, y te dirán dónde está. Todo el mundo la conoce.
-Gracias, amigo.

Se saludaron tomándose de los antebrazos tal cual se saludaba la gente por aquel lugar. Gabriel continuó su camino y Bringo se quedó en uno de los puestos importantes para conversar con su dueño.

El humano continuó avanzando y cruzó otro puente de piedra; observaba todo, todas las cosas llamaban su atención. Por esto no pudo percatarse de que lo venían siguiendo desde el mismísimo momento que había llegado a Iclys.

Los vendedores y las prostitutas no le daban descanso y detenían su camino cada tanto. De pronto alguien lo sujetó de un brazo. Pensando que sería uno de los tantos comerciantes, cortésmente intentó zafarse, pero el extraño no lo soltó.

– ¡Hey, amigo! Acompáñame -dijo el extraño.
– ¿Quién eres? -preguntó Gabriel, poniéndose en alerta.
-Solo acompáñame. Sé quién eres. ¿No vas acaso a la Taberna de Groomy?

Gabriel no estaba muy seguro de seguir a aquel extraño de aspecto no muy confiable. Era un sujeto más alto que él, flaco, con la sombra de una barba que afeitaba muy rara vez. Su nariz era aguileña, sus labios casi inexistentes, como dos rayas, dibujaban una falsa sonrisa dejando entrever la falta de unos cuantos dientes. Llevaba puesto un sombrero sucio de alas deformadas que culminaba en una punta caída hacia atrás. Sus ropas no eran harapientas, pero sí mostraban la suciedad de días, quizás de meses.

Viendo que Gabriel no atinaba a moverse, el sujeto lo tomó por un brazo y prácticamente lo arrastró entre medio de la multitud.

-No debes tener miedo, muchacho. Sé por qué estás acá -le dijo el extraño-. Camina. No demos señales a los ojos enemigos. Están atentos y están en todos lados.

Llegaron dificultosamente a la taberna, en el cuarto sector de la ciudad. Entraron a un recinto amplio construido en su totalidad de madera, con rústicas mesas que intentaban ser redondas, e incómodas banquetas de la misma madera. Adentro la iluminación era deficiente, con lámparas alimentadas con grasa de aphis que emitían una luz amarillenta y que despedían un olor rancio durante la combustión. Algunos rincones del lugar prácticamente quedaban ocultos en la penumbra, se vislumbraba solo el rojo rescoldo de la combustión del tabaco de alguna que otra pipa al ser inhalada. El olor de las lámparas se mezclaba con un embriagante aroma a vino, proveniente de los toneles ubicados detrás de la larga barra en donde estaba Groomy, el dueño. A esa hora la taberna no estaba muy concurrida, el mayor movimiento se producía durante la noche, que lentamente se acercaba. Todavía las pocas mesas estaban ocupadas por eventuales viajeros que descansarían aquella noche en Iclys para continuar su viaje al otro día. Se sentaron cerca de una de las ventanas.

-Ahora cálmate y no llames la atención. Soy Kooplá-Koor, un viejo amigo de Groomy. Ambos sabemos de tu misión y somos tu contacto. Creí que no vería el día en que vinieras. ¿Cómo te llamas?
-Soy Gabriel, pero… ¿cómo se dio cuenta de quién soy?
-Sencillo, muchacho. Una era la forma en que caminabas, como atontado observando todo; llamabas la atención de medio mundo. Y la otra, por tus orejas. ¡Por todos los esbirros del mago oscuro! ¿Cómo puedes ser tan incauto? Solo espero que nadie más que yo se haya dado cuenta.
– ¿Mis orejas…? -Recién allí Gabriel se percató que desde que había llegado al nuevo mundo jamás había tomado la precaución de cubrir sus orejas, aunque el cabello algo las tapaba. Era extraño que ni Bringo ni Tilfur lo hubieran notado.
-Estamos en peligro, Gabriel. Deberás encerrarte hasta mañana y evitar todo contacto con otras personas. Mañana a primera hora partiremos.
-Dercom no me habló de ningún otro contacto.
-Muchacho, Valarión ya no existe. Muchas cosas han cambiado desde que Dercom partió.
– ¿Y a dónde partiremos mañana?
Kooplá-Koor no respondió inmediatamente. Miró fijo a los ojos de Gabriel durante unos segundos y respondió:
-A.… a La Ciudad de las Nubes… eso es. Directo a Balamonte -culminó diciendo Kooplá-Koor con una sonrisa forzada en aquella boca retorcida.

Gabriel quedó tranquilo con la respuesta de Kooplá-Koor. Fue una forma de probarlo preguntarle el próximo destino.

– ¡Se acerca alguien! -dijo Gabriel, nervioso.
-No temas. Es Groomy.
– ¡Kooplá-Koor, viejo amigo! -dijo con voz gutural el enorme Groomy- Veo que estás acompañado por un joven viajero. ¿Qué tal, amigo? Soy Groomy Tramper, el dueño de esta pocilga.
-Encantado de conocerlo, señor Groomy.
-Así es, Groomy. Este es mi «amigo», el semielfo del que te hablé -dijo guiñándole un ojo.
– ¡Ah, sí! Ahora entiendo. No debemos levantar la voz ni actuar sospechosamente -murmuró-. Comportémonos naturalmente.
-Necesitará quedarse esta noche acá. Temo que el enemigo ande cerca -concluyó Kooplá-Koor.
-Los amigos de Kooplá-Koor tienen cabida en mi casa -afirmó el tabernero guiñando un ojo y esbozando una enorme sonrisa-. ¿Qué tal si brindamos con el exquisito fruto de los viñedos de Noork? Este es un encuentro memorable. Grandes cosas están por suceder.
– ¡Excelente idea! -exclamó Kooplá-Koor- Brindemos por un futuro más auspicioso.
-Me parece bien, pero también tengo deseos de comer algo. Mi estómago se queja -dijo Gabriel.
– ¡No te preocupes, muchacho! Eso lo arreglamos enseguida -le replicó Groomy mientras golpeaba sus enormes manos.

Inmediatamente apareció su esclavo burundi trayendo en sus cuatro manos platillos diferentes y dos jarrones tallados en madera repletos del vino de Noork. Gabriel se quedó embobado mirando a la extraña criatura que hacía de mesero. Kooplá-Koor le dio una patada por debajo de la mesa.
– ¡Disimula, muchacho! ¡No llames la atención!

La noche cayó sobre Iclys, y la taberna poco a poco se fue llenando. El bullicio y el jolgorio fueron creciendo, y cuatro meseros, incluyendo al burundi, no daban abasto para satisfacer las necesidades de sus clientes.

Gabriel estaba deleitado con todo ese entorno. Comió y bebió, apreciando el rico sabor del vino de Noork más de la cuenta. Entrada la medianoche el vino surtió su efecto y el muchacho se desplomó encima de la mesa.

-Parece que nuestro amigo no está acostumbrado a tomar unas copitas de más. Será mejor que lo llevemos a descansar. Mañana le espera un largo viaje.

Nuevamente Groomy llamó al burundi, quien cargó a Gabriel sobre sus hombros y lo llevó a los fondos de la taberna. Nadie se asombró por esto. Era común que durante la noche sacaran a algún que otro borracho por los fondos del edificio. Nadie había prestado atención a la escena, salvo una persona. Desde un alejado y oscuro rincón del salón, un par de ojos habían observado con detenimiento todo el encuentro y, tan pronto Gabriel fue llevado a los fondos, el desconocido se puso de pie y se marchó por la misma puerta que había sido sacado el muchacho.


7 – La trampa

El encuentro y la cena con los padres de Lina no fueron como pretendía que fuese Bringo. Su imposibilidad de conseguir mejores ropas y la falta de dinero para adquirir la gema que había encargado en su anterior viaje a Iclys para obsequiarle a Lina fueron factores que jugaron en su contra y le otorgaron una opinión aún más negativa de la que ya tenía forjada el padre de la novia, quien jamás lo había aceptado. Rigoberto Verdehermoso pretendía otro tipo de yerno, alguien influyente y de su estatus económico; alguien de Iclys, algún rico comerciante, y no un granjero de Colina Verde cuyos únicos ingresos eran por la fabricación de dulces. Y así se lo hizo saber a Bringo después de la cena, a pesar de ir en contra de los propios sentimientos de su hija. Rigoberto y Bringo salieron al aire libre para conversar a solas.

-No voy a andar con rodeos, señor Valverde. Usted es una buena persona y será pariente lejano de nuestro inestimable héroe, Darby de la Colina Valverde; pero no tiene los medios económicos ni la importancia de su antepasado. No pido que sea un héroe, solo pido una cierta seguridad monetaria que le augure a mi hija un futuro sin sobresaltos.

– ¡Pero nosotros nos amamos! -le contestó Bringo.
-Con el amor no hacemos nada, señor Valverde. Usted debe comprender mi postura. Como padre deseo lo mejor para mi hija, y si usted la ama tanto como dice, también debe pretender lo mejor para ella. Aléjese. Cuanto antes lo haga, menos sufrirá Lina.
– ¡Conseguiré el dinero, señor Rigoberto! ¡Conseguiré el dinero que tanto le interesa para poder estar a su «altura»! ¡No renunciaré a Lina!
-Inténtelo. Admiro su determinación, pero dudo que pueda lograrlo antes de que mi hija se case con un rico hacendado.

Bringo se marchó cabizbajo con los ojos llenos de lágrimas y enfurecido consigo mismo por no poder colmar las mínimas expectativas que el padre de Lina pretendía. Y en cierta forma le daba la razón. Él era un simple granjero, con lo cual se sentía feliz, pero Lina merecía algo mejor, aunque ella ya le había dicho que no le interesaba su condición social y que iría vivir con él, aunque fuese un pordiosero. No sabía adónde ir. Tenía unas pocas monedas que Tilfur le había prestado. Necesitaba olvidar y, para olvidar: nada mejor que la cerveza. Iría a la Taberna de Groomy, y quizás, con suerte, encontrase a su reciente amigo, Gabriel.

Llegó ya bien entrada la noche. La taberna estaba como cada día a esa hora, concurridísima. Encontró un lugar vacío en un rincón oscuro del salón. Allí se desplomó sobre el asiento a esperar que lo atiendan. Recorrió con la mirada el lugar. Todas las mesas estaban repletas de viajeros y lugareños de distintos aspectos. Cada tanto se desplomaba alguno, producto de la borrachera y era sacado por los fondos en donde le daban el «tratamiento» adecuado para despertarlo: un balde de agua fría. En medio del salón, se cocinaban a fuego lento tres enormes jabalíes atravesados desde el trasero hasta el hocico por una barra en común. El vino y la cerveza corrían a raudales, y los meseros iban de un lado a otro para satisfacer a sus entusiastas visitantes. Luego de un rato uno de ellos se acercó y Bringo le pidió un jarrón de cerveza negra. «Este va a ser el primero de unos cuantos», pensó. Después de mucho observar, pudo ver, en uno de los extremos opuestos desde su perspectiva, a Gabriel conversando animosamente con el dueño de la taberna y con otro extraño de muy mal aspecto. No creyó conveniente acercarse. Gabriel tendría sus negocios o vaya a saber qué cosa con aquellos dos, y no quería molestar. En fin, sería una noche larga, en la cual bebería solo sin ningún interlocutor a quien contarle su pesar.
Cuando aún no había vaciado su primera jarra, vio movimientos en la mesa de Gabriel; se había desplomado. Pronto un burundi se acercó y lo cargó para llevarlo al patio, como hacía con todos los ebrios. Pero lo que más le llamó la atención de lo sucedido fue que el extraño de aspecto indeseable y Groomy siguieron al burundi con su «carga». Bringo tuvo un mal presentimiento y, sin pensarlo dos veces, se puso de pie y se acercó hasta la puerta por donde habían desaparecido. Miró de reojo que nadie lo estuviera observando y se escabulló también él por la puerta.

El lugar estaba oscuro. Era el patio trasero del local, al aire libre. Al fondo se veía un débil resplandor que salía de una despensa. Pudo oír la inconfundible voz de Groomy que sonaba algo alterada. Se acercó sigilosamente y se ocultó tras una ventana abierta donde pudo escuchar perfectamente lo que allí se decía.

– ¡Debes marcharte rápidamente! -dijo Groomy- El burundi te acompañará. No habla, pero es muy fuerte y obediente. Cualquier contratiempo que tengas y que consideres que no podrás sortear, ya sabes lo que tienes que hacer.
-No entiendo por qué no lo matamos ahora mismo -le contestó Kooplá-Koor.
– ¡Estúpido! ¿No recuerdas qué nos sucedió la última vez? Casi nos descubren cuando envenenamos a ese joven semielfo pensando que era el enviado. Gravus nos advirtió que cualquier otro error nos costará la vida. Quiere que se lo entreguemos vivo para poder cerciorarse de que es el verdadero Elegido.
– ¡Es el elegido! Fíjate en sus orejas.
– ¡No importa! Debes entregarlo a Gravus en el Golfo de Rukart sin despertar sospechas. Recuerda que los de Balamonte también lo están esperando y que estarán vigilando. ¡Ahora, rápido! Atémoslo y metámoslo dentro de un baúl. Te llevarás a mis dos aphis más resistentes y a mi ayudante burundi. Los quiero de vuelta acá, o te garantizo que la pasarás muy mal.
– ¡No me amenaces, bola de grasa! ¡No te metas con Kooplá-Koor! ¡Y ya sabes cuál es mi paga por la entrega!
-La tendrás, pero después de la entrega y de la certificación de Gravus.

Amordazaron, ataron y colocaron al muchacho dentro de un baúl al que se le habían practicado algunas perforaciones para que pudiera respirar.

-Quédate aquí. No despegues la vista de ese baúl ni un instante. Yo vuelvo a la taberna. No quiero despertar suspicacias. Dejaré cerrada la puerta. Los borrachos deberán ser sacados por otro lado -dijo Groomy.

Nada entendía Bringo de aquella conversación. Él nunca había oído antes hablar de El Elegido, pero de lo que sí estaba seguro era de que Gabriel corría un grave peligro. Debería actuar rápido, pero ¿cómo?, ¿qué podría hacer un mediano como él contra Groomy, Kooplá-Koor y, ni hablemos, del enorme burundi? Se escabulló inmediatamente por donde había entrado, antes de que apareciera Groomy.

Salió corriendo de la taberna. Ahora debía pensar rápido qué hacer. Llegó hasta los establos en donde había dejado a Tomy, el caballo que Tilfur le había dado, pero ya estaba todo cerrado. Debía conseguir urgente una movilidad para volver al hogar de Tilfur y comentarle lo sucedido. No se fiaba de nadie en Iclys. La autoridad allí era muy deficitaria y, si la denuncia incluía a Groomy como implicado, lo más seguro era que el denunciante culminase en el calabozo.

No le quedó otra opción que volver a la casa de Lina y hablar con su odioso padre.

Golpeó una, dos, tres veces la puerta al llamado de «¡Señor Rigoberto!». Este apareció con una lámpara en la mano, vestido con sus pijamas.

– ¿¡Quién molesta a esta hora!? ¡Pero…! ¿¡Qué haces acá, Valverde!? ¡Creí que fui claro con respecto a mi hija!
– ¡No es por su hija, señor Rigoberto! Discúlpeme que lo haya despertado, pero es que necesito de su ayuda. ¡Un amigo mío está en peligro y necesito un caballo para solicitar auxilio! Sé que usted tiene caballos en su establo para la venta. Présteme uno por esta noche y se lo devolveré mañana.
– ¡Estás loco si piensas que te voy a prestar un caballo! ¡Ya vete a buscar ayuda a otro lado y no molestes más!
– ¿Qué sucede, padre? –Dijo Lina asomándose a la puerta- ¡Bringo! ¡Pensé que te habías marchado, que no querías saber ya nada de mí!
-Quizás no me expresé bien, hija. Bringo dijo que aún no estaba preparado para el matrimonio, pero que se pondría en campaña para estarlo -dijo Rigoberto dando una mirada cómplice a Bringo para que lo saque del aprieto-. Aparte, vino a pedirme prestado un caballo para retornar a su casa, que con gusto accederé a cedérselo –dijo el viejo mirando a Bringo y tratando de que este apoye sus palabras para no quedar mal parado frente a Lina.
-Así es, Lina. Debo prepararme mejor para el matrimonio. Quiero darte seguridad económica. Como la bella dama que eres, no te debe faltar nada.
– ¡Pero al menos te hubieras despedido como corresponde, Bringo Valverde!
-Es que sabía que te ibas a enojar, Lina, mi amor. Solo te pido que me esperes, que me des un tiempo. Pronto nos casaremos como deseamos nosotros y.… como desea tu padre -dijo Bringo mirando al viejo Verdehermoso.
– ¡Bueno, bueno, bueno! Después charlaremos eso. Ya es tarde y tú debes marcharte, Bringo. Toma el caballo que desees. Después me lo traes.

Bringo se despidió de Lina con un beso, y de Rigoberto con un abrazo forzado. Ahora quedaba la cuestión de montar. No era muy diestro en esas artes, aunque para el común de los medianos era bastante instruido. Después de varios intentos, logró ensillar y montar al caballo más pequeño del establo, que no por pequeño era menos rápido que los otros; a esto se le sumaba el poco peso que lo iba a cabalgar, era prácticamente como trotar libre.

Con las primeras horas del nuevo día, Bringo salió de Iclys retomando el camino por donde había venido, en dirección a la granja de Tilfur. Solo esperaba que no fuera demasiado tarde para Gabriel.


8 – El rescate

Tilfur llegó a la madrugada. Aún faltaban unas tres horas para que amanezca. No tenía tiempo que perder, así que de inmediato se encargó de todos los animales dejándolos libres para que en su ausencia pudieran buscar su propio alimento dentro del predio de la granja o fuera de este.

-Mis queridos perros, quisiera llevarlos conmigo, pero me temo que emprendo un viaje muy largo. No sé si volveré a este hermoso lugar; de ser así, espero encontrarlos. Son libres de quedarse o de marcharse. Cuídense entre ustedes ante todo y tengan una hermosa vida.

Abrazó a sus perros con sentida emoción, ya que los amaba. Desensilló el caballo que había utilizado durante todo un día de cabalgata y ensilló otro, uno más joven, más rápido, pero menos dócil. Cargó unas pocas cosas en su morral, lo justo y necesario, y partió en dirección a Iclys por el camino de granjas que habían tomado Gabriel y Bringo.

Cuando una mancha rojiza en el horizonte iba dando paso a una nueva jornada, Tilfur divisó a lo lejos una figura que venía en sentido contrario. No tardó en reconocer a Bringo, montado a caballo. Esto era muy inusual para un mediano. Preferían la seguridad de un carro, y la marcha lenta antes que el trote veloz y el equilibrio precario de una montura.

– ¡Tilfur! -exclamó Bringo contento de ver a su amigo.
– ¡Bringo! ¿Qué sucede? ¿Dónde está tu amigo?
– ¡Por él retornaba justamente a tu casa! ¡Está en peligro, Tilfur! ¡Groomy y otro tipo llamado Kooplá-Koor, lo tienen encerrado en los fondos de la taberna! Hoy a primera hora se lo llevaban al Golfo de Rukart. Allí lo espera un tal Gravus.
-Golfo de Rukart. Eso está cruzando el Valle de las Sombras. Debemos apurarnos antes que se internen allí. ¿En qué lo van a transportar?
-En un carro tirado por dos aphis. Un burundi va con ese tal Kooplá-Koor, que, por cierto, tiene muy mala apariencia.
-Kooplá-Koor, un bandido muy peligroso. Gravus, unos de los generales principales del Mago Oscuro, pero ¿Groomy metido en esto? Esa no me la tenía. Tenemos la ventaja de los caballos. Los aphis son más resistentes, pero más lentos. ¡En marcha! ¡No hay tiempo que perder!

Amaneció. La taberna estaba desierta. Solo los meseros rondaban por el salón limpiando y ordenando. Groomy se fue hasta los fondos y despertó a Kooplá-Koor de una patada.

– ¡Estúpido! ¡Te dije que vigilaras y no que durmieras!
– ¡No me vuelvas a patear, maldito! Tengo un largo viaje por delante y debía descansar.
-Ya es hora. El burundi está listo.
-Espero que sirva para algo ese estúpido.
-Son estúpidos, pero los más fuertes. Pueden matar un aphis con sus propias manos. No correrás peligro con él al lado.

Amarraron los aphis al carretón. Cargaron algunos cajones con mercancías varias como para disimular y pasar por simples mercaderes; también alimentos y vino para una semana de viaje hasta el Golfo de Rukart.

Cuando partieron, la ciudad aún estaba dormida, y el silencio matutino se vio interrumpido por el ruido de los pesados pasos de los aphis y el quejumbroso andar del carretón. Kooplá-Koor y el burundi aparecían como únicos ocupantes del transporte y constantemente miraban a uno y otro lado de la calle para ver si algún curioso observaba su partida, pero los habitantes de Iclys estaban muy habituados al paso de los carretones de los mercaderes.

Gabriel despertó con un fuerte dolor de cabeza. Atinó a llevarse una mano a la frente, pero no pudo. Estaba atado de pies y manos. Para colmo, un trapo sucio con sabor a grasa rancia tapaba su boca. Tenía el cuerpo agarrotado, y la espalda le molestaba horrores. El lento andar del carretón no mezquinaba pozos ni piedras en su camino. No comprendió qué sucedía. Lo último que recordaba era estar comiendo junto con Groomy y Kooplá-Koor. Ahora se hallaba atado y metido en un baúl agujereado por el cual se filtraban algunos rayos de Sol. Quiso gritar, pero fue inútil. Comenzó a patear el baúl, y la inmediata respuesta fue un insulto. Reconoció la voz de Kooplá-Koor.

– ¡Deja de patear el baúl, gusano asqueroso! ¡O pronto olvidaré la consigna de Groomy y te degollaré acá mismo!

Una semana de viaje era el tiempo que le demandaría a Kooplá-Koor llegar hasta el Golfo de Rukart. No estimaba tener problemas con gente de Balamonte. Hacía tiempo que las patrullas del Rey Kaladryck habían dejado de vigilar parte del continente de Eridian. Ahora estaban dedicados a fortalecer la Ciudad de las Nubes ante una posible guerra con el Mago Oscuro. Sí debería tener mucho cuidado con los ladrones que pululaban por las tierras libres de Eridian. Pero para esos menesteres tenía al burundi con sus cuatro poderosos brazos capaces de estrujar y matar en un suspiro a un oso o a un lobo grande.

Los burundi son originarios de Narghá-Tor, una isla ubicada al sureste de Eridian, en el Mar de Lugh. Son una raza bárbara que no conoce de leyes ni de orden más que la fuerza bruta. Fueron avistados por primera vez por Gildorion, el Osado, capitán del Flecha de Plata, quien los describió años más tarde en su libro Aventuras del Flecha de Plata en los mares de Lugh como «monstruos gigantescos con tentáculos», un tanto exagerado en su interpretación, en una época en que los mares del sur aún no estaban infestados por los piratas de Aldirk. Justamente Aldirk se enteró de la existencia de los burundi gracias a los espías que tenía en Aramar, y preparó una gran flota integrada por orcos y bárbaros, capitaneados por el terrible Kraor-Gor-Tanar quien, con el tiempo, se transformaría en una pesadilla para las flotas de Aramar. Kraor-Gor-Tanar y su horda conquistaron a los burundi después de una feroz batalla en la que murieron cientos de ambos bandos. Pero la fuerza se impuso a la fuerza, y esa era la única ley que conocían los burundi; por tal motivo reconocieron la superioridad de su enemigo y se sometieron a su voluntad para sumarse, más tarde, a los ejércitos que iba reuniendo y preparando Aldirk.

El burundi que acompañaba a Kooplá-Koor había sido un «obsequio» de Gravus para Groomy por los servicios de espía que venía prestando a los oscuros designios del mago.

Lento marchaba el carretón y poca había sido la distancia recorrida tras más de media jornada. Gabriel estaba sediento y con hambre, pero por lo visto no existía ninguna disposición por parte de sus captores de hacerle el cautiverio un poco más llevadero. Pensó para sus adentros que este sería el fin de su viaje, tan corto, solo tres días. Vaya héroe, se dijo. Lo que no sabía era que su suerte estaba a punto de cambiar.

Cerca de la media tarde dos figuras se recortaron sobre un fondo púrpura amarillento en el horizonte. Kooplá-Koor alertó al burundi. No detendrían su marcha. Debían llegar a como dé lugar al Golfo de Rukart. Los jinetes se acercaron al trote. Uno montaba un corcel negro; quien lo montaba era de una contextura por demás grande, casi como el burundi mismo, aunque más robusto. El otro iba en un caballo más pequeño, de color blanco con tintes marrones. En contraposición, este jinete era por demás pequeño. Dos extremos que agigantaban aún más la figura del primer jinete.

-Debí dar cuenta de ti cuando tuve la oportunidad de hacerlo, y no perdonarte como lo hice. Sigues metiéndote en líos -dijo el primer jinete a Kooplá-Koor.
– ¡Tilfur! -exclamó un tanto nervioso Kooplá-Koor- ¡No sé a qué te refieres, viejo Barba Blanca!
-Me refiero a la carga que llevas y, si no me equivoco, con destino al Golfo de Rukart.
-Solo mercancías, viejo. Soy un simple mercader. Ya no me dedico más a mis viejas actividades. Ahora, si me permites, debo continuar mi marcha.
-Podrás continuar, siempre y cuando sueltes al muchacho que llevas por prisionero.
– ¿Prisionero? Yo no veo ningún prisionero -expresó sonriendo burlonamente, mirando de un lado a otro de la carreta-. Solo el burundi me acompaña, y por propia voluntad.
-No me refiero a esa bestia que tienes por esclavo. Me refiero al que llevas escondido en el baúl.

Los ojos de Kooplá-Koor se encendieron de ira.

– ¡Te lo advierto, Tilfur Barba Blanca! ¡No te entrometas en asuntos que te superan! ¡Nada llevo en ese baúl que no sean mercancías!
– ¡Mientes! -gritó Bringo que hasta ese momento había permanecido callado.
– ¡Yo vi cómo ataron y amordazaron a Gabriel y lo metieron en esa caja!

Gabriel, que se había quedado dormido, despertó por la discusión que iba subiendo de tono. Reconoció la voz de Bringo y comenzó a patear el baúl.

– ¿Y esos golpes? ¿Es tu mercancía que intenta escapar? -dijo sarcástico Tilfur. Y, levantando la voz hasta tal punto que asustó un poco a los caballos, concluyó – ¡Suelta al muchacho o pagarás con tu sangre! ¡Maldita rata!
– ¡Los que pagarán con sangre serán ustedes por entrometerse! ¡El burundi los despedazará!
¡Naar-Gurk! ¡Mata a ese viejo gordo y a su amigo ridículo!

El burundi saltó de la carreta con la agilidad de un lobo joven y estiró sus casi dos metros y medio de puro músculo con sus cuatro poderosos brazos abiertos. Tilfur no llevaba armas. Hacía mucho tiempo que no las usaba. Se apeó del caballo. El burundi se le abalanzó como un rayo, apresándolo con un abrazo múltiple, mortal para cualquier otro ser. No para Tilfur, quien se retorcía con violencia para deshacerse del abrazo. El esclavo siguió apretando. Era más alto que Tilfur y echaba su aliento fétido en la cara barbada del otro, que ya se estaba quedando sin aire. Tenía que soltarse lo antes posible o sería demasiado tarde. Inclinó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo y descargó un tremendo cabezazo que dio en la mandíbula de la bestia. Esta aulló de dolor. Dos colmillos habían saltado con el golpe, y la sangre oscura manaba de sus fauces, pero no aflojaba en el abrazo mortal. Tilfur, a pesar de su frente lastimada, le descargó dos golpes más, hasta que un ruido a huesos rotos sonó. La mandíbula despedazada del burundi era una masa sanguinolenta. La bestia soltó a su presa y fue su perdición. Tilfur no perdonaba.
El burundi se tomó el rostro ensangrentado y el gigante, a pesar de tener su frente maltrecha, saltó sobre su atacante tirándolo al suelo. Allí, con un movimiento veloz de sus manos y sin darle tiempo al burundi a reaccionar, le dislocó el cuello, que hizo un ruido espantoso de huesos destrozados. El burundi, aullando pavorosamente y entre espasmos, agonizó hasta morir.
Kooplá-Koor saltó de la carreta y salió corriendo.

– ¡Tilfur! ¡El otro se escapa!
-Déjalo. No llegará muy lejos. Saquemos a tu amigo del baúl.

Sacaron a Gabriel. Muy dolorido se pudo poner de pie. Pidió agua, y bebió con desesperación.

-Parece, muchacho, que eres más que un simple explorador -dijo Tilfur observando las orejas de Gabriel-. Debemos marcharnos pronto a Balamonte. Bringo, tú te vienes con nosotros. No puedes volver a Iclys. Es demasiado peligroso.
– ¡Por nada del mundo volvería! ¡Salvo por Lina, pero, por ahora, ese asunto debe esperar! -dijo Bringo.

-Gabriel, monta conmigo. ¡Debemos apurarnos! ¡Momentos cruciales se acercan para el futuro de nuestros pueblos! –dijo Tilfur.

Partieron con el caer del día rumbo a Balamonte, La Ciudad de las Nubes.


LA CIUDAD DE LAS NUBES

1 – Balamonte

En el año 1 de la Nueva Era (N.E.) en el valle del Caratantor nacía Balamonte, a los pies del gran volcán que lleva el mismo nombre. La ubicación del nuevo estado tenía un simple y único propósito: la defensa. El lugar era una fortaleza natural, prácticamente inaccesible durante gran parte del año debido a las grandes nevadas. Solo dos meses, durante el verano, el sendero que conducía a las puertas de hierro estaba despejado. Con el tiempo, se fue creando un acceso secreto que solo algunos balamonteses conocían. La protección que la naturaleza les había brindado anuló en el pasado toda intención de los enemigos de querer atacarlos por considerársela una empresa cuasi imposible de realizar. Esto llevó a los balamonteses a transformarse en una sociedad pacífica que poco a poco dejó de lado toda práctica militar. Solo una mínima guardia era entrenada para proteger al rey y para patrullar encubiertos en Eridian a la espera de El Elegido. Esta condición los llevó a inclinarse por el arte y la cultura, transformando con el tiempo a la ciudad en la cuna del conocimiento. En esos primeros años, los antiguos confeccionaron las Escrituras en las que daban detalles sobre la fundación de Balamonte y Aramar, apuntada como año 1, y sobre la fecha supuesta para la llegada de El Elegido, estipulada para el año 470 N.E.

Poco a poco Balamonte fue creciendo. La ciudad fue adoptando una forma circular a medida que se iba construyendo; perfectas veredas, parques, casas, todas construidas de la mismísima piedra de las montañas. Al ser circular, Balamonte estaba dividida en sectores por anillos. Las canteras, las herrerías, las fraguas y el aserradero se encontraban en el anillo superior, lindante con las montañas. En el segundo anillo estaban las zonas de cultivo y de cría de animales, indispensables para la subsistencia de los balamonteses. Recién en el tercer anillo inferior, se situaban las construcciones habitacionales, intercaladas con zonas comerciales, culturales, recreativas y plazas bellísimas con fuentes naturales de agua. Las construcciones residenciales de los habitantes comunes eran de una planta, edificadas todas de las canteras abastecidas por las montañas lindantes. En Balamonte existía toda una red de aguas termales que llegaba a los mismísimos hogares de sus habitantes, una exquisita obra arquitectónica que proveía de agua caliente aun en los inviernos más crudos. En el centro de la ciudad, por último, se levantaba el palacio real junto con el Templo de Dontar, las barracas de los soldados, la biblioteca y el almacén de acopio.

Un cielo sin nubes saludaba la fortaleza en un nuevo día. La altura en la que estaba construida la libraba de muchas lluvias. El silencio matinal se vio interrumpido como todos los días a la hora sexta por el cántico de los clérigos en el templo de adoración a Dontar. En los cánticos se entonaban estrofas de alabanza hacia el Creador, pero también se pedía por el futuro, por la solución de los inciertos acontecimientos que estaban por venir y por la disolución del oscuro presagio que pesaba sobre Balamonte. Exactamente a la misma hora que comenzaban los cánticos, se realizaba el cambio de guardia en las puertas de acceso a la ciudad, una ceremonia que se venía repitiendo durante centurias, a la espera de que jamás tuvieran que dar la infausta noticia acerca de la venida de los ejércitos del Mago Oscuro.

Estos eran los primeros movimientos de una ciudad que despertaba por completo a la hora octava, cuando las águilas partían de sus nidos en lo más alto de las montañas Azules para sobrevolar la fortaleza, oscureciendo el cielo por un instante, desplegando sus majestuosas alas doradas; su altiva y severa mirada, clavada en el horizonte -más allá del curso del río Salvaje en las llanuras de Dor-Shalon- en busca de alimento para sus pichones. A esa misma hora, se pudo observar en lo alto de la Torre de Cristal la figura enjuta de un anciano. Sobre sus hombros se depositaban decenas de años y una corona que ahora le pesaba. Rara vez ya, subía a la torre. Significaba un gran esfuerzo ascender las escaleras que hoy se le antojaban interminables y que en su juventud trepaba corriendo. Sabía que el final de su tiempo estaba cerca, y por eso quería disfrutar cada instante que la vida le regalaba. Aquel día decidió llegar a lo alto del edificio. Quería contemplar su reino y quería ver a las águilas en su partida diaria. La visión de ellas que de por sí impresionaba desde tierra no era igual en lo alto del mirador. El espectáculo le sobrecogió el corazón. Tanta belleza, tanta perfección, tanta hidalguía y majestuosidad en aquellos seres privilegiados no hacían más que confirmar la benevolencia de Dontar, el creador.

A Roderick le extrañó encontrar a su padre en el punto más alto de la Torre de Cristal. Kaladryck llevaba más de una hora de pie en aquel mirador; primero observando la partida de las aves hacia las montañas de Dor-Shalon y segundo contemplando la majestuosidad del reino en su totalidad.

– ¿Padre?

El rey se vio sorprendido por su hijo.

– ¡Roderick! ¡Hijo!
– ¿Sucede algo, padre? –dijo Roderick un tanto preocupado por la actitud de su padre.

El rey suspiró hondo y, sin dejar de mirar la ciudad, extendiendo sus brazos dijo:

-Observa esto ¡Mira cuánta belleza! ¡Cuánta majestuosidad! Las calles, las esculturas, las plazas; todas las necesidades de techo, pan y trabajo cubiertas para nuestra población -Hizo una pausa y su semblante cambió de la alegría a la tristeza-. Sin embargo, nuestra gente no es feliz, tú no eres feliz ni yo tampoco. ¿Sabes por qué? -dijo dándose vuelta y mirando su hijo a la cara- Porque sabemos que todo esto morirá. Inexorablemente, Balamonte desaparecerá, y con ella nuestro pueblo, nuestra sangre -concluyó, volteándose nuevamente hacia el mirador con las manos cruzadas detrás de su espalda.
-Padre, ya hemos hablado de esto antes. ¡No abandonaré la ciudad como un cobarde infringiendo nuestras propias reglas!
-Puedes hacerlo en secreto o puedes salir, como tantas otras veces, en comisión.
-Seguiría siendo un cobarde, mientras gran parte de mi pueblo acepta su fin, su condena, por defender sus creencias.
-La gente es libre de irse cuando quiera.
-Sí. Pero no de regresar. Y si se van, se van con la cabeza baja, con el estigma de la cobardía. Además, el futuro allá afuera no es más promisorio del que tenemos acá. Si no nos mata el volcán, pronto lo hará el Mago Oscuro con sus hordas arrasando todo Eridian.

-Tú tienes donde ir, si decides marcharte. El rey de Aramar ha ofrecido su hospitalidad para ti y para tu hermana.
-Solo iría si acepta a todo mi pueblo, padre. No es justo que solo tus hijos tengan esa oportunidad. Y si tanto te interesa nuestra salvación, revoca las reglas.
– ¿Revocar las reglas de los Fundadores? ¡Eso trastoca nuestra fe! –dijo el rey mirando nuevamente a su hijo.
– ¿¡De qué fe me hablas, padre!? El Elegido jamás vendrá, si es que alguna vez existió tal misión para encontrarlo y si es que alguna vez existieron los humanos.
– ¿¡Dudas de nuestras creencias!?
-No dudo de Dontar, dudo de la historia que nos legaron los Fundadores.
– ¡Hablas como un aramatiense!
– ¡Hablo con la lógica de saber que las Escrituras fallaron con la predicción de la llegada de El Elegido y que han fallado en miles de años!
-Las Escrituras también dicen que una vez llegado El Elegido, recién allí el pueblo deberá marcharse, y Balamonte sucumbirá en el fuego. Balamonte aún está de pie.
-No por mucho tiempo. Padre, en tus manos está el poder de revocar esa regla; permitir a la población salir con la cabeza en alto y no con sentimientos de vergüenza y de cobardía por abandonar la ciudad. De esa forma podríamos agruparnos, formar un asentamiento y una defensa, y no dejar que cada familia que emigre por su cuenta deambule por Eridian a merced de los vándalos, los sin patria.
– ¿Por cuánto tiempo, hijo? ¿Por cuánto tiempo crees que puedes sostener una defensa de un pueblo sin tierra?
-Por el tiempo que sea, padre. Pelear sería una forma más digna de morir. No esperar a ser calcinados por la furia del volcán.
-Y yo sería recordado como el rey cobarde que rompió con las reglas y las creencias impuestas por los Fundadores.
-Tú serías recordado como un rey benévolo que decidió que su pueblo elija una forma más digna de terminar sus días, aunque todos los presagios digan que nadie quedará para recordarlo.
-Sabes que no puedo hacerlo. Mi fe es débil, pero aún preservo una mínima esperanza de la llegada de El Elegido.
-Entonces, te contradices en tus peticiones, padre. Si aún preservas esa mínima esperanza, no me vuelvas a pedir que me marche por la puerta de atrás. Tratemos de vivir este tiempo lo mejor que podamos y encomendémonos a Dontar para que esa mínima esperanza que tienes, se concrete.

El rey no respondió. Sabía que su hijo tenía razón en ese análisis que hacía de la situación. Muchas veces se había preguntado si la revocación de las reglas que prohíben abandonar la ciudad no era más que una cuestión caprichosa de su parte, y si justificaba su negativa enmascarándola con una supuesta pérdida de la fe.

Como su padre no respondía, el príncipe decidió marcharse. Bajó ofuscado las escaleras. No comprendía por qué su padre se obstinaba tanto en ese punto. Muchas veces habían discutido acerca de lo mismo y siempre terminaban igual. Roderick pertenecía a la línea disidente, cuestionaba las Antiguas Escrituras que profesaban la llegada de El Elegido. Esta línea disidente había nacido unos tres mil años atrás, cuando la fecha estipulada por los antiguos para la llegada –el año 470 N.E.– se había cumplido y nada había ocurrido. Una gran desazón ganó los corazones de aquella gente, pero el rey de entonces, Bonderick, se mantuvo firme en su postura y decidió que seguirían aguardando el cumplimiento de las profecías. A pesar de esta orden, un cuarto de la población de Balamonte abandonó la ciudad temiendo la furia del volcán. Nunca ocurrió; y aquellos que habían dejado la segura fortaleza de su hogar fueron víctimas en las salvajes tierras de Eridian. Muchas familias retornaron rogando su reintegro a la sociedad de Balamonte, pero Bonderick no quebrantó las reglas y no permitió que los que habían emigrado pudieran regresar. Esta firme decisión opacó el deseo de fuga de muchos, aunque empezaron a descreer de las Escrituras. Y si estas se habían equivocado respecto de la llegada de El Elegido, quizás también se habían equivocado con el funesto destino que presagiaban sobre Balamonte.

Roderick salió al aire libre a respirar un poco el aroma exquisito de los jardines reales. Internarse en ellos era ingresar a otro mundo. Sus laberínticos senderos enmarcados por setos eran un recorrido mágico que lo transportaban a uno a un rincón de ensueño: repletos de flores que describían algún dibujo sobre el verde del césped; figuras de exóticos animales de tamaño real; una fuente de agua con pequeñas cascadas trabajadas con piedra y alimentadas por canales subterráneos que la abastecían en forma permanente. Todo invitaba al paseante a sentarse y mojar sus pies o a refrescarse el rostro. Siempre que uno creía conocer todos los recorridos de los innumerables laberintos, se veía sorprendido por la aparición de otra pequeña parcela, totalmente diferente a las vistas anteriormente. Era como si el jardín tuviese vida propia y sufriera una constante metamorfosis. Pero esto era gracias a las decenas de jardineros que trabajaban todo el día y que combinaban el conocimiento, la destreza y la pasión por el cuidado de las plantas con su veta artística. Era como una conexión simbiótica entre los hacedores y la naturaleza. Unos proponían y ella respondía adoptando las diferentes formas que aquellos privilegiados artistas imaginaban gracias a la inspiración divina que Dontar les proveía. Después de un rato largo de recorrer esos incontables senderos, el príncipe salió de los jardines a la ancha vereda que circundaba el palacio real. Mientras caminaba, observaba las estatuas de sus antepasados; más de tres mil cuatrocientos setenta años de historia desde la fundación de Balamonte. Observaba a aquellos antiguos reyes que miraban con tranquilidad la lejanía, como esperando –tal cual lo hicieron en vida– la llegada de El Elegido. Las últimas dos esculturas correspondían a sus padres, y Roderick se decía a sí mismo que jamás vería su propia estatua. Y razón no le faltaba. Balamonte estaba condenada a la destrucción desde el mismísimo día en que fue fundada en aquel valle inexpugnable. La seguridad del lugar les tenía reservado a todos sus habitantes un alto costo si se quedaban. El volcán había despertado, y sus temblores eran cada vez más frecuentes. No se sabía cuándo haría erupción, pero lo que sí se podía asegurar es que no pasarían una nueva primavera.

Sentadas en uno de los tantos bancos que rodeaban el palacio y de frente a los jardines, se hallaban la princesa Lúrien, hermana de Roderick, y la reina Eliana, su madre. Lúrien tenía veinte años y era de una hermosura elfica, con largos cabellos dorados que caían en tenues ondas hasta su pequeña cintura. Su mirada dispensada por bellos ojos verdes, denotaba la inocencia de su juventud y mostraba su profundo sentimiento por la vida. Lúrien era fiel reflejo de lo que expresaban las Escrituras con respecto a la belleza de los elfos; y Roderick, cada vez que veía a su hermana, pensaba que en realidad las Escrituras no estaban tan equivocadas, al fin y al cabo, y que los elfos realmente habían existido.

La princesa sostenía en sus manos un grueso libro de hojas amarillentas. Era muy antiguo, escrito en el año 875 de la Nueva Era por Frederick Lowtheson, el gran poeta balamontés que solo vivió sus primeros treinta y cinco años en Balamonte para luego desaparecer de Ciudad de las Nubes. Nació en el año 835 N.E. y desapareció en el año 870. Nunca más se supo qué fue del joven poeta, y su historia se transformó en leyenda popular. Aducían algunos que aun hoy en día estaba con vida, resguardado en los mágicos paisajes que describía en su poesía. Lúrien recitaba con voz dulce uno de los tantos poemas de amor que Lowtheson le había dedicado a su amor imposible, Dorianna, un amor que él aseguraba que existía, pero que nadie nunca supo de quién se trataba, un dato más para alimentar la leyenda que dice que en realidad Frederick se fue de Balamonte para encontrar su mítico amor.

Suavemente, muy suavemente
rozo tus labios con los míos,
todo en ti se estremece
cuan bello capullo en el rocío.

Tus delicados pétalos obedecen
floreciendo ante mí con delirio,
elixir primordial de la vida
beberé de ti hasta caer rendido.

El suave crepitar de lo leños
que en mi corazón has encendido
pronto se tornará un infierno
de placeres y gozos desmedidos.

El bello perfume del alma
que impregna nuestros sentidos
nos convierte en pequeño mundo,
somos bosques, montañas, ríos.

Cae el último destello
tu cuerpo palpita junto al mío
ya nada podrá separarnos
nuestras vidas por siempre
se han unido.”

Roderick se quedó escuchando sin ser visto, olvidando por un momento la discusión con su padre. Pero aquel aturdimiento temporal en el que se vio inmerso por la dulce voz de su hermana fue interrumpido por la voz dura y grave de Gruffurd, su amigo y capitán de la reducida guarnición que cuidaba Balamonte.

-Príncipe -le dijo susurrándole al oído para no ser escuchado por las damas.
– ¡Gruffurd!
-Tenemos novedades en Puerta de Hierro, mi señor.
– ¿A qué te refieres con novedades?
-La guardia externa nos informó de la presencia de tres extraños ascendiendo por el camino.
– ¿No son mercaderes?
-No, mi señor. Los mercaderes no se aventuran a venir para esta fecha por miedo a las nieves prematuras. Además, estos sujetos vienen en dos monturas.
-Bien. Mantenme informado. ¿Cuándo estiman que pueden llegar?
-Calculamos que para la caída del Sol.
-Gracias, Gruffurd.

Gruffurd pegó media vuelta y se marchó del lugar para retornar a Puerta de Hierro. Roderick intentó centrar nuevamente su atención en el recitado que ejecutaba Lúrien, pero las palabras de Gruffurd giraban en su mente y le era ya imposible concentrarse.

Habían transcurrido tres días de marcha casi ininterrumpida. Tilfur, Gabriel y Bringo solo se habían detenido lo suficiente como para descansar y comer frugalmente trozos de carne salada con pan rancio y algo de vino. Ahora se encontraban a los pies de la montaña de acceso a Balamonte, una imponente mole de poco más de seis mil setecientos metros de altura, que se extendía por kilómetros y kilómetros a lo largo, y que se unía a la cadena montañosa de las Azules.

La montaña desanimaba a cualquier visitante a iniciar la escalada por el tortuoso y angosto trazado en la roca. Aún transcurría el último mes accesible a la ciudad antes de que el camino se volviera intransitable por las nevadas.

La tarde envejecía, y el Sol, ya oculto, perfilaba sus últimos rayos sobre la cima. Decidieron descansar toda la noche para emprender el ascenso con las primeras horas del día siguiente. Sería una jornada larga y agotadora hasta la inexpugnable Puerta de Hierro, forjada por los mismísimos fundadores de Balamonte bajo las órdenes de su primera línea de reyes.

-Yo montaré guardia -dijo Tilfur.
-No has descansado nada en esto tres días de cabalgata -dijo Bringo.
-No te preocupes, pequeño amigo. Puedo pasar muchos más si las circunstancias lo requieren. Ve y descansa. Mañana nos espera un día agotador.
-Aún no has satisfecho mi curiosidad, Tilfur.
-Y aún no hablaré hasta estar seguro de que el muchacho sea quien pienso que es. Pero para eso debemos llegar a Balamonte. Ahora hazme caso: ve a descansar.

Bringo obedeció a Tilfur. Sabía que no tenía ningún objeto insistir. Como nunca, había descubierto a otro Tilfur, alguien serio, silencioso y preocupado, muy distante de aquel Tilfur bonachón, cascarrabias y charlatán. A pesar de todo, estaba ansioso. ¡Conocería Ciudad de las Nubes! La mítica Balamonte descansaba a seis mil setecientos metros sobre su cabeza, y mañana, si todo iba bien, la conocería.
Gabriel por su parte, ya estaba dormido. Las últimas tres jornadas habían sido las más agotadoras de su vida. Aparte del cansancio, el dolor en sus posaderas se había transformado en un martirio. Jamás había cabalgado, y su debut con los caballos estaba tornándose algo prolongado.

Tilfur se apostó en un rincón oscuro, apartado del camino. Había esperado por este momento muchísimos años. Ahora, que parecía que El Elegido había llegado, se avecinaba la conclusión de muchas cosas.

El día amaneció nublado. Densas y oscuras nubes cubrían el cielo. La cima de la montaña estaba oculta tras ese manto de nubes cargadas de agua, que coronaban su parte central. El agua no tardaría en caer, lo que dificultaría aún más el ascenso. Tilfur despertó a sus compañeros de viaje. No había tiempo para desayunos, comerían en plena cabalgata.
A regañadientes, tanto Bringo como Gabriel se levantaron de sus improvisadas camas. Una tenue brisa del Este traía consigo el aroma a lluvia, pronto esta caería en sus cabezas.

Comenzaron el ascenso por el único camino conocido a Balamonte, el que utilizaban los mercaderes y el que utilizaban los mensajeros del reino; aunque Tilfur sabía muy bien que su viejo amigo Kaladryck, el rey, conocía y guardaba celosa discreción de un acceso oculto a la ciudad. A pesar de no ser la pendiente muy pronunciada en su inicio, no exigieron a los caballos, que iban con paso lento pero continuo, regulando al máximo el esfuerzo de sus monturas. Más adelante requerirían de sus energías ya que la marcha iba a ser larga e intentarían realizar todo el recorrido con una sola parada de descanso.

Tras más de cinco horas de ascenso por un camino zigzagueante entre las montañas, las oscuras nubes que presagiaban lluvia se habían disipado dando lugar a un cielo transparente y a un Sol acariciador. Pararon un rato para descansar los caballos y darles de beber el agua que fluía de una vertiente. Se sentaron en silencio. Solo se escuchaba el sonido de los insectos y del agua cantarina que chocaba y se escurría entre las piedras. Gabriel miró hacia la inmensidad, y todo el valle de Dor-Shalon se abrió a sus ojos, incluso más allá del río Salvaje, hasta la mismísima cadena montañosa. La brisa fresca pero no fría auguraba que tendrían buen clima, aunque en la montaña nunca se sabía, y podía comenzar a nevar en cualquier momento. La paz que se respiraba era tal que tanto Bringo como Gabriel se adormilaron. Solo Tilfur permaneció alerta. Sabía que una avanzada de la guardia de Puerta de Hierro los estaba vigilando. Esto era normal, y de seguro no se mostrarían hasta cuando estuviesen en la entrada a la ciudad.

Hacía más de veinte años que había abandonado Balamonte. Había llegado a ella como un peregrino setenta años atrás, cuando el entonces príncipe y actual rey, Kaladryck, contaba con solo diez años y cuando él, Tilfur, ya lucía físicamente como ahora. Llevaba centurias peregrinando y al llegar a Ciudad de las Nubes se sintió maravillado por su paz y su belleza. Cansado de viajar, sin permanecer mucho tiempo en un lugar, pidió asilo al entonces rey Adryckson, al cual debió dar explicaciones y contar parte de su vida para hacerse merecedor de una residencia permanente en aquel país. El rey, asombrado por la longevidad de Tilfur, creyó estar en presencia de un Daronni, una antigua raza mencionada en las Escrituras: «Más allá del horizonte, en las heladas tierras de Rummeria, en donde los pueblos son casi tan longevos como las eternas nieves que la cubren, vive una raza de gigantes inmunes a las inclemencias de frío: los Daronni». Este párrafo mostraba a la supuesta tierra de Tilfur como un punto de referencia para tomar por aquellos que intentasen encontrar Daerontolian, el reino de los elfos. El rey no dudó y decidió otorgarle el asilo. Tilfur Barba Blanca pronto se transformó en su consejero y amigo. Tomó a su cargo la instrucción de los soldados y renovó totalmente los medios de defensa. A los nueve años de haber llegado a Balamonte, Adryckson murió y asumió su hijo Kaladryck, con diecinueve años, quien adoptó a Tilfur como su mentor. Con el paso de los años, que se fueron reflejando en el rey, la relación con Tilfur pasó a ser la de una gran amistad. En esta etapa, Tilfur reveló por primera vez su verdadera historia. La segunda persona en todo Eridian en saber acerca de ella fue, años más tarde, el padre de Bringo. Los años pasaron y el volcán Caratantor despertó. Los temblores comenzaron a suceder con mayor frecuencia presagiando lo peor. Esta situación fue el origen de disímiles posiciones entre el rey y Tilfur, y el origen de discusiones que con los años se fueron tornando más agrias y que terminaron con ese vínculo tan estrecho y con el alejamiento de Tilfur de Balamonte. Hoy retornaba a la ciudad, a pesar de la expresa prohibición del rey de permitirle su reingreso, aunque solo fuera de visita.

Reanudaron la marcha cerca del mediodía. Estaban a mitad del camino a Puerta de Hierro. El trayecto se tornó más abrupto, más riguroso, con una pendiente más pronunciada, obligando a los caballos a aminorar la marcha ante el esfuerzo; ya después, en algunos tramos en donde la pendiente y las piedras sueltas hacían más inseguro su paso, los jinetes debieron caminar para hacerles un poco menos pesada la tarea. Con la llegada de la tarde y con el sol casi oculto tras las nubes, la temperatura descendió. Tanto a Bringo como a Gabriel les comenzaron a castañetear los dientes ya que no traían otra ropa que la que llevaban puestas. Pero ese detalle era menor para el humano. Al frío se le sumó el problema de la altura. A unos cuatro mil metros sobre el nivel del mar, el oxígeno escaseaba, y él se vio bastante afectado. En más de una ocasión debieron parar para que pudiera vomitar. La cabeza le dolía, y todo parecía darle vuelta. Bringo solo padecía el frío; el tema de la altura lo tenía superado ya que Colina Verde se encontraba en un valle con cierto nivel de elevación.

-Ya falta poco -fueron las palabras de aliento que insufló Tilfur. Y razón no le faltaba. Ya se podían visualizar las puertas que cerraban el único acceso transitable al valle. Las antiguas puertas de hierro habían sido construidas por los Fundadores en el siglo uno de la nueva era. Eran tan longevas como la ciudad. Incrustadas en la roca misma de la montaña, con sus diez metros de altura, quince de ancho y 20 centímetros de espesor, eran casi inexpugnables al más poderoso de los arietes. Arriba de estas, en el puesto de observación, se podían ver a cuatro guardias con sus brillantes armaduras plateadas armados con arcos y flechas. Uno de ellos llevaba colgando de uno de sus lados un gran cuerno. Otro grupo de diez guardias encabezados por Gruffurd, ataviados con la misma armadura, pero armados con espadas y escudos redondos grabados con el estandarte que los representaba, salieron al encuentro de los viajeros. Esta actitud por parte de la guardia era normal. Siempre revisaban a todos los visitantes que llegaban, a los cuales se les incautaban las armas que luego se les restituían al abandonar la ciudad.

Gruffurd, el capitán, conocía muy bien a aquel gigante de ojos azules que venía acompañado por un pequeño y por otro de porte normal.

– ¿Tilfur? -preguntó sorprendido Gruffurd que no esperaba volver a ver al gigante bonachón, quien fue su instructor en su adolescencia.

– ¿Cómo estás muchacho? Has crecido algo en estos últimos veinte años,
– ¡Tilfur! ¡Querido amigo! ¡Qué gusto verte nuevamente! Después de tu partida, no pensé que regresarías.
-Yo tampoco, pero cosas urgentes me hacen dejar de lado viejas rencillas con tu rey, Gruffurd. Necesito verlo en forma urgente.
– ¿Y qué te hace pensar que mi padre querrá recibirte después de todo lo que le has dicho? -dijo Roderick asomando por atrás del grupo de soldados.
-No has perdido la insolencia, muchacho. Sigues siendo el mismo arrogante de siempre.

Gabriel y Bringo se miraron esperando una dura respuesta del príncipe. Pero este se echó a reír.

– ¡Tilfur! ¡Viejo carcamán! ¡Si de alguien he aprendido a ser orgulloso y arrogante, ese eres tú! -dijo Roderick fundiéndose en un abrazo con Tilfur.
– ¡Vaya, vaya! ¿Pero quién lo iba creer? Mis dos alumnos más flacos y debiluchos que apenas podían sostener una espada hoy son hombres de verdad, hechos y derechos.
-Y tú no has cambiado nada, querido Tilfur Barbablanca. Parece que los años no parecen contar para ti.
– ¡No te creas, muchacho! Antes mataba a un orco con una mano, ahora debo utilizar las dos –Todos rieron.
– ¿Y quiénes son tus amigos? –preguntó Roderick.

Tilfur iba a presentarlos, pero Bringo, que no soportaba estar tanto tiempo callado, dio un paso adelante y, haciendo una reverencia, se presentó:

– Bringo Valverde, mis señores, único descendiente, junto con mi hermano Bongo, de Darby de la Colina Valverde, fundador de mi amado país.
– ¡Vaya, vaya con el pequeñín!
-Disculpe, mi señor. No soy un pequeñín. Soy un mediano, para ser más exacto, y uno de los más altos entre mi raza, si me permite aclararlo.
– ¡Un mediano! Pero claro que sí. En uno de mis tantos viajes a Iclys, los he visto, pero los he confundido con niños. Ustedes no son como los enanos, que son bien identificables por su aspecto robusto y su larga barba. ¿Y tú, muchacho? ¿Cuál es tu nombre?

Gabriel iba a hablar, pero intervino Tilfur alzando una mano interponiéndose al humano antes que este dijera algo.

-Con respecto a este muchacho es que me urge ver a tu padre, Roderick.
-Yo no tengo problemas en dejarte entrar, Tilfur, pero mi padre, después de que te marchaste prohibió tu ingreso a la ciudad.
-Entonces ve y dile que esto va más allá de nuestra discusión. Dile que esto tiene que ver con el futuro de todos nosotros.

El príncipe frunció el entrecejo, y con ojos inquisidores miró a Gabriel.

– ¿Qué oculta tu extraño amigo para que no me lo puedas decir ahora? ¿Acaso es un mensajero de malas nuevas?
-Todo se develará cuando estemos en presencia del rey. Solo ve y dale este recado, no pienso moverme de estas puertas -contestó con tono imperativo Tilfur.

Roderick vaciló un instante y luego dijo:

-No hace falta que lleguemos a tal extremo, amigo. Ven. Entra conmigo a la ciudad. Mucho te debemos, Tilfur Barbablanca, como para que te impidamos el paso a lo que fue tu segundo hogar, según tus palabras.
-Gracias, muchacho. Indudablemente has crecido y no te andas con vueltas al momento de tomar decisiones.
– ¡Abran la puerta! -gritó Gruffurd a los guardias apostados arriba, quienes retransmitieron la orden a los que estaban abajo, del lado de adentro. Inmediatamente un ruido de engranajes hizo vibrar el suelo. Lentamente las puertas se entreabrieron lo suficiente como para permitir el paso de los caballos.

Cruzaron Puerta de Hierro. El camino continuaba entre las laderas de las dos montañas a través de una angosta garganta que iba descendiendo, y que mantenía oculta aún la ciudad. Roderick marchaba adelante montando a Cirdón, un maravilloso corcel negro. A su lado iba Tilfur, detrás de ellos iban Bringo y Gabriel, junto a Gruffurd.
Tilfur respiró hondo el aire fresco de la montaña.

-Tengo entendido que estabas en Iclys -dijo a modo de interrogación el príncipe.
-En el Bosque Tranquilo para ser más exacto –respondió Tilfur.
– ¡El Bosque Tranquilo! ¿Acaso no está infectado de esas molestas criaturas espinosas?
-Scrillch. Pues sí. Pero me llevo muy bien con ellos y mantienen el bosque libre de extraños. ¿Y cómo está tu padre?

Roderick suspiró y, sin mirar a Tilfur, contestó:

-Sigue siendo un viejo testarudo. Los temblores se han incrementado. Muchas casas se han agrietado, y algunas esculturas se han venido abajo. Mi pueblo está asustado, pero mi padre no cede y no quiere revocar las leyes que tú ya conoces.
-Todo sigue igual. El motivo de nuestra discordia sigue presente, por lo que veo.
-Así es, Tilfur. Sin embargo, me pide a mí que abandone la ciudad junto con Lúrien para irnos a refugiar en Aramar.

-Aramar ya no es seguro. También está condenada a perecer. Tu padre es un cabeza hueca que se contradice, pero quizás hoy cambie todo.
-Me intrigas, Tilfur, pero más me intriga tu compañero.
– ¡Miren! ¡La ciudad! -exclamó Bringo interrumpiendo.

Habían dejado atrás la garganta atravesando de lado a lado la cadena montañosa, y el valle del Caratantor se revelaba con toda su magnificencia. La ciudad de Balamonte, Ciudad de las Nubes como algunos la llamaban, se presentaba desde la altura como una bella obra arquitectónica. Desde aquel lugar se podía apreciar el perfecto diseño de sus calles concéntricas; como punto central, el majestuoso palacio perfectamente ornamentado con incrustaciones de piedras preciosas y filigranas de oro, con sus cuatro torres de piedra y su increíble torre central que se elevaba por encima de la ciudad a unos cuarenta metros de altura. A esta torre se la conocía como la Torre de Cristal, pues en su extremo superior estaba construida con gruesos cristales forjados por los antiguos. Rodeando el palacio como mudos testigos de la historia de Balamonte, se elevaban unas cien estatuas bellísimamente cinceladas de unos diez metros de alto cada una, retratos de reyes y reinas de antaño que supieron conducir los destinos de Ciudad de las Nubes. Pero las más imponentes de todas las estatuas estaban en la entrada misma del palacio: dos monumentales obras de más de veinte metros de altura representaban la primera línea de reyes que nació con la fundación de Balamonte, Anarabik y Andira. Todo el palacio, salvo su entrada principal a la cual se accedía a través de un ancho empedrado, se hallaba cercado por los impresionantes jardines reales. Al lado del palacio, y conectado subterráneamente a este, estaba el Templo de Dontar con su extraordinaria cúpula dorada y con sus paredes grabadas por los primeros artesanos, en las que se apreciaban pasajes fundamentales de las Escrituras. Junto a este templo se hallaba la biblioteca y, más atrás, estaban los cuarteles de la reducida guarnición de Balamonte, encargada de la guardia de la Puerta de Hierro y de mantener el orden en la ciudad. Sobre el fondo del gran valle, cerrando la cadena montañosa, se encontraba el Caratantor, imponente, majestuoso, atemorizador; el gigante rocoso que durante milenios había dormido y ahora estaba a punto de estallar. Comenzaron a descender y se internaron en un pequeño bosque de pinos. Pronto aparecieron las primeras granjas de cultivos y criaderos de animales, esenciales para la economía de Balamonte. Muchos viejos granjeros reconocieron a Tilfur y salieron al camino para saludarlo. Atrás quedaron las granjas y se internaron en la ciudad misma, con sus blancas veredas perfectamente diseñadas, sus plazas exquisitamente ornamentadas con esculturas en mármol y fuentes de aguas termales. Artesanos, pintores, juglares y escritores en grupos o solitarios confluían en estas plazas. Cabe decir que Balamonte era rica. Poseía grandes minas de donde se extraía el metal dorado y la roca de cristal que utilizaban para embellecer sus construcciones. Dichas rocas las entregaban como forma de pago a los mercaderes que venían a tropel durante el breve período de dos meses que el clima permitía ascender hasta el valle. De ellos obtenían especias, telas, pieles y diversas materias primas para complementar la economía interna. Todo esto era acopiado junto con la producción local en un gran almacén para ser distribuido entre la población a través de pequeños puestos. Tanto los alimentos como cualquier tipo de insumo eran suministrados por el reino a sus súbditos. No existía en Balamonte el uso de una moneda oficial; todos sus habitantes obtenían lo que querían, pero también jugaban un rol dentro de la sociedad, aportando con su trabajo. Uno podía cooperar con su destreza para las artes, otro en las granjas, en la minería, en la cantera o en el aserradero. Estaban perfectamente distribuidos y funcionaban como un engranaje para sostener un equilibrio ideal. Los niños eran instruidos desde pequeños en las diferentes artes y oficios para que, cuando llegasen a adolescentes, se definieran por una o dos ramas en las cuales serían especializados más específicamente hasta su adultez.

Bringo y Gabriel estaban embobados mirando tanta belleza, tanta perfección y aplicación en la construcción de la ciudad. El Sol, que había vuelto a aparecer, ahora comenzaba a perderse tras las Azules, y el frío se hizo sentir con mayor intensidad. Los últimos rayos se filtraron por la irregular cima de la montaña hasta desaparecer por completo, y las sombras invadieron todo Balamonte.

Llegaron a los jardines reales. Una ancha vereda de unos cincuenta metros de largo conducía a través de estos hasta la entrada del palacio cuya puerta estaba resguardada por las imponentes figuras talladas de Anarabik y Andira.

La ciudad poco a poco se fue acallando. Solo el canto de los monjes resonaba en la noche con su última plegaria elevada a Dontar.

Dos enormes guardias enfundados en sus armaduras plateadas custodiaban la entrada al palacio. Al ver al príncipe, pusieron rodilla en tierra en señal de saludo respetuoso.

– ¡Arriba, arriba, soldados! Saben que tanta pompa me fastidia. Encárguense de que lleven los caballos a las caballerizas. Sobre todo, que alimenten y cepillen el pelaje de los caballos de nuestros visitantes. Espera acá, Tilfur. Deja que hable con mi padre para allanar el camino. Gruffurd, puedes retirarte.

El príncipe ingresó al palacio. Decenas de velas habían sido encendidas en la sala del rey iluminando con una luz amarillenta los estandartes del reino en los que se destacaba la figura imponente de un águila. Estos blasones colgaban a lo largo de las paredes de la sala real. Las sombras se multiplicaban por cada rincón del lugar, y las llamas de las velas se reflejaban en la lustrosa superficie del suelo pulido. Al fondo del salón se elevaba un trono de piedra cincelado en el año 16 N.E por los primeros escultores. Sentado allí, sumergido en la penumbra, se hallaba el rey.

-Padre…
– ¿Por qué has entrado solo? ¿Dónde están tus invitados? –preguntó el rey en un tono que revelaba su disgusto.

– ¿Cómo sabes que traigo invitados? Justamente de eso te quería hablar.
-Roderick, soy el rey. Viejo y vetusto, pero aún soy el rey y sé lo que pasa en cada rincón de mi reino. Debería reprenderte por desobedecer mis órdenes, pero si ese viejo engreído y orgulloso de Tilfur ha vuelto, tragándose ese orgullo, debe ser por algo importante. Hazlo pasar junto con sus amigos.
-Sí, padre -contestó sorprendido Roderick por la actitud de su progenitor.

Tilfur, Bringo y, un poco más atrás, Gabriel, ingresaron al palacio. Bringo no pudo contener unas palabras de admiración por la belleza del interior del edificio. Se acercaron hasta el trono de piedra y, a modo de saludo, hicieron una reverencia.

Tilfur y el rey se miraron fijos a los ojos, como en un duelo para ver quién sostenía más tiempo la mirada. Ninguno de los dos bajó la vista.

A Tilfur le parecía mentira que este anciano enjuto fuera aquel gallardo rey que conoció en el pasado. A lo largo de su extensa vida, el gigante había visto morir de viejo a muchos amigos y se había acostumbrado a la amarga situación de verlos nacer, crecer y morir. Pero la presencia desmejorada de Kaladryck lo afectaba más de la cuenta. Había aprendido a querer a aquel viejo carcamán.

-Ha pasado mucho tiempo, Tilfur; al menos para mí.

-El tiempo ha pasado, pero no en vano. Jamás pensé en volver después de nuestra pequeña discusión. A veces el estúpido orgullo obliga a uno a cerrar su corazón a los viejos amigos.
-Asumo la parte que me cabe en esto. He obrado como un idiota, y creo que es menester dejar esa vieja rencilla en el pasado. Me alegra volver a verte antes de mi ida definitiva de este mundo. Pero lo que ahora me intriga es saber quiénes son tus amigos.

No terminó de decir esto que Bringo ya había saltado al frente y con una reverencia aún mayor que la primera, hizo su presentación.

-Disculpa a mi pequeño amigo. No puede mantener su lengua quieta mucho tiempo -dijo Tilfur dedicándole una severa mirada de soslayo al mediano. Luego continuó-. En cuanto a este joven, solo lo conozco hace cuatro días, su nombre es Gabriel y…

El rey se puso de pie interrumpiendo el discurso de Tilfur. Con su vista clavada en Gabriel, se acercó a este, lo rodeó un par de veces observándolo con ojos inquisidores. De repente, retrocedió como espantado. Casi cae y fue sujetado por Roderick.

– ¡Por Dontar! ¡No me digas que el muchacho es…!
-Así parece, Kaladryck. Es algo que este joven nos tendrá que confirmar.

– ¿Pero ¿qué sucede acá? ¿Por qué hablan con incógnitas? -preguntó el príncipe.
-Si me disculpan, déjenme aclararles vuestras dudas -dijo Gabriel.

Bringo miraba y no entendía nada.

-Mi nombre es Gabriel. Hace cinco días que estoy en vuestro mundo. Ingresé a él a través de un portal abierto con La Llave confeccionada por los Cinco, según el relato de mi amigo Dercom. Con respecto a mi raza, debo afirmar que soy un humano; soy el que supuestamente ustedes estaban esperando, de lo cual aún no estoy muy convencido.

Se hizo un instante de silencio insoportable. El rey estaba petrificado. Roderick observaba a Gabriel como si se tratase del mismísimo enemigo y no del salvador que profesaban las Escrituras. Bringo miraba los rostros de uno y de otro y, por cierto, no pudo contenerse.

-Perdón, pero… ¿qué es un humano?
-Un humano, mi señor Valverde, es lo que hemos estado esperando durante generaciones -dijo la princesa que, sin despegar los ojos de Gabriel, hizo su aparición en el recinto luego de haber escuchado todo tras las cortinas.

El rey se desplomó sobre el trono.

– ¡Dime que es verdad, muchacho! ¡Dime que no se trata de una broma de mal gusto!
-No sé de qué otra forma podría corroborar la veracidad de lo que digo. Solo sé que se me pidió ayuda y que yo acepté el desafío a pesar de no tener la mínima idea de en qué les puedo ser útil. Mi objetivo inicial era llegar a Valarión, según lo conversado con Dercom antes de cruzar el portal; pero me encontré con la sorpresa de que ya no existe.
– ¡No podemos confiar en él, padre! ¿Cómo sabemos que nos dice la verdad? Puede tratarse de un ardid del enemigo.
-Existe una prueba, muchacho -dijo Tilfur.
– ¿Una prueba?
-Tilfur tiene razón, hijo. En la extinta Valarión, cuando fue designada como el pueblo a cargo de seleccionar al enviado que cruzaría el portal al mundo de los humanos, le fue entregada en custodia Antherion, la espada de la luz, la que solo El Elegido puede portar. Esta espada fue forjada en las fraguas de Dontar y entregada a La Orden de Los Cinco en la cima del Danmajera. Los Cinco la transportaron a Valarión, y allí fue empotrada en un campo de luz que la protege. Esa luz divina que mantiene la espada forjada hace miles de años ha causado la muerte de centenares de ladrones que han osado tomarla. La espada no puede ser removida de su sitial por nadie salvo por El Elegido y cuentan las Escrituras que en el mismísimo momento en que tome posesión de ella todo el conocimiento de la historia, de las lenguas y del arte del manejo de la espada le será transmitido. Cuando Los Cinco dejaron esta espada, nunca pensaron en que Valarión caería por sus propias luchas internas. La espada no pudo ni podrá ser removida de su sitial por ningún otro ser. Por eso, aún hoy está descansando en las ruinas de nuestra antigua civilización, en lo que otrora fue el magnífico templo de la orden inicial, el templo de Terendor.
– ¡Pero es imposible ingresar allí! Las ruinas de Valarión han sido devoradas por Orgrass, un bosque en el que, según dicen los más ancianos, vive la muerte misma. Eso sin contar a los bárbaros, los ladrones y por vaya a saber uno qué otras alimañas que pululan por el lugar. Es más, creo que hay registros en nuestra historia de viejas expediciones que han tratado de llegar al corazón de Valarión y que jamás retornaron para contarlo. Solo se tiene mención de un sobreviviente, el cual logró escapar y volver a Balamonte. Pero nunca más pudo pronunciar, hasta el final de sus días, una palabra, ni siquiera escribir lo que le sucedió a él y a sus compañeros en aquel bosque maldito- dijo Roderick.
-Algo de lo que dices es real, muchacho. Hace tres mil trescientos veinticinco años se estableció allí un nigromante: Rajkal es su nombre, y es uno de los peores en su especie. Indudablemente no se estableció por su cuenta, fue enviado por el Mago Oscuro para que convirtiera las ruinas de Valarión en un lugar inaccesible. No solo pululan los ladrones y los sin patria, mercenarios que operan para el poder oscuro, sino que también pululan sus propios muertos y los muertos de aquellos que han intentado llegar a Valarión. Todos estos obedecen el poder del nigromante. Si hemos de ir, tendremos más oportunidades de pasar a engrosar ese ejército de cadáveres, que de llegar al corazón de la ciudad -dijo Tilfur.
– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -dijo Roderick.
-Por el momento, dejar esta discusión para mañana -contestó el rey poniéndose de pie-. Nuestros visitantes están hambrientos y agotados. Quiero que coman y descansen, sobre todo tú, muchacho -le dijo a Gabriel-. Mañana quiero escuchar tu historia completa.

Llevaron a los tres viajeros al comedor en donde pudieron saciar a fondo su sed y su apetito. Después fueron conducidos a los baños termales. Al sumergirse en las cálidas aguas que venían del corazón de la montaña, pudieron liberar su cuerpo de tres días de polvo, y aliviar el dolor de los músculos agarrotados por tan prolongada cabalgata. Finalizado el baño, les entregaron ropas limpias y los condujeron a las habitaciones de huéspedes.

Roderick, aún receloso de la presencia de Gabriel, ordenó disponer una guardia que custodiase el cuarto en donde este descansaba. El día siguiente sería una jornada llena de deliberaciones que no se daban en siglos de existencia de Balamonte. De repente, todo parecía haber cambiado.


2 – Lúrien

El Sol inundaba la habitación de Gabriel para cuando despertó. Hacía tiempo que no descansaba con tanta tranquilidad. Durante la noche, se vio inmerso en un cúmulo de sueños en los que visitaba fantásticos lugares con ignotas culturas, pero también lugares sombríos que lo llenaban de temor. Se vistió con sus ropas nuevas y limpias. Unas calzas negras con zapatos de cuero negro terminados en punta, una camisa verde y un jubón blanco conformaban su vestimenta. Se sintió un tanto incómodo con su nuevo atuendo, principalmente por las calzas. Pensó en ese momento qué dirían sus viejos amigos del orfanato si lo vieran vestido así. Sonrió de solo imaginar la situación. Tenía hambre. Pasaría a buscar a Bringo para que lo acompañase. Seguro que aceptaría de buen grado ir en búsqueda de un suculento desayuno. Bringo y él eran los únicos extraños en Balamonte. Salió de su habitación. Saludó al guardia que estaba en la puerta –este no le impidió el paso, pero tenía órdenes de seguirlo–. Se dirigió a la habitación contigua. Para su sorpresa, el lugar estaba vacío, al igual que la habitación de Tilfur. Le preguntó al guardia si sabía dónde estaban sus recientes amigos; este le contestó negativamente, aclarando que recién ocupaba su turno de guardia. Caminó por el largo pasillo en dirección a la cocina, seguro que allí los encontraría; pero no. En la cocina se encontraban seis sirvientes atareados en diferentes quehaceres. Gabriel no se atrevió a molestarlos, pero estos, cuando lo vieron, lo saludaron con una reverencia, cosa que lo hizo sentir incómodo, más incómodo que sus calzas nuevas. Del frenesí de los que pelaban patatas, lavaban ollas, descuartizaban lechones y desplumaban pavos pasó al silencio cuasi monacal de la sala del rey, iluminada naturalmente por las múltiples ventanas. Allí pudo apreciar las diversas esculturas que adornaban el salón. Posó una de sus manos en uno de los enormes estandartes. El grabado del águila con sus alas desplegadas era de realidad notoria. Parecía que en cualquier momento la figura se desprendería de la pared y se abalanzaría sobre él. Después se acercó el imponente trono de piedra ubicado en el fondo de la sala sobre un alto; ya no se veía tan sombrío como la noche anterior. Se preguntaba dónde andarían todos y qué hora sería, pero más le preocupaba su estómago, que se quejaba a pesar del atracón de la noche anterior.

– ¡Esto es asombroso! –dijo Gabriel al soldado que lo custodiaba.

Este no respondió. Salió afuera. Dos soldados cuidaban la entrada al palacio. Lo saludaron a su paso.

-Disculpen -dijo Gabriel-. ¿Han visto a Bringo, el pequeñín que vino conmigo, y a Tilfur?
-Salieron temprano con el príncipe, mi señor.
– ¿Temprano? ¿Qué hora es ahora?

-Es mediodía, mi señor.
-Gracias.

Caminó por la ancha vereda que rodeaba el castillo. El aire fresco traía consigo un sinfín de perfumes florales provenientes de los jardines reales. Las impresionantes esculturas de los antiguos reyes le hicieron olvidar el hambre que atenazaba su estómago. Las moles de piedra tallada reflejaban la calidad de los artesanos balamonteses de distintas épocas. El desgaste de los miles de años de las primeras esculturas se iba atenuando a medida que caminaba rodeando el castillo.

-Son impresionantes, ¿verdad? –dijo la princesa Lúrien mientras hacía un ademán al soldado que custodiaba a Gabriel para que se retire.

Gabriel se sobresaltó. Tan ensimismado estaba en su apreciación que no se percató de la proximidad de Lúrien. Se dio vuelta y se encontró de frente con la belleza surreal de la princesa.

-Son… realmente impresionantes, señorita…
-Lúrien, mi señor, princesa Lúrien -dijo extendiendo su mano.

Gabriel reaccionó tal cual vio en las películas. No tenía idea en lo que refería a las normas de conducta en aquella sociedad. Toda esta pompa con que se dirigían le resultaba incómoda. Tomó la mano de la princesa y, con una reverencia, la besó.

-Es un gusto conocerlo formalmente, mi señor Aranor.
– ¿Aranor? Mi nombre es Gabriel, princesa.

-Ya lo sé. Aranor es el nombre que le dan en las Escrituras, y seguramente así será llamado una vez que haga posesión de la Espada de la Luz. ¿Cómo le sientan sus ropas nuevas? ¡Las elegí personalmente! Espero no haberme equivocado con el talle.
-Todo perfecto. Salvo esta especie de calza, que me incomoda un poco al caminar.
-Déjeme ver… Disculpe que le diga esto, pero creo que se las colocó al revés -dijo Lúrien riéndose.

Gabriel se puso rojo de vergüenza.

-Pero no se preocupe. No se nota a simple vista -dijo la princesa, tratando de minimizar la cómica situación.
-Es que nunca había usado una de estas. Creo que tendré que acostumbrarme a muchas cosas nuevas en tú mundo.
– ¿Y el suyo cómo es? Supongo que deben tener esculturas mucho más grandes que estas.
-Tenemos grandes construcciones, pero no de esta índole. Se las llama rascacielos, y la gente vive en ellos.
– ¡Debe ser maravilloso!
-No lo creas. Si bien mi mundo ha progresado en comparación al de ustedes, este progreso se ha logrado sobre la base de la destrucción; y ese mismo progreso nos lleva al exterminio.
-Todo eso ha sido culpa del Mago Oscuro. Él lo ha planificado para que ocurriera así -dijo Lúrien.

Continuaron caminando alrededor del castillo, observando las esculturas de los reyes.

-Me pregunto por qué en la entrada están el rey y la reina, pero acá solo vemos a los reyes.
-Porque estamos en la senda del rey. Las reinas están en el lado oeste del castillo.
– ¿Y se unen en el extremo norte?
-Sí. Son las que representan a mi padre y a mi madre.
-No tienen más lugar para construir.
-No. Norte y sur representan el comienzo y final de Balamonte. Así lo señalaban las Escrituras, aunque también señalaban que el final de Balamonte se iba a producir mucho antes, junto con la llegada de El Elegido. En aquel tiempo, bajo el reinado de Bonderick, también se había cerrado el círculo. Cuando nada de lo predicho ocurrió, tuvieron que ampliar el palacio para que se puedan seguir colocando las estatuas de los próximos reyes. Por lo visto, las Escrituras tuvieron un error de cálculos o fueron malinterpretadas por los profetas al escribirlas. Aun así, ahora todo concuerda: Tu llegada, el incremento de la actividad volcánica del Caratantor y la construcción de las estatuas de mi padre y de mi madre, que completan el círculo de vida de Balamonte representando la última línea de reyes.
– ¿Y después? ¿Qué sucederá después?
-Supuestamente Balamonte no existirá más. Y digo supuestamente porque también las Escrituras señalaban este final miles de años antes. Sea como sea, estamos viviendo la etapa final de mi pueblo. El volcán ha despertado y ya no se detendrá hasta vomitar su fuego.
-Y como dices tú, justo concuerda con mi llegada.
-Sí. Te esperaban tres mil años atrás y, cuando eso sucediera, Balamonte caería. Y no fue así: no llegaste, y Balamonte no cayó. En aquella época gran parte de mi pueblo perdió su fe y, por temor, se suscitó un gran éxodo. Increíblemente, tres mil años después, todos los puntos trazados por las Escrituras confluyen nuevamente.
-Creo saber qué es lo que sucedió -contestó con aire pensativo Gabriel, recordando las palabras de Don Anselmo.
-Seguramente mi padre querrá saber tu historia. Vayamos al palacio. Más tarde te llevaré al Templo de Dontar, en donde guardamos las viejas Escrituras para que comprendas un poco mejor la historia del surgimiento de Balamonte y Aramar, y del ocaso de Valarión. Ahora debemos apurarnos. Pronto sonarán las campanas que señalarán la hora del almuerzo, y mi madre es muy estricta en cuanto al horario.

La princesa enlazó su brazo con el de Gabriel, y emprendieron el camino de regreso.

Tilfur, Bringo y Roderick retornaban de una recorrida por diferentes puntos de la ciudad, iniciada a la mañana temprano. Hubieran querido que Gabriel los acompañase, pero decidieron que era mejor que descansara; las fuerzas acumuladas le harían falta en el futuro.

-Tiene una ciudad maravillosa, mi señor -dijo Bringo.
-Llámame Roderick, ya dije que detesto tanta formalidad.
-Como quiera, mi…, eh, Roderick, digo. Me pregunto si todos los días son así en Balamonte, con tanta agitación por parte de la población.
-No. Lo que pasa es que dentro de cuatro días se celebra la fiesta del cambio de estación, y la ciudad está en plenos preparativos. Espero, mi pequeño amigo, que nos honre con su presencia.
– ¡Fiesta! ¡Esa es mi palabra preferida! ¡No dude, príncipe, que allí estaré!
– ¡Medianos! Lo único que piensan es en divertirse -dijo riéndose Tilfur.

Llegaron al castillo justo con el anuncio de las campanas llamando al almuerzo. Se apearon de los caballos y se dirigieron al comedor previo lavado de manos y caras. Allí estaba sentado el rey en una de las cabeceras, la reina en la otra y Lúrien y Gabriel enfrentados en los lados de la amplia mesa atestada de manjares.

-Hemos preparado suficiente comida como para una veintena de personas sabiendo de tu gran apetito, Tilfur -dijo Kaladryck.
-Veo que no has olvidado tus modales de buen anfitrión -contestó este.
– ¿Cómo estás hermanita? ¿Le has mostrado a nuestro invitado los alrededores del palacio? -preguntó Roderick, mirando en dirección a Gabriel.
-Muy poco, hermano. Mi señor ha venido muy cansado de su viaje y durmió hasta tarde -contestó la princesa sonriendo mientras miraba directo a los ojos de Gabriel.
– ¡Hola, Gabriel! Te ves diferente con tus ropas nuevas. Te sientan muy bien -dijo Bringo.
-Salvo un pequeño detalle, está todo perfecto -dijo Gabriel mirando a la princesa con complicidad.
-Bueno, no incomodemos a nuestro invitado, que se está adaptando a costumbres y formas totalmente diferentes a las de su pueblo. Es hora de hacer honor a los excelentes cocineros del palacio y de acometer a estos manjares -dijo el rey.

– ¿Y cómo marchan los preparativos para la fiesta del cambio de estación, hijo? -preguntó la reina.
-A ritmo sostenido, madre. Con mucho entusiasmo por parte de la gente.
-Y esta será una conmemoración más que especial. Lástima que todavía no vamos a poder dar la buena nueva a nuestro pueblo -dijo el rey.

– ¿Por qué, padre? Yo creo que Gabriel es lo que dice ser. Nada en él me indica lo contrario –aseguró la princesa.
-Y me alegra saberlo, hija mía. Con el transcurso del tiempo he aprendido a confiar en tu visión especial, pero hasta no ver a El Elegido en posesión de Antherion no le daré a mi pueblo débiles esperanzas. Recuerda, Lúrien, que tu magia es buena, pero joven. Necesita crecer, y lo que hoy vislumbras borroso, mañana lo verás nítidamente. En cuanto a la fiesta, espero que ya tengas tu repertorio, hija. Recuerda que el pueblo espera especialmente ese día para poder escuchar a su princesa que los deleita con su exquisita voz.
-Mi repertorio ya está listo, padre. Espero que nuestros invitados puedan concurrir.
-No hay motivos para que no estén. Su partida no se producirá hasta dentro de una semana. Tenemos que planear los detalles de tan riesgoso viaje a Orgrass.

El almuerzo se extendió por un par de horas. Después Kaladryck, junto con Tilfur, Roderick, Bringo y Gabriel se retiraron a la sala del rey. Debían idear un plan.


3 – El plan

Instalados en la sala del rey, Kaladryck le pidió a Gabriel que refiriera todos los detalles de su historia. Gabriel no omitió nada de lo sucedido e intentó utilizar palabras comunes para describir su mundo cuando el relato lo requería para no generar confusión. Rememoró desde su primer encuentro con Dercom, cuando era niño, hasta el rencuentro, años después; también describió la síntesis que el enviado le había narrado de la situación en Eridian, su paso por el portal, el encuentro con el scrillch; la visión de la bestia alada; el salvataje de Bringo; la cena en casa de Tilfur -y sus temores con respecto al gigante- y hasta su emboscada en la posada de Groomy. Luego Tilfur tomó la palabra aseverando lo dicho por Gabriel con respecto al scrillch, a la presencia de la figura alada durante dos noches seguidas, y al rescate del muchacho.

También se le pidió a Bringo que cuente con lujo de detalle su parte en la historia, sobre todo hicieron hincapié en la charla mantenida entre Groomy y Kooplá-Koor.

Los tres relatos confluían y se entrelazaban perfectamente. Esto le daba la tranquilidad al rey, pero principalmente a Roderick, de la veracidad de lo dicho por Gabriel.

-Es evidente que el enemigo no ha descansado y ha permanecido alerta todo este tiempo. La presencia de Gravus en el Golfo de Rukart es la pauta de que ha sido así. Cabe preguntarse si, además de lo que involucra a Gravus, qué otras cosas que no sabemos, estará preparando Aldirk. Hace mucho tiempo que nuestro nivel de vigilancia en el continente ha decaído. Lástima, Tilfur, que no pusiste fin a esa rata de Kooplá-Koor -dijo el rey.
-Aprovechó mi lucha contra el burundi para huir. Espero que no haya llegado muy lejos y que los lobos hayan puesto fin a su miserable vida.
– ¿Quién iba a decir que, gracias a la audacia de Bringo, hoy El Elegido está con nosotros? –dijo Roderick.
-Mi deuda con Gabriel era grande. El me salvó de morir ahogado –respondió el mediano.
-Deuda o no deuda, has actuado con mucho valor, mi pequeño amigo -dijo el rey.
-Pero ahora tenemos que hablar de cómo vamos a hacer para ingresar a Orgrass para que Gabriel pueda tomar posesión de la espada -dijo Tilfur.
-He estado meditando sobre el asunto. No desde ahora, sino desde hace mucho tiempo. Durante diferentes épocas, se han intentado excursiones a las ruinas de Valarión para ver qué sucedía allí, pero todas ellas fueron un fracaso. Solo en una hubo alguien que logró escapar, pero perdió la razón. Está visto que una incursión directa a Orgrass, por más fuerzas que llevemos, es casi un suicidio. No sé qué oscura magia despliega allí el nigromante, pero, sin duda, es muy poderosa –dijo el rey.
– ¿Y qué sugieres? -preguntó Tilfur.
-Hay un medio que no se ha utilizado para ingresar, y ese medio es a través del río Salvaje que nace en las Anil-Dhum y se interna en lo profundo del bosque de Orgrass.
-Pero seguramente las márgenes del río deben estar vigiladas, padre. Una embarcación sería fácilmente detectable -argumentó Roderick.
-Sí. Una embarcación común sería un blanco fácil, pero no una embarcación poco convencional.
– ¿A qué te refieres, Kaladryck? -preguntó Tilfur intrigado.
-El río arrastra muchas ramas y troncos de árboles con cada tormenta. Esos troncos seguramente llegan al corazón de Orgrass sin llamar la atención de la vigilancia. Lo que propongo es utilizar troncos de árboles como medio de embarcación.
-Troncos huecos -dijo Tilfur, comprendiendo la idea del rey.
– ¡Exacto! Estos troncos provienen en su mayoría de un pequeño bosque que está situado en la confluencia de las cadenas montañosas de Anil-Dhum y Dor-Shalon.
-El Bosque de las Termitas -afirmó Tilfur.
-Veo que lo conoces, Tilfur. Es exactamente ese bosque.
-Hay que ver si todavía quedan árboles aptos para nuestros propósitos en ese bosque infectado -dijo Roderick.
-Pues es una alternativa. Si ustedes sugieren otra mejor, los escucho -concluyó el rey.

Se hizo un silencio hasta que Tilfur habló.

-La idea no es mala. La mayoría de los árboles en el Bosque de las Termitas son solo cáscaras vacías. Si encontramos uno suficientemente grande, podremos viajar en su interior hasta las ruinas de Valarión. Apoyo la idea de Kaladryck; otra opción de ingreso a Orgrass no encuentro.

Todos se miraron.

-Entonces. ¿Cuándo partimos? -preguntó Roderick.
-Lo antes posible, hijo. Irán con ustedes unos pocos soldados, los mejores. Tendrán que viajar disfrazados y deberán evitar ante todo cualquier tipo de enfrentamientos. Recuerden que la vida de Gabriel es lo único que cuenta. Si se ven en serios problemas, huyan.

Todos aprobaron lo allí conversado. Tenían días intensos por delante antes de su partida. Se pusieron de pie en señal de respeto al rey, que se retiraba a descansar. Pero antes de irse, Kaladryck hizo una observación a Tilfur.

-Por cierto, mi querido amigo. Hace muchos años dejaste un objeto muy preciado para ti que juraste no volver a usarlo hasta que la profecía se cumpliera. Creo que es hora de que te familiarices nuevamente con tu amiga de toda la vida.
– ¡Thorindiak! Pues sí. Mucho tiempo ha pasado desde que la empuñé por última vez. Espero tener la fortaleza necesaria para asirla nuevamente.
– ¡Llévalo con ella, muchacho! -dijo Kaladryck a Roderick-. Este viejo rey se retira a descansar. Nos vemos a la noche.

El rey se retiró, y los demás se pusieron en marcha conducidos por Roderick.

– ¿Quién es Thorindiak? –preguntó un intrigado Bringo al príncipe.
-Ya la conocerás, Bringo, ya la conocerás –respondió Roderick.

Salieron de la sala del rey y atravesaron un pequeño patio interior empedrado. Se pararon frente a una de las dos puertas que allí había. Roderick extrajo un llavero de sus ropas con varias llaves de gran tamaño. Seleccionó una y la introdujo en la cerradura. Ingresaron a un angosto y oscuro pasillo que descendía para luego nivelarse y después nuevamente ascender a lo largo de cien metros. Allí toparon con otra puerta, la cual también se encontraba cerrada. Roderick la abrió y ante ellos se abrió un espacioso cuarto plagado de armas de diferentes tipos.

-Bienvenidos a la sala de armas –dijo a modo de saludo un enorme y gordo sujeto con el torso desnudo, absolutamente sudado y con manchas de hollín.
-Les presento a Reynolds, nuestro jefe de armas. Continúa con lo tuyo, amigo, yo me encargo de la visita guiada –le anunció Roderick.

Las paredes estaban atiborradas de espadas perfectamente pulidas. Yunques y herramientas yacían por doquier. Una gran fragua en un rincón convertía el lugar en una caldera. Varios hombres martillaban con vehemencia barras de hierro al rojo vivo dándoles forma. No solo se fabricaban allí las armas, escudos y armaduras, sino también las diferentes herramientas que utilizaban en todo el reino eran allí construidas y reparadas.

Pasaron a otro recinto un poco más silencioso. Estaba poblado de armaduras y cotas de malla. El brillo que se reflejaba en estas era hipnotizador. Invitaba al visitante a recorrer sus diseños con las manos para apreciar su pulido extraordinario. Tan finamente diseñadas estaban las armaduras, que daban la sensación de fragilidad, pero, en realidad, eran increíblemente resistentes.

-No teman tocarlas. No se romperán –dijo Tilfur a Bringo y Gabriel. Y para aseverar las palabras del gigante, Roderick volvió a la fragua y retornó con una maza. La blandió y asestó un golpe terrible sobre un peto. El entrechocar de los metales aturdió a todos. Después, el príncipe le pidió al mediano y al humano observar la zona del impacto en la armadura, esta no presentaba una mínima deformación, ni siquiera una ralladura.

Salieron de esa sala para internarse en otra donde los escudos eran los objetos predominantes. Un hombre trabajaba allí en ellos, grabando el estandarte que los identificaba. Gabriel se atrevió a sopesar uno de los escudos, apenas si pudo sostenerlo con las dos manos ante la risa de todos. Si en el futuro debía cargar uno de estos, no se imaginaba cómo iba a lograrlo. Avanzaron un tramo más por otro de los pasillos y llegaron a un pequeño cuarto solitario que daba fin al recorrido.

– ¡Bienvenidos a la morada de Thorindiak! –señaló Roderick.

Ante ellos se abrió un pequeño espacio en cuyas paredes descansaba un solo objeto, iluminado por dos antorchas a ambos lados. El hacha era enorme, imponente. Parecía imposible que alguien pudiese cargarla. Su doble hoja pulida reflejaba las llamas de las antorchas, lo que le daba la tonalidad del fuego. Su mango, de considerable longitud y grosor, era de una madera antiquísima, de color blanquecino. En él estaba grabado el nombre de Tilfur en una extraña lengua que solo el gigante comprendía. Los ojos de Tilfur se iluminaron. Hacía más de ochenta años que no tomaba entre sus manos aquella increíble arma. Deslizó con suavidad sus dedos para luego asirla con fuerza. Los músculos del gigante se tensaron hasta descolgar la fabulosa hacha.

– ¡Es impresionante! No comprendo cómo puede levantarla con tanta facilidad –dijo Gabriel.
-Ni nosotros. Intentamos en más de una ocasión sacarla de su sitial para trasladarla a la sala del Rey, pero nos fue imposible. Nadie puede mover esta hacha, solo Tilfur. Cuando él la deja, es como si todo el peso del mundo recayera en ella. Él la colocó aquí hace muchos años, y solo él ha logrado descolgarla nuevamente -contó Roderick a Gabriel.
-Y esta vez ya no me separaré de ella –dijo Tilfur emocionado.

Pegaron media vuelta y volvieron al palacio por el mismo camino. Bringo y Gabriel salieron a recorrer las calles de Balamonte, mientras que Tilfur se retiró a un lugar solitario de los jardines reales. El reencuentro con Thorindiak, el único objeto que portaba originario de su tierra, lo había sumido en la nostalgia y tenía mucho por recordar de lo que atrás había dejado.


4 – El templo de Dontar

Al día siguiente, Lúrien hizo despertar temprano a Bringo y a Gabriel. Visitarían el Templo de Dontar y, para ello, la princesa quería que sus invitados observasen a los monjes elevar sus plegarias en la primera hora del día. Después del palacio real, el templo era la construcción más bella de Balamonte. Cinco cúpulas se elevaban hacia los cielos y en cada una de ellas había un símbolo diferente representando a cada uno de los magos que regían los destinos del mundo. Todas estas, a su vez, estaban cubiertas por una sola cúpula mayor, transparente, que simbolizaba a Dontar por encima de todas las cosas. Cientos de ilustraciones decoraban sus paredes entremezcladas con párrafos del libro sagrado. Ingresaron al templo conducidos por el clérigo regente, Loitas Gradier, quien los guio hasta el lugar reservado para la familia real. A este lugar cada tanto podía concurrir cualquier integrante de la familia, o la familia en su conjunto, para dedicar sus propias plegarias al creador o para ser partícipe de las plegarias que elevaban todos los días los monjes que allí vivían. Un espacioso lugar se abrió ante ellos. Cientos de velas encendidas iluminaban el lugar mientras que los inciensos perfumaban el ambiente con esencias naturales. El piso estaba cubierto por una alfombra roja en cuyo centro se destacaba el gravado de una esfera mayor de color amarillo y cinco esferas menores rodeando esta, de color blanco. Los angostos ventanales se elevaban desde el suelo hasta el comienzo de la cúpula misma con pequeños vidrios multicolores. Al pie de cada uno de ellos, se levantaban las estatuas que representaban a los antiguos regentes de la historia del templo. No había bancos ni altares, solo una pequeña elevación al final del salón destinada a la familia real. El silencio que dominaba en el recinto era absoluto. Aún los monjes no hacían su aparición. La princesa y sus invitados se sentaron con sus piernas cruzadas sobre la alfombra en el lugar que tenían reservado. No pasó mucho tiempo, y dos de las puertas principales que comunicaban a otros recintos dentro del templo se abrieron de par en par, una a la izquierda, otra a la derecha. De ellas comenzaron a salir los monjes. Todos iban ataviados con una túnica que los cubría de pies a cabeza; los de la izquierda usaban una de color verde, y los de la derecha una de color blanco; el regente usaba una de color púrpura, y sus dos inmediatos sucesores, de color azul. Esto identificaba los diferentes rangos dentro de clérigo de Balamonte, que no eran muchos, solo cuatro: iniciados, avanzados, protectores y regente. El paso de un rango a otro no estaba dado específicamente por los años, sino por el grado de sabiduría que mostraban con respecto a las Escrituras. Un concejo de avanzados evaluaba cada año a los iniciados a ver si eran merecedores de subir en el rango. Los protectores eran elegidos por los mismos avanzados entre sus filas, y esta elección se hacía solo cuando un regente o un protector morían. Cuando esto ocurría, el primer protector seleccionado pasaba a ocupar el cargo de regente; el segundo protector pasaba a primer protector; y otro era nombrado entre los avanzados. Aquellos iniciados que pasaban más de tres años sin poder ascender eran obligados a dejar el templo y a reintegrarse a la vida civil. El número total de clérigos dentro del templo siempre se mantenía invariable, un total de quinientos miembros repartidos en trescientos iniciados, ciento noventa y siete avanzados, dos protectores y el regente. Cuando este número disminuía, se abrían a la población civil las solicitudes al puesto o puestos vacantes que hubiera.

Uno a uno, se fueron acomodando los monjes sin emitir palabra. Los iniciados se acomodaron sobre el fondo del templo, le siguieron los avanzados y, enfrentados a ellos, el regente junto con los protectores, uno a cada lado del líder religioso.

La voz grave del regente comenzó una entonación monosilábica, se acoplaron los protectores, luego continuaron los avanzados y, por último, se sumaron los iniciados. A cada voz que se integraba elevaban la nota para luego reiniciar otra vez con el regente. Gabriel sentía cómo esas voces poderosas penetraban su ser y le hacía vibrar cada célula de su cuerpo. No podía explicar la sensación de paz y alegría que lo embargaba. Bringo miraba boquiabierto, mientras que la princesa por lo bajo les explicaba que esto era para alcanzar una vibración más alta del espíritu. Era como entrar en sintonía con el creador y con todas las cosas maravillosas que había diseñado. Gabriel cayó enseguida en la cuenta de que se trataba de un mantra. Durante un tiempo se mantuvieron así, entonando este mantra tan especial hasta que, poco a poco, fueron acallando las voces para dar paso a los cánticos, la oración que prodigaban todas las mañanas y todas las noches a Dontar. Cuando los cánticos terminaron, los monjes se retiraron a los comedores para desayunar. El regente llevó a sus invitados a un lugar apartado del resto en donde también compartieron la comida. La princesa le hizo saber al regente de su intención de hacerles conocer a sus invitados la biblioteca del templo que, a diferencia del otro edificio que estaba destinado también como biblioteca y que era de acceso público, se guardaban diferentes manuscritos de la historia de Balamonte, y otros más antiguos que lograron rescatar de Valarión antes de ser abandonada. El acceso a esta documentación estaba vedado; solo accedían los avanzados, los protectores, el regente y, por supuesto, la familia real. Fueron conducidos a una especie de sótano ubicado debajo del monasterio. El lugar carecía absolutamente de ventanas y solo se iluminaba con lámparas especiales en las que la llama era aislada a través de un vidrio. No arriesgaban allí a utilizar velas por temor a un incendio. El lugar era casi tan amplio como el templo mismo, pero la cantidad de estantes abarrotados de diferentes pliegos y de libros antiquísimos, lo hacían parecer mucho más chico. Varias mesas de madera se encontraban distribuidas con sus respectivos asientos en donde los monjes, escribas y restauradores (especialidades a la que solo podían acceder los avanzados) se dedicaban a la transcripción de viejas notas que corrían serio peligro de destrucción. A lo largo de la vida de Balamonte, los historiadores dejaron constancia de casi todo lo sucedido hasta la fecha en la ciudad. Por eso la cantidad impresionante de pergaminos, en un principio, y de libros, después, se acumulaban hasta el techo. En el centro mismo del lugar, sobre un pedestal y cerrado tras una caja de cristal descansaba el Libro Sagrado que fue consumado a lo largo de diferentes épocas. Los primeros capítulos fueron escritos en Valarión y los últimos por los antiguos de Balamonte.

-Quisiera, mi señor regente, enseñarle a Gabriel parte de la historia que allí se cuenta sobre cómo llega Dontar a tomar la decisión de elegir un humano para resolver el destino de nuestro mundo.

El regente accedió amablemente. No necesitaba del libro para resumir la historia. El conocimiento que tenia de este era total. Así que, haciendo gala de sus conocimientos, invitó a los tres visitantes a tomar asiento e hizo un resumen histórico de todo lo acontecido desde la aparición del Mago Oscuro hasta la sentencia de Dontar para terminar con el mal. Esto fue lo que contó:

En un principio, fueron los humanos. Tiempo después siguieron los elfos que llegaron del otro lado del mar, provenientes de Daerontolian, posicionándose como la raza predominante de Eridian. Por último, siguieron el resto de las razas. Tanto humanos como elfos, al igual que el resto de las razas, eran inmortales y convivían en paz, aunque no se relacionaban mucho entre ellos, salvo algunas excepciones. De no haber sido por la transformación de Aldirk, esta paz hubiera durado para siempre, y las vidas de los humanos hoy sería eterna, al igual que la del resto de las criaturas. La primera gran ciudad en nacer fue Valarión y con ella comenzó la Vieja Era. Año 1 V.E. Esta ciudad fue construida por los elfos, quienes estaban mejor organizados y vivían todos en un mismo sitio, a diferencia de los humanos que se diseminaron por diferentes partes de Eridian formando pequeñas comunidades agrícolas.

Durante todos esos años, las razas permanecieron ajenas a las tormentas que se gestaban y que eran disueltas una y otra vez por La Orden de los Cinco, manteniendo a raya al Mago Oscuro. Pero sucedió que Aldirk hizo contacto con Kalhanor, la entidad negativa originaria de otro plano del universo, y le transfirió poderes de un dios a quien no lo era. Con sus nuevos poderes, Aldirk obtuvo la capacidad de la creación y, sumergido durante centurias en las profundidades de las tierras oscuras de Mundark, comenzó a experimentar y a crear criaturas bestiales, reuniendo numerosos ejércitos. Su plan de ataque consistiría en destruir directamente a las criaturas creadas por Dontar. Como la raza más avanzada en aquel tiempo era la de los elfos, hacia ellos decidió dirigir sus huestes para arrasar Valarión. El poder conjunto de La Orden de los Cinco ya no era suficiente para frenar a Aldirk y, muy a pesar de ellos, en el año 1225 V.E. debieron tomar la decisión de dar a conocer a los elfos que el mundo no era perfecto, que el mundo estaba enfermo y que dicho mal trataría de arrasar con su bella ciudad. También les informaron que Dontar estaba buscando una solución, pero que esta no sería inmediata. Por lo tanto, debían prepararse para días nefastos y, para ello, iban a ser instruidos en el arte de la guerra. Se les explicó que en el futuro deberían formar alianzas con las diferentes razas, pues el mal afectaba a todos.

Los magos se retiraron a la cima del Danmajera y conjuraron todo su poder para retrasar en lo que pudieran los planes de Aldirk para así darles tiempo a los elfos a organizarse y a conjurar alianzas. Mientras todo esto sucedía, Dontar intentaba buscar una solución definitiva al problema.

Los elfos enviaron mensajeros a los diferentes confines de Eridian y sus alrededores, y lograron la alianza de la mayoría de los pueblos: ninfas, hadas, águilas, enanos y humanos –estos últimos serían su principal alianza en el futuro para frenar una y otra vez al mago.

En el año 1552 V.E. empezó la guerra y se extendió por más de un milenio, con breves intervalos que solo servían para reagrupar fuerzas de uno y otro lado. El sacrificio de los pueblos unidos fue determinante para otorgar a Dontar el tiempo suficiente para encontrar una solución definitiva. Durante todos estos siglos de guerra, nació una nueva raza producto de las múltiples uniones entre elfos y humanos. A esta nueva raza se la llamó los semielfos.

Los años de guerra pasaban, y Dontar no daba señales de haber hallado una solución, lo que socavó el espíritu de lucha de los aliados. Es así que a partir del año 2150 V.E. una a una, fueron cayendo las alianzas obtenida por los elfos en el pasado. Las ninfas se retiraron y se recluyeron en la isla de Nanmarindae cuando en plena batalla su princesa Landaralien fue apresada y puesta bajo un conjuro maligno en la Isla Oculta al este de la isla de Nanmarindae, donde aún permanece. Los pocos enanos que quedaban se retiraron a las entrañas de las montañas de Anil-Dhum para preservar su especie. Solo los humanos permanecieron fieles a su palabra y siguieron luchando junto a los elfos para defender Valarión. Los elfos, en agradecimiento, construyeron en el año 2954 V.E Neranión, que fue llamada la Ciudad Dorada, para que los humanos tomaran posesión de ella y establecieran un nuevo bastión de lucha contra las fuerzas del mal. Pero esta ciudad jamás fue ocupada. La historia dice que en el año 2959 V.E. Aldirk hizo crecer el desierto de Gori hasta devorar por completo la ciudad bajo sus arenas. Tanto creció este desierto que llegó a afectar la comunidad mediana de Dobitown, arrasándola por completo y obligando a los medianos a buscar un nuevo hogar.

Luego de varios siglos de lucha, en el año 3408 V.E. Dontar se hizo presente en la cima del Danmajera y transmitió a La Orden de los Cinco su sentencia definitiva para acabar con Aldirk: -«Un primer nacido pondrá fin al Mago Oscuro».

Para esto, hizo entrega a los magos de Antherion, la espada de la luz forjada en las mismísimas fraguas de Dontar. La espada sería entregada a El Elegido, cuyo nombre pasaría a ser Aranor en cuanto tomase posesión de Antherion.

La Orden de los Cinco descendió del Danmajera e hizo entrega de Antherion a los sacerdotes elfos. Fue colocada en el templo sagrado de Terendor, ubicado en el centro de Valarión, protegida por cinco conjuros mágicos y en un pedestal invisible para ser tomada únicamente por El Elegido. Todo aquel que osase tomarla, moriría indefectiblemente. Los magos transmitieron a los sacerdotes elfos la sentencia de Dontar. Ellos serían los encargados de encontrar un primer nacido, un humano, con las condiciones esenciales para dirigir la lucha contra Aldirk. Pero he aquí que ni los elfos ni los magos contaban con que Aldirk se enteraría de esta sentencia. Entonces sucedió lo inimaginable. En el año 3410 V.E. el Mago Oscuro, disponiendo de un poder tremendo, provocó la gran hecatombe; separó a los humanos del resto de las razas y los colocó en una dimensión diferente. Los elfos vieron que toda esperanza había muerto, creyeron que los humanos se habían extinguidos por completo. Ya no tenían ni las fuerzas ni el ánimo para seguir luchando una guerra desigual, ya que su principal aliado había desaparecido de la faz del mundo conocido. Solo era cuestión de tiempo para que Aldirk reuniese otra vez el poder necesario para volver a atacar. En el año 3420 V.E. los elfos deciden abandonar Eridian y retornar a la tierra que los vio nacer, Daerontolian, para preservar así su inmortalidad todo lo que les fuera posible hasta que la oscuridad los alcanzase también a ellos. Dejaron Valarión en manos de los semielfos y partieron en sus blancos navíos para no ser vistos nunca más. Solo los sacerdotes decidieron quedarse un tiempo más, aguardando una respuesta por parte de Dontar y custodiando la espada en el templo de Terendor al cual nadie tenía cabida.

Dontar sabía exactamente qué había sucedido. Sabía perfectamente que el poder de Aldirk había alcanzado para separar en mundos diferentes a los humanos del resto de las razas. Sabía que los humanos se olvidarían por completo de su origen real y conllevarían en la memoria al resto de las razas como viejas historias de fábulas. Sabía que los humanos progresarían paulatinamente y que ese progreso los llevaría indeclinablemente hacia su propia destrucción. Era el plan perfecto gestado por el mago oscuro.

Dontar informó esto a La Orden de los Cinco y les pidió la confección de La Llave Primordial que permitiría abrir un portal para que un enviado pudiese pasar al mundo de los humanos en busca de El Elegido.

En el año 3448 V.E. los magos confeccionaron la llave y viajaron a Valarión para entregársela a los gobernantes elfos, pero estos ya habían partido. Solo los sacerdotes quedaban, aunque pronto se marcharían hacia el reino de Dontar, pues la vejez había comenzado en ellos y no tenían la fuerza ni el tiempo suficiente como para hacerse cargo de la misión. La Orden de los Cinco no tuvo más remedio que dejar semejante empresa en manos de un desordenado pueblo de semielfos que intentaba organizarse de la mejor manera, y encomendarles la misión de seleccionar a alguien para ser enviado a través del portal.

Años más tarde, Dontar se contactó directamente con los elfos en Daerontolian y los puso al corriente de que los humanos no habían muerto tal como ellos pensaban. También les informó que, a pesar de haber dejado Eridian, su parte en la historia no había terminado y que, en el futuro, deberían ayudar al náufrago traído sobre el lomo de la gran ballena azul, y encomendarle una misión de vital importancia. Esta parte de las Escrituras es algo que aún no hemos podido dilucidar, si se refiere concretamente a un náufrago sobre una ballena o si es de carácter simbólico.

Doscientos años después, en el año 3650 de la vieja era, los semielfos, ya mejor organizados, seleccionaron al enviado. Su nombre era Dercom, el cual tendría dos mil años para encontrar a El Elegido. Los sacerdotes elfos vivieron hasta ese tiempo. Una vez que se aseguraron de la partida de Dercom, hicieron los preparativos para su propia partida. Antes de morir, sellaron el templo de Terendor el cual durante dos mil años permanecería inaccesible, tiempo por el cual se calculaba la llegada de El Elegido. Luego de esto, el templo volvería a ser vulnerable, y solo los cinco conjuros mágicos iban a proteger la espada de luz. Pero el paso de Dercom por el portal no fue un éxito, al menos hasta ahora. Los años pasaron, y el pueblo de los semielfos comenzó a derrumbarse víctima de luchas intestinas. La desaparición de Valarión sobrevino tras la muerte del rey Landemur III, en el año 5125 V.E. Este rey tuvo dos hijos, Lindemur y Lorember. Eran como el día y la noche. Mientras Lindemur era débil, cobarde y arrogante, Lorember era fuerte, osado y valiente y por, sobre todas las cosas, amaba a su pueblo. En la línea sucesoria al trono estaba Lindemur y, una vez que este asumió, pronto fue influenciado por malos consejeros. Poco costó convencer a Lindemur «el débil» –tal era el apelativo con que se lo nombraba en su ausencia– para que enviase a su hermano en una misión imposible: la de recuperar tierras ocupadas por fuerzas de Aldirk en guerras pasadas. Pero no funcionó, ya que la bravura de Lorember, junto con un reducido ejército de valientes que obedecían sin miramientos a su comandante, ganaron la batalla. Esto no hizo más que aumentar la popularidad y el prestigio de Lorember ante su pueblo. Lindemur, enfurecido por la situación, logró infiltrar un grupo de soldados fuera del círculo de confianza de Lorember para que estos le dieran muerte en la próxima contienda. Lorember se despidió de su pueblo por última vez, sin saber que la verdadera muerte no estaba adelante, sino que caminaba a sus espaldas; corría el año 5150 V.E. Aquí la historia se bifurca, pues algunos sostenían que Lorember fue asesinado en la batalla –versión proveniente de los soldados traidores– y otros, los que lo amaban, sostenían que Lorember fue puesto a salvo por un extraño, valeroso y enorme guerrero proveniente de tierras lejanas. Tiempo después, se conocerían más detalles de este supuesto salvamento por boca de Balemar, «el Loco», un viejo soldado de confianza de Lorember que, en una de sus tradicionales borracheras, contó a todo el mundo cómo él, junto con el gigante guerrero proveniente de tierras lejanas, pusieron a salvo a un malherido Lorember. También contó que él mismo acompañó a su comandante junto con el guerrero a las costas del sur de Eridian, y que de allí viajaron los tres en una extraña embarcación hasta perderse en el horizonte. Viajaron varios días y varias noches y llegaron a las blancas costas de un lejano país. Contó, también, que el gigante no le permitió descender de la embarcación y que tuvo que aguardar dos días hasta que este retornó solo. Lorember ya no estaba con él. Allí levaron anclas y retornaron. En la travesía de retorno contó que el extraño habló por primera vez y contó que Lorember había recibido cobijo y asilo por parte de los elfos, aquellos que la historia contaba que se habían marchado hacía cientos de años. Cuenta la historia que a Balemar se le iluminaban los ojos cuando contaba esta parte del relato, pues creía que había estado a orillas de la mítica Daerontolian, la tierra inmortal de sus ancestros. Dijo que el gigante le explicó que Lorember permanecería en la tierra de los elfos, ajeno al envejecimiento, hasta el día en que la llegada de El Elegido lo convocase para retornar, poder unir definitivamente a su pueblo y guiarlo a la ciudad dorada de Neranion perdida en el desierto de Gori.

Cuando Lorember fue dado por muerto, Lindemur quedó totalmente expuesto a las malas artes de Aldirk. La discordia entre bandos creció desencadenando en el año 5174 V.E. una guerra civil que puso fin a la vida del último rey de Valarión, Lindemur, el Débil. Varios grupos se formaron, y cada uno tomó diferentes caminos. Ya no querían más guerras entre ellos, pero tampoco querían convivir. Dentro de estos grupos, dos eran los principales, en los cuales se polarizó la mayoría de la población. Unos eran los que profesaban la creencia de la venida de El Elegido, un primogénito del creador, un humano. Por tal motivo, no veían otra esperanza en la lucha contra el mago oscuro que esperar su llegada. Otros, eran los que desechaban esta teoría, los que simplemente veían una leyenda en estas afirmaciones. Este grupo no creía en que hubieran existido los humanos o los elfos, por lo cual no se consideraban semielfos. Ellos profesaban la creencia de que los primeros nacidos habían sido ellos, los valariones. En cuanto al templo inaccesible de Terendor –con lo cual le refutaban esta teoría los creyentes– los no creyentes aducían que su sello místico correspondía a las artes oscuras empleadas por Aldirk en el pasado, y que era mejor no intentar abrirlo nunca más. Establecidas estas diferencias, cada cual tomó su camino, no sin antes firmar un tratado de paz y comprometerse a dejar sepultado en el pasado los odios y rencores que impulsaron a su disolución como país. Los grupos minúsculos que no estaban de acuerdo ni con unos ni con otros decidieron formar pequeñas aldeas, muchas de las cuales luego desaparecieron victimas de múltiples ataques de vándalos, mientras que otras lograron fundar con el tiempo pequeñas locaciones en la costa de Mundark, hoy bajo el dominio de Aldirk. Así, los dos grandes grupos dejaron atrás las ruinas de Valarión y marcharon cada uno por su lado en busca de nuevos horizontes y de un lugar adecuado donde fundar sus nuevos Estados. Solo las tumbas de los viejos sacerdotes elficos quedaron dentro del templo sellado de Terendor, como mudos custodios de la espada de la luz, Antherion. Allí quedaron sus féretros inalterables por muchos años hasta que, en el año 473 de la Nueva Era, los sellos que protegían el templo se rompieron tras dos mil años de impenetrabilidad, expuestos a merced del nigromante que ocupaba las ruinas de Valarión hacía más de trescientos años.

Con el tiempo nacieron Balamonte, ubicada al este de Eridian en las alturas casi inaccesibles del valle del Caratantor, y Aramar, en la costa suroeste de Eridian. Con ellas comenzó la Nueva Era. Corría el año 1 N.E. y dos reinos habían nacido. Las principales diferencias de estos dos pueblos originarios de Valarión aún se mantienen, y radican en las creencias. Los balamonteses creen en la llegada de El Elegido, en sus antepasados elfos y en la vuelta de Lorember, mientras que los de Aramar sostienen que todo esto es parte de una vieja fábula, que los elfos y los humanos jamás existieron, y que se hallan solos en la lucha contra el mago oscuro, dando por tierra la teoría de la llegada de El Elegido. Así están hoy en día los dos reinos, cada uno poderoso en su ámbito, ya no enemistados, manteniendo relaciones comerciales; pero sí separados por las creencias.

Y así culminó el regente un resumen que abarcaba milenios de historia de todo lo que concernía a El Elegido y a los motivos por los cuales se llegó a tales circunstancias. Por último, les mostró una tabla de con fechas y acontecimientos más importantes registrados:

Año 1 de la V.E. Llegan los elfos de Daerontolian a Eridian y fundan Valarión

Año 1225 V.E. Los elfos son informados de que deben prepararse para pelear contra el mago oscuro

Año 1552 V.E. Comienza la guerra contra el mago oscuro

Año 2150 V.E. La alianza de los pueblos unidos se desintegra. Solo los humanos permanecen junto a los elfos

Año 2954 V.E. Crean Neranión

Año 2959 V.E. Aldirk hace crecer el desierto de Gori arrasando con Neranión y más tarde con Dobitown

Año 3408 V.E. Dontar dicta su sentencia y la Orden de los Cinco hace entrega de Antherion a los elfos

Año 3410 V.E. Los humanos desaparecen del viejo mundo

Año 3420 V.E. Los elfos dejan Valarión y retornan a Daerontolian. Antes de partir, frente a la imposibilidad de hacerse con la espada, los sacerdotes elfos sellan el templo de Terendor. Sus puertas solo pudieron ser abiertas después de 2000 años

Año 3448 V.E. La Orden de los Cinco confecciona La Llave Primordial

Año 3450 V.E. La Orden de los Cinco hace entrega de la llave a los semielfos

Año 3650 V.E. Los semielfos nombran a Dercom portador de La Llave Primordial

Año 5125 V.E. Muere Landemur III y asume Lindemur

Año 5150 V.E. Desaparece Lorember

Año 5174 V.E. Se desata la guerra civil en Valarión y muere Lindemur

Año 5180 V.E. Valarión se divide en dos y deja de existir. Es el fin de la vieja era.

Año 1 N.E. Se fundan Balamonte y Aramar. Comienzo de la Nueva Era.

Año 150 N.E. Las ruinas de Valarión son invadidas por el nigromante. Comienza a crecer el bosque de Orgrass

Año 470 N.E. Los sellos que impedían abrir el templo de Terendor se rompen tras el plazo estipulado de 2000 años. El nigromante intenta asirse con la espada, pero le es imposible por la protección mágica.

Año 3475 N.E. Llega Gabriel al Nuevo Mundo.

Lúrien, Gabriel y Bringo se despidieron del sacerdote. Gabriel se fue con una sensación ambigua. Por un lado, se sentía importante, el eje de toda esta historia, pero por otro la inseguridad de no saber si iba a estar a la altura de lo que se esperaba de él. Tal cual como se sentía en ese momento, un simple e insignificante mortal sin ninguna capacidad especifica que pueda aplicar para ayudar, le parecía imposible obtener buenos resultados. Solo esperaba que cuando tomase posesión de Antherion, su perspectiva cambiase, pero para eso debían internarse en un bosque en el que ninguno de los que intentaron hacerlo salió vivo, y, el único que lo logró, regresó loco. Trataría en los días subsiguientes, de apartarse de tales planteamientos y disfrutar, sobre todo de la dulce compañía de Lúrien.


5 – La fiesta del cambio de estación

Cuatro días después, la fiesta del cambio de estación había llegado. A la noche se encendieron las grandes antorchas que darían luz durante toda la celebración. La plaza central y el anfiteatro, poco a poco se fueron poblando. La gente, extasiada, se acercaba para ver a los artistas. Era muy esperada, la oportunidad de poder presenciar en una noche a malabaristas, contorsionistas, actores y juglares; pero también era la noche en que la gente común, aquellos que no eran de la nobleza, podía disfrutar de la bella voz de la princesa Lúrien.
Cientos de antorchas iluminaban el anfiteatro bajo una noche estrellada y con una temperatura agradable. Los variados eventos atraían grandes grupos en diferentes sectores de la plaza, porque se celebraban en forma simultánea.

Largas mesas se hallaban dispuestas, colmadas de exquisitos manjares que todos habían traído para compartir con los demás. El vino, los licores y las bebidas frutales eran consumidos en grandes cantidades, por lo que más de uno caía ebrio e inmediatamente era llevado a la fuente principal, en donde era arrojado al agua helada para que se despabilase. El jolgorio, las risas, las bromas pesadas, los nuevos enamorados, las rupturas amorosas, y hasta alguna que otra riña, que pronto era sofocada por los guardias, eran parte de la fiesta del cambio de estación, un festejo que se llevaba a cabo solo dos veces por año durante toda una noche.

Gabriel y Bringo deambulaban por distintos sectores de la plaza disfrutando a fondo de los festejos, ayudando de vez en cuando a cargar y arrojar algún borracho a la fuente con agua helada, especialmente dispuesta para ese fin. Bringo estaba maravillado y se preguntaba cómo no se le había ocurrido esto a su gente, en Colina Verde. Esto hubiera motivado un punto de atracción para visitantes y, en consecuencia, haría más conocida su amada ciudad, que estaba en decadencia. Gabriel también estaba asombrado. Era una noche fantástica. Un pequeño revuelo se escuchó en un lugar de la plaza. Pensó que se trataba de otra riña, pero no. Era la princesa Lúrien, a quien le gustaba andar entre la gente común. Ella no sentía privilegios sobre los demás, los consideraba a todos iguales; por eso era tan querida por su pueblo. Los guardias pusieron el orden suficiente para que la princesa pudiera caminar sin interrupciones. Gabriel se acercó a ella y a la princesa se le iluminaron los ojos.

– ¡Está usted muy elegante, mi señor!
– ¡Y usted luce más bella nunca, mi princesa!

Se sonrieron por el formalismo utilizado. Ya sabía Lúrien que Gabriel se sentía un poco incómodo por eso, y habían acordado tratarse en forma natural. Lúrien enlazó su brazo con el del muchacho.

– ¿Y tu amigo Bringo?
-Estaba acá hace un momento. Anda enloquecido con los artistas. Creo haberle escuchado algo de «tomar nota para hacerlo en mi país» –dijo riendo Gabriel.

Siguieron caminando y se sentaron en uno de los bancos un tanto alejado del grueso de la gente. Era el sector de los enamorados. Varias parejas estaban en la penumbra mientras que un tenor les dedicaba una serenata.

– ¡Cuánta fortuna que tienen ellos de tenerse el uno al otro! -dijo Lúrien suspirando.
– ¿Nunca has tenido un pretendiente? –preguntó Gabriel
-No, nunca. Supongo que mi condición de princesa los espanta –dijo sonriendo Lúrien-. ¿Y tú? ¿Has dejado a alguien en tu mundo?
-No. No he dejado a nadie. Quizás ese fue uno de los tantos motivos que me impulsaron a venir al tuyo, y no me arrepiento –dijo mirando a los ojos de la muchacha.

La princesa se ruborizó. Gabriel llamó al tenor para que les dedicase una de sus melodías. El tenor, al reconocer a Lúrien, se cansó de hacer reverencias. Nunca antes había tenido público de la nobleza, mucho menos a la princesa. Entonó sus mejores canciones con todo el esmero. No solo Gabriel y Lúrien disfrutaban del concierto del tenor, sino que mucha gente se fue acercando para extasiarse con la inspiración del cantante. Durante el concierto, Gabriel tomó las delicadas manos de la princesa entre las suyas, y Lúrien apoyó su cabeza sobre el hombro del muchacho.

Cuando ya la madrugada estaba bien avanzada, se anunció que se cerraría la fiesta con la presencia de la princesa Lúrien. Esta se despidió momentáneamente de Gabriel con un beso en la mejilla. Debía prepararse para su acto.

La gente se volcó masivamente al anfiteatro para tratar de ganar los mejores lugares. Gabriel se preguntaba por dónde andaría Bringo. Lo encontró jugando a los dados. Ya había perdido su chaqueta y estaba a punto de perder sus pantalones. Gabriel lo tomó de un brazo y lo sacó de allí ante el rezongo de los demás jugadores que quisieron tener un atisbo de reacción, pero lo guardias, que tenían orden de cuidar a Gabriel, pusieron orden enseguida y, además, recuperaron la chaqueta de Bringo. Apuraron el paso, pues habían quedado muy atrás del gentío, pero cuando llegaron al anfiteatro tenían sus lugares reservados en primera fila junto al rey, la reina, el príncipe, Tilfur, los oficiales de alto rango y los monjes del alto clérigo.

Poco a poco el murmullo se fue apagando y la espera se volvía expectante por la aparición de la princesa. Aparecieron los músicos, con sus instrumentos de cuerdas, y, por último, hizo su aparición Lúrien.

Nuevamente los murmullos surgieron, pero de admiración ante tanta belleza que irradiaba la joven princesa. Gabriel quedó boquiabierto, y su corazón dio un vuelco cuando ella le dedicó una mirada y una sonrisa. Parecía una diosa iluminada por las antorchas, ataviada con finas telas que dejaban traslucir su bella figura. Cuando el silencio se hizo nuevamente, los músicos comenzaron a tocar, sacando hipnóticos acordes de los laúdes, pero más hermoso y cautivante fue cuando la voz de Lúrien comenzó a recitar un poema de amor:

«La niebla.

Humedad absoluta que se pega a mi cuerpo. Blanca ceguera que me impide hallar a la flor del amor.
¿Dónde estarás?
Camino sin rumbo en el bosque de mi soledad, un bosque frío, triste, amargo.
Un bosque con espinas que no se ven, pero se sienten.
Un bosque en el que la flor que busco puede estar allí, a mi lado, pero inalcanzable porque no la veo.
Mi alma se retuerce en un laberinto infinito.
Cada paso que doy me encierra aún más en esa maraña de espinas que ciernen mi corazón, desangrando mi alma en interminables gotas de amor, reduciendo mi vida a una triste expresión. Y todo por esta maldita niebla de soledad, que me sigue a todas partes, que me sigue sin piedad, que se pega a mi cuerpo como una piel más, que comparte mis miedos y los acrecienta sin parar.
Lo que aún me mantiene viva es esa pequeña llama de esperanza que me dice que algún día el Sol brillará y despejará esta sucia niebla y me mostrará el camino que conduce a mi flor, esa flor que todos tenemos, pero que yo aún no supe encontrar».

Hubo lágrimas y aplausos, que la princesa agradeció. Después cantó varios temas, que todos agradecieron. Ya estaba a punto de amanecer cuando la princesa se despidió con otro poema.

-Iba a recitar otra poesía que había escrito especialmente para esta noche, pero voy a ofrecerles otra, que se me acaba de ocurrir ahora. Así que, por favor, sepan disculpar pues recitaré directamente lo que dicte mi corazón. Es para alguien especial. Solo espero que sepa comprender su significado pues yo aún no lo he encontrado -dijo mirando directamente a los ojos de Gabriel, que se puso colorado.

«Vientos nocturnos
del velo dorado
despejan el rostro
del bosque encantado.
Tristes presagios
de duendes odiados
golpean sus oídos
están asustados.
Le cuentan historias
del demonio alado
le piden que escape
que huya hacia el prado.
El busca a la princesa
de belleza plateada
su alma por ella reza
por ella reza su espada.
La ve a lo lejos
blanca iluminada
corre a su encuentro
va por su amada.
Toma su mano
huye angustiado
entre magos y duendes
llegan a un claro.
La abraza fuertemente
posee sus labios
ella entierra su daga
en su frío costado.
El cae torpemente
mira azorado
su bella princesa
es el demonio alado».

Los aplausos tardaron en llegar, pues todos quedaron boquiabiertos, intentando descifrar los versos recitados por Lúrien. El rey y Tilfur comprendieron que esas estrofas no eran simples versos nacidos de la imaginación de la princesa, sino que eran una advertencia que Lúrien le daba a El Elegido.
Finalmente prorrumpieron en aplausos y vítores, dando así por finalizada la fiesta del cambio de estación.

Poco a poco se fue despejando la plaza, cada uno marchaba a su hogar justo cuando las luces del alba anunciaban el comienzo de un nuevo día; un día de descanso para reponer las fuerzas después de tan agitada noche; un día para reflexionar, especialmente Gabriel.



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