Como producto de la desnaturalización de la relación sujeto-mundo, el primero comienza a notar un despropósito en todo lo que realiza. El sin sentido deja de abrumarle al adoptarlo como normalidad y la mirada del otro pasa a ocupar la misma posición que la inutilidad de lo mostrado.
En un principio intenta dar cuenta de las significaciones que atraviesan su ser y el ser de las cosas, pues el último arraigo que le queda es procurar por una fijación, que le ayude a identificarse con el basto mundo de lo incomprendido. Una vez renuncia a esta causa, el mundo adquiere nuevos colores, o mejor dicho, estos se apagan simbólicamente para significar el sentimiento de pérdida que lo conecta con su manifestación. Tras sufrir el desarraigo de lo que parece natural, como una convivencia concreta, una valoración material, un sentido que ancle su existencia al mundo de los “vivos” y aspiraciones que rebasen su presencia, surge la instancia fenoménica que transfigura el aparecer de los hombres como una contingencia supeditada a la nada.
Nada, no hay derecho, voluntad o razón de existir, es una trágica casualidad, usada en el marketing para vender la idea de un ser incompleto que constituye la inconformidad y desasosiego que enfrenta el ser humano hasta el día de su muerte. Todos los días, sin excepción alguna, se levanta, se lava la cara y mientras se cepilla los dientes, intenta desprenderse del reflejo que le muestra aquel espejo, desprovisto de limpieza y de belleza, tan quebrado y tan chueco, como su propio dueño. Piensa en lo único que recuerda, su instancia en los pasillos con niños tan ingenuos y necios como lo fue algún día, y cuando empieza a ser seducido por aquellos momentos de bienestar, PUM, se lastima la encía y comienza a sangrar.
El reflejo muestra precisamente lo que no es, no hay nada de sí en aquello que observa, pues su mera representación no es más que una cosificación indeterminada que viene de una mirada ajena. Le repugna pensar que ese objeto es el que todos ven y bajo el cual tiene que relacionarse, por eso cuando enferma, no busca una cura ni se esfuerza por calmar sus dolores, deja que se vayan como le vino el más grande de sus malestares, la vida.
Es una nada y lo demuestra en una de las causas de su desagrado, la cotidianidad, se le ve solo, decaído y siempre observador, piensa en el qué dirán de las cosas si pudieran comunicarse y si estas compartirían su concebir, ya que ve en ellas el mismo pesar de los hombres, existir sin una razón. Al mantener una rutina que supuestamente lo acerca a un ideal de superioridad, comodidad o riqueza, muestra su ser como carencia, legitimando aquello que le falta.
Sus malestares se asemejan a una náusea, el asco y el agobio fundamentan la afección a tal punto de generar nubes negras en los sentidos. Las pupilas se le dilatan y enaltece la vista para intentar ubicar los sujetos del entorno, lo que hace del estrés la punta filosa de una larga flecha, cuya materialidad está tomada por la parte punzante. La escucha se le agudiza y aunque hace lo posible por adoptar un estado armónico, el ruido corrompe gravemente tal aspiración. Las manos pasan a estar frías, sudorosas, como si se predijera un peligro inminente, adoptan vida propia, en tanto se sensibilizan al punto de exteriorizar tics nerviosos que vistos desde otra perspectiva, caracterizan un ser enfermo. El sentimiento angustioso crece junto a los escalofríos que se manifiestan en la piel, haciendo de los vellos, carne de cañón de una fuerza bruta que subyace en lo más hondo del ser. Respecto al gusto, deja de percibirse sabor alguno, la saliva adopta una textura tan espesa y densa, como la de un caucho elástico que no pasa por la garganta, lo que obliga a carraspear bruscamente como un intento desesperado de aguantar un poco más. Del mismo modo, el olfato se concentra cuán cazador espera su presa, se pone a merced del espacio buscando un ápice de apareceres para develar su propósito. El cuerpo se convierte pues, en un toro mecánico que no responde ante las demandas de la lucidez, renunciando al criterio para acoger lo más básico del ser humano, su instinto.
Ante el deseo de descanso el cuerpo actúa en pos del vómito, se articulan las condiciones de posibilidad que permitan, el ocultamiento al otro y un plano inmanente para liberarse. Finalmente, viene la armonía, la ansiedad desaparece junto a la preocupación, el cuerpo se equilibra reconstruyendo rápidamente los hechos que le han atravesado, y una vez reconoce su condición, se reintegra con los otros.
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