Aparcó el coche en un sitio oscurecido por la sombra de un gran árbol. El tronco del mismo era imponente, de amplio diámetro y la única evidencia de su vulnerabilidad era un pequeño corazón grabado con un “A y A” dentro, inscrito en la parte que daba al parque.

Del lado opuesto adonde se encontraba el automóvil, rodeando la enorme planta, se abría un vasto campo, irisado, florido en todos los colores del espectro luminoso. Las alegres flores se mecían con suavidad ante la tierna caricia de la brisa, al tiempo que el sol anunciaba su pronta desaparición en el horizonte.

Al atravesar la zona pintada de arcoíris, un sinfín de diminutas luces se elevaron de la tierra centelleantes, una miríada de luciérnagas salían a su encuentro. Siguió alejándose mucho más allá del estacionamiento hasta que la combinación de colores cesaba para dar paso a un peñasco.

En la cima de éste fue que se sentó a ver como el astro se despedía lentamente, propiciando una mágica escena al bañar de tenue coral mezclado con oro las costas de la playa de abajo. Las ondulaciones del mar lanzaban a su vez innumerables destellos, como pequeñas estrellas, creando un efecto hipnotizador.

Al poco tiempo, todo quedó sumido en una débil penumbra, el panorama iluminado escasamente por el brillo de las constelaciones y la pálida luna creciente.

Era un lugar realmente maravilloso, le quitaba el aliento y lo hacía sentir casi en el paraíso. Sin embargo, apenas era una burda imitación del sitio que fue aquel día en que su esposa había aceptado casarse con él. Jamás habría un lugar como el de esa ocasión y estaba en paz con eso. Así recordaba uno de los mejores días de su vida, con una lágrima de felicidad bajando por su rostro.

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