Las cenizas esparcidas por el callejón me quemaban las mejillas y manos, sentía cómo el dolor se adueñaba de mí al despojarme de los camaradas que permanecieron a mi lado durante esa época que solía acallar con el trabajo y las acciones ordinarias del día a día. El sentimiento de no pertenencia tan común en los adolescentes, seguía latente aun cuando los libros que había comprado desde los 16, se hallaban dispersos en la calle, cumpliendo un ideal de movimiento del cual carecía. Llegada la madrugada, me puse en pie y lloré al ver las portadas resquebradas como vidrios recién caídos. No creí que dolería tanto.
Mayor valor material y simbólico tenían los libros que me acompañaron en la travesía de días complejos, antes que la presencia de una persona cuya manifestación fenomenológica más genuina, me generaba incomodidad, por eso cualquier intento de justificar lo que hice era tan ridículo como encontrarle un sentido a esta porción de vida legitimada vulgarmente como un derecho. Cuando sus existencias se reduzcan a polvo, repetía en un acto de gallardía, me liberaré del sentimiento que perfora mi senectud, los años parecían vigías que fisgaban en mis adentros y cada mañana como la anterior, me dirigía al espejo y observaba el reflejo, asqueado, volvía la mirada al piso y salía del baño.
Intentaba mitigar el ardor, pero decidí tolerarlo para estar en igualdad de condiciones, si ellos se inflamaron extinguiéndose en silencio ¿por qué no podría hacerlo yo? Me senté en una cafetería y le permití al frío que me arropara con su vesania, con los impulsos mecánicos que salían de mi cuerpo, a raíz de la falta de cobertura, me di cuenta que las quemaduras estaban hinchadas y comenzaban a sangrar. Bebí un café e ignoré el dolor.
Al día siguiente, me reincorporé a la rutina y la dueña del asentamiento, donde pasaba las noches cuando tenía dinero, me regaló un hospedaje, sin embargo, decliné a su ofrecimiento y me dirigí al trabajo. Entré, pedí disculpas por la intromisión, renuncié y volví al callejón donde había pasado la noche. Las hojas que se habían salvado tenían voz propia y un encanto que me llamaba a leerlas, quería hacerlo, pero al tomar un papel semiquemado, reconocí mi ceguera y sin poder reaccionar, me entregué al paroxismo.
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