El día comenzó lluvioso. Hace semanas la lluvia no cesaba su caída, habría mucho que limpiar -supuse-. Los siniestros habían ocurrido a manadas, de toda índole. Todo se repetía en mi interior. Quería saber qué se siente no pensar. Y no lo lograba. Quería anestesiarme. Y lograba lo contrario. La lluvia parecía prestarme atención, acurrucarme, mantenerme al margen. Alguien sabía que no me hacía bien vivir y me protegía. Hubiese querido quedarme en ese útero tan cálido y materno. Quizás en una incubadora inerte y fría, pero quedarme, no transitar, no vivir. Esa condición de humanidad llevaba consigo supuestos que a veces se me tornaban intolerables, insoportables. La vida en sociedad pesábame. Cada día de vida era un juicio emitido, una decisión tomada, una opción. Me incomodaba tener que optar. Odiaba hacer uso de mi y sentirme igual que los otros. Esos otros que eran yo, y yo era ellos a la vez. Y éramos. Y el plural… odiaba el plural también. Una vez alguien me miró tiernamente y dejó al descubierto mi carne, mis propias falencias, mi vida imperfectamente e inconscientemente decidida y estructurada. Y ahí me desnudó. Mientras me tocaba la mano y mientras me miraba mordiéndose los labios y yo le miraba queriendo ser. Otras veces me miraron pero no pude. No lo logré. No quise despreciar aquellas miradas pero era terrible buscar en ellas lo que sólo podía transmitirme una. Esa una que no había vuelto a ser. Y quizás no volvería.
Podía adivinar en los ojos de las personas las cosas. Cuando querían estar y ser y cuando no. Y parecería increíble pensar en cuántas personas que aparentan ser tan duras son tan débiles. De corazón tibio, casi caliente. A veces el dolor en las personas me asustaba. Y me contagiaba, casi siempre. Intentaba huirle a aquel don horrible, quería desprenderme, pero algo me ataba intensamente a la vida y a los ojos de las personas.
La lluvia cesó. Parecía que al fin el calvario humanamente prohibitivo se acababa una vez más. Algunas almas siempre llueven. Y tienden a encerrarlas.
Caminé unas cuadras. Tapaba mi más fiel sentido con un poco de música y eso hacía que perdiera un poco el equilibrio y la sensación de estar. Era un vicio doloroso. Pero me extasiaba. Me sentía ir junto con los acordes, pero el problema aparecía cuando ellos querían dominarme: ahí retrocedía. Volvía a ser humana, volvía a comportarme el alma, a escupir modales. La humedad me incomodaba. El sol había empezado a salir y los restos de lluvia y de mi alma se empezaban a ir evaporándose. Yo me fui junto con ello y junto con todo. Había comenzado a llover nuevamente. Deseaba caminar.
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