Fabula de sabiduría popular

“En boca cerrada no entra mosca ni araña”

Érase una vez un sapo que vivía junto al lecho de un río tranquilo, sobre una roca húmeda y mohosa, bajo la sombra de un Ahuehuete de raíces profundas. Pasaba las mañanas en el lado derecho de la roca, y las tardes en el lado izquierdo, y durante la noche se metía al agua donde se conservaba mejor la temperatura y podía ocultarse entre la oscuridad del lodo para dormir y que nadie lo molestara. Era el lugar ideal para vivir, había suficiente sol, y suficiente sombra, agua fresca y recovecos más concentrados, y gran variedad de bocadillos que volaban frente a él a cada pocos minutos, desde su piedra podía disfrutar todos los beneficios, la tenía desde que había dejado de ser un renacuajo y de sus nuevas patas la fuerza había impulsado su cuerpo hasta ella. Eso fue hasta una mañana en la que nadó a la superficie tras una noche tranquila para tomar su puesto de siempre, y lo encontró ocupado. Y del lado derecho. Otro sapo, mucho más grande que él, contemplaba el aire croando con fuerza y asustando a los bocadillos.

– Psst, psst, oye sapo, – susurró asomando un ojo desde el agua – ¿Ya se fue la grulla? – el otro sapo bajó la mirada y lo observó con indiferencia.

– Aquí no hay ninguna grulla. – su voz ronca resonó. El sapito fingió angustia.

– Entonces no debe tardar en llegar. – murmuró y volvió a escabullirse dentro del agua, debajo de cuya superficie observó al sapo, moviendo no más que los ojos unos milímetros casi imperceptibles escaneando sus alrededores.

    El sapito cruzó en río, se escondió detrás de unos juncos y esperó.

    – No hay grullas en este río, cerca de aquí tal vez, pero nunca han volado hasta acá. – habló tranquilamente la tortuga, que vivía en esos juncos.

    – Pero eso él no lo sabe, nunca había estado aquí. –

    – ¿Qué harás cuando no aparezca esa grulla? –

    – No necesita verla, tan solo sentirla cerca. –

      Tomó una rama en su bocota y saltó con todas sus fuerzas de un lado a otro de los juncos, de manera que del otro lado del río parecía que un animal grande se escondía ahí dentro, no sabía si el sapo en su piedra lo miraba fijamente o ya había saltado hacia el agua despavorido, con la rama en la boca y sus vigorosos movimientos todo lo que veía eran hojas revoloteándose en su cara. Al termino de su faena se sorprendió al divisar al gran sapo tan tranquilo como antes, entonces volvió a sumergirse en el río y cruzar hasta un poco antes de su piedra, donde vivía un pez que era su amigo, y lo convenció de entrar en su treta.

      – Eres muy valiente por estar ahí parado tanto tiempo. – le dijo el pez – hay toda clase de predadores que están buscando un sapo regordete como tú para su desayuno, las nutrias no deben tardar en venir, les gusta arrancarles las ancas primero y luego les abren la tripa con sus colmillos. –

        Pero el sapo grande no respondió, estiró su gran lengua para atrapar a una libélula fugaz y la engulló con agilidad. Entonces el sapito intentó persuadir a su amigo pez de ir aún más lejos, al estanque que estaba bajo el río, para llamar a la grulla de verdad, o las nutrias, o al castor, a quien fuera. El problema era que se lo querrían comer a él también, así que no aceptó.

        El sapito pensó en otro plan, atrapó a una mosca que pasaba y cuando estaba a punto de ponerla entre sus labios, se detuvo.

        – Salvarás tu vida si entregas un mensaje por mí. – y así envió a su mensajero y cruzó el río de nuevo hasta los juncos donde se sentó a esperar.

          Esperó hasta que el sol pasó la mitad el cielo. Maldita mosca, lo habría engañado, o quizá no había encontrado a quien quisiera deleitarse con un enorme y gordo sapo, o viajar río arriba sólo por eso. Cada mosca y mosquito, cada exquisita libélula y mariposa que el sapote atrapaba en su piedra, que le robaba, lo hacía sentir la mucosa espesándosele en las membranas, solo de pensar en su roca mohosa sosteniéndolo a él, en esos ojos grotescamente saltones observando su cielo. No era capaz de esperar un minuto más. En un acto histérico nadó hacia ella a toda velocidad y metiéndose bajo la base hundió sus patas en el lecho lodoso en el que descansaba y escarbó, lo que nunca había hecho, escarbó con todas sus fuerzas abriendo un hueco cada vez más considerable hasta que la roca comenzó inclinarse y falsear, y después a escurrirse dentro del río y sobre él, una gran masa se propulsó dentro del agua formando una nube de burbujas, era el gran sapo, al que ahora, aliviado, contemplaba alejarse de ahí nadando tan tranquilamente como había permanecido todo el día. Brincó, victorioso, hasta la punta de la gran roca mohosa, que aún sobresalía de la superficie, gozó por un segundo, la suavidad del liquen que aliviaba sus patas cansadas de tanto agitar, brincar, nadar y escarbar, tanto lo gozó que dejó de escuchar, y de ver, y de cuidar su alrededor. No notó las enormes alas blancas agitándose sobre él.

          Oscuridad. Nada. Un enorme pico lo había partido por mitad.

          La mosca había cumplido, y él había cruzado el río por última vez.

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