De donde proceden las avellanas

De donde proceden las avellanas

titupa

20/06/2021

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Recostada en las ramas del cerezo, no pude evitar pensar en lo lindo que había sido todo. Algunas lágrimas brotaron de mis ojos, mojando mis pestañas para finalmente caer en el suelo, el mismo suelo yo habré de pisar luego.

Era una tarde de julio, época de cosechar los damascos. Recuerdo ese sofocante calor y el sudor cayendo sobre mi frente, los niños jugaban en el jardín, otros corrían hacia el lago y nada podía ser más bonito. Hace unas semanas mi padre había emprendido su camino al sur de Francia, con su maleta llena de sueños y en busca de nuevos escritores que quisieran ayudarlo con su proyecto en la librería.

Era un hombre trabajador y tenía una pequeña librería en las afueras de Monte Isola. La había construido su abuelo antes de la Segunda Guerra Mundial; lamentablemente quedó destruida al ser un negocio judío, él desapareció y nunca supimos por qué. Al terminar la guerra, mi padre y mi madre reconstruyeron la librería y comenzaron a trabajar en ella.

Yo me encontraba en mi adolescencia, se supone que eran los mejores años de mi vida, y por un tiempo así lo sentí. Todas las tardes, después de la escuela, iba a trabajar a la librería, pero aun así no fue suficiente, por lo que mi padre tuvo que contratar a alguien más. Una tarde me encontraba haciendo mis deberes mientras atendía la librería, en eso entró un apuesto joven, este tenía el cabello largo y rubio, su piel era dorada como el atardecer, tenía los ojos verdes y vestía una camisa verde oscura y un pantalón de tela a cuadros. Al saludarme, pude notar que era francés, su acento era una maravilla que, sin poder evitarlo, convertía cada palabra que decía en una obra de arte.

“¿-”Se encuentra Domenico Montefiore?” preguntó.

Estaba en busca de mi padre, de seguro era por el puesto en la librería. Así que lo guíe al cuarto donde este se encontraba. Me daba un poco de vergüenza que me hubiese visto con esa ropa; ese día tenía puesta una larga falda con flores que había sido de mi madre y un chaleco que había tejido mi abuela hace unos años atrás, era ropa un poco vieja. Llevaba mi pelo suelto, nunca me ha gustado peinarlo. Ojalá no haya pensado que soy desastrosa, pensaba yo desde mi inocencia.

Al salir de la habitación mi padre me lo presentó, “-Él es Antoine Abécassis y ayudará en la librería de aquí hasta finales del verano”. “-Mucho gusto” Me dijo con su acento. Oh ese acento. “-Va a comenzar mañana y ahí tendrán tiempo para conocerse”, dijo mi padre.

Al día siguiente, luego de la escuela, fui a la librería y ahí se encontraba Antoine, sentado en un banco leyendo mientras fumaba un cigarro con olor a miel. “-Hola”, le dije. Me respondió con una leve sonrisa. Pasó un rato largo y no me dijo ni una sola palabra. En un momento me puse a guardar algunos libros en la estantería y Antoine comenzó a decir mi nombre con un tono de duda, “-Avelina, Avelina, Avelina”, dijo. Me quedé guardando los libros sin mirarlo y le pregunté si tenía alguna duda. “-No, Avelina, no tengo ninguna duda. Solo me pareció curioso el nombre que te dieron tus padres. Avelina, Avelina, Avelina… ¿Sabes qué significa?”

“-La verdad no. Nunca lo he indagado” respondí. “-Avelina, nombre que procede de Avellino, la capital de la región italiana de Abella, lugar de donde proceden las avellanas, ¿Has visitado Avellino alguna vez?” “-La verdad Antoine, nunca he salido de Monte Isola, es una isla pequeña y los barcos son caros…” Tenía un poco de nervios al decirle eso, no quería que se burlara de mí, de seguro pensaba que era solo una niña que no tenía idea de nada. “-Bueno no te preocupes, algún día, Avelina, hemos de visitar Avellino juntos” Me giré para mirarlo y me sonrió mientras aspiraba su cigarro. Era una persona risueña, se notaba desde lejos.

Al bajar de la estantería me senté en la mesa junto a la caja registradora y lo miré por un momento, era una persona encantadora, y aunque había intercambiado pocas palabras con él, sentía que lo conocía de toda la vida. “- ¿Has viajado a muchos lugares, Antoine?” Cerró su libro, apagó el cigarro y me miró. “-Bueno, la verdad sí, conozco varios lugares”. “¿Cómo cuáles?” pregunté, curioseando. “-He hecho muchas ayudantías, así que he viajado mucho por la misma razón. Soy de un pueblo pequeño de Francia, Toulouse, pero me fui a vivir a París a mis 17. Luego comencé a trabajar en algunos cuentos que le gustaron a mis profesores y comencé a ser recomendado”. Antoine hablaba mucho, pero no me molestaba. “-Gracias a esas recomendaciones me invitaron a ayudar a profesores de distintos lugares, Alemania, Grecia, Marruecos, etc. Y bueno ahora estoy aquí.” “-Pero Antoine, no hay grandes universidades aquí en Monte Isola, ¿-por qué no fuiste a Roma?”. “-Porque aquí hay grandes maestros y una universidad no es nada sin ellos”.

Al siguiente día volví a la librería con emoción de ver a Antoine, pero este no estaba. Tomé la bicicleta y volví a casa, le pregunté a mi padre porque no estaba y me dijo que debía entregar unas redacciones en el centro. Tomé la bicicleta y me fui lo más rápido que pude para ver si lo encontraba, había una pequeña cafetería en donde me senté y pedí un espresso. Quizá si me veía él no pensaría que lo seguí hasta aquí. Pasó un rato y tenía un poco de hambre, pedí otro espresso y un strazzate para acompañarlo, aún no salía del lugar donde debía entregar los papeles.

Comenzaba a oscurecer y decidí volver a casa, en el camino había un pequeño bar y a la salida de este se encontraba Antoine, afirmado de una mujer a cada lado, ebrio como marino recién pagado. Las mujeres se reían y hacían bromas, me acerqué y les pregunté qué había ocurrido, pero no me dijeron nada, se rieron en mi cara y dejaron a Antoine tirado en el suelo para después marcharse corriendo. Me agaché a intentar recogerlo para llevarlo a casa. “-¡Avelina, Avelina! ¡Eres tú!” Me dijo con voz de borracho y aliento a vino barato. A duras penas lo llevé con su brazo pasando mis hombros y mi mano agarrando su cintura, dejando mi bicicleta amarrada al lado del bar, rezando para que no se la robaran. Comencé a caminar con él, sin rumbo alguno, ya que no podía llevarlo a casa, mi padre lo despediría por ser poco correcto. Le pregunté sobre el lugar donde se estaba hospedando, me dijo entre dientes que mirara su billetera. Dentro, tenía una pequeña libreta donde estaban anotadas traducciones de francés a italiano y en la tapa salía la dirección de su hospedaje.

Caminé con él cargado de mi hombro casi una hora. Hablaba y balbuceaba. “-Avelina, Avelina bonita, Avelina pequeñita” repetía una y otra vez sin parar. Yo estaba angustiada, y ahora que lo miro desde mi adultez, jamás volvería a hacer algo así por un joven como ese, pero estaba enamorada. Al llegar a su hospedaje, lo recosté en su cama, que no era más que un colchón en el suelo. Tenía una mesa con un par de botellas de vino vacías, cajas repletas de libros y muchos cigarros de miel. Esa noche me quedé en su casa, dormí en un pequeño sillón que tenía, era muy tarde para volver a mi casa y de todas formas ya habrían de castigarme.

Desperté un poco confundida, alguien me susurraba “-Despierta Avelina, despierta”. Ahí estaba Antoine, limpio y bañado como si nada hubiese pasado. En su mesa tenía jugo de damasco, café, huevos y pan. Me senté con él, pero no dije nada. Estaba molesta por la noche anterior, pero luego de un largo silencio Antoine me habló. “-Gracias por tu ayuda ayer, no sé cómo hubiese llegado de no ser por ti. Podemos ir por helados luego para agradecerte”. “-De seguro me castigarán al llegar a casa, Antoine”, “-Tranquila, yo hablaré con tu padre y le diré que nos quedamos ordenando la librería y nos dormimos”. Así que desayunamos y reímos un largo rato. Nos fuimos caminando hacia el bar para recoger la bicicleta, que por suerte ahí se encontraba. Él me sentó en la parte del manubrio y la manejó hasta mi casa, entró a hablar con mi padre y al salir me dijo que pasaría por mí al atardecer para ir a comer algo.

Esperé a Antoine por horas, pero nunca llegó.

Era mi última semana de escuela, mi última semana de trabajo en la librería. Al salir de la escuela corría hacia la librería, solo para ver a Antoine. Durante esa semana no se presentó. Un día al llegar a casa estaba la mesa puesta en el jardín, supuse que alguien iba a visitarnos. Le pregunté a mi madre y me pidió que me alistara un poco. Al bajar la escalera, escuché su maldito acento francés, hablaba con mi padre sobre su trabajo en la librería. Mentiroso, mentiroso, mentiroso. Bajé y lo saludé sin mirarlo, nos sentamos en la mesa a comer, Antoine comía mucho. “-Antoine querido, ¿por qué una isla tan pequeña como esta?” Antoine me miró y me soltó una sonrisa, “-Bueno, como bien lo hablé con Avelina, muchos filósofos pasan sus jubilaciones en este lugar, varios de ellos con interés de enseñar” Me miró a los ojos y me empujó un poco con su pie por debajo de la mesa. Al terminar la cena me entregó una servilleta y me susurró algo en francés al oído. Cuando se marchó la abrí. “Avelina, Avelina bonita, Avelina pequeñita. Te veo cuando anochezca a las afueras del café del centro, ya pensaremos en qué excusa vamos a dar esta vez”.

Esa noche tomé mi bicicleta y me fui al pueblo, allí estaba Antoine, con una botella de amaretto y una manta en sus manos. Como aquella vez, me subió al manubrio y condujo la bicicleta hasta el lago Iseo. Tendió la manta en la arena y nos recostamos a beber el amaretto. “- ¿Por qué desapareciste tanto tiempo y luego mentiste sobre eso, Antoine?”, “-Avelina, no tengo por qué contártelo todo, no es nada muy terrible.” Luego de una pausa y mirándome, agradeció por haberlo cubierto. Nos quedamos en silencio un rato, mientras dejaba caer la arena entre mis dedos. “-Avelina, ¿sabes que significa mi nombre?” preguntó. “No Antoine, no tengo idea”. “-Antoine, probablemente de origen griego y aunque su significado es desconocido, deriva de Antonius (en latín), que era interpretado como «aquel que se enfrenta a sus adversarios» o «valiente»”. “- ¿Crees que ese nombre te representa, Antoine?”, “-La verdad no, quizá me debería haber llamado Sylvain”. “- ¿Qué significa ese nombre?” pregunté. “Proviene de la mitología romana. Es una persona que tiene mucho carácter y es algo desconfiado, pero apasionado y perseverante”. Luego de eso reímos. Estuvimos en el lago un par de horas, nos bañamos con la ropa que teníamos y mientras jugábamos a arrojarnos agua, Antoine me besó. Es un momento que atesoro hasta el día de hoy. Cuando comenzó a bajar la temperatura y el frío era cada vez más notorio, volvimos a su casa y abrazados nos dormimos, pero al amanecer ya se había ido.

Así estuvimos varias semanas, nos juntábamos por la noche, íbamos al lago, luego a su casa, me besaba, me decía que me quería y al llegar el amanecer, se marchaba. Ya no trabajaba en la librería, pero de vez en cuando iba a acompañarlo. Muchas veces lo encontré hablando con otras mujeres, les decía cosas al oído y les entregaba papelitos como los míos. Me dolía, pero no era nadie para reclamarle algo.

Un día, mientras trabajabamos en la librería, me entregó un boleto de tren, con el destino final de la ciudad Avellino. Se supone que iríamos juntos, a la vuelta él se quedaría en Roma y yo continuaría hasta Monte Isola. Quedaba poco para el término del verano e innumerables cosas habían cambiado. Aún no entiendo por qué, pero parecía que me quería más que antes. Antoine iba a mi casa la mayoría de los días luego de ir a la librería, nos bañábamos en el lago, comíamos fruta y nos recostábamos en el cerezo. Antoine me leía historias en francés, me decía que un día habría de llevarme a Toulouse para conocer a su familia. Me había prometido el cielo y, honestamente, si en ese momento me hubiese dicho que me bajaba la luna, ciegamente le hubiese creído.

Mi padre confiaba mucho en Antoine, a veces creo que demasiado, y no puso mucho reparo en darme permiso a un viaje tan largo como ese. Así fue como Antoine se despidió de sus maestros, de la librería, de sus amigas a las que les daba papeles, el bar, el lago y todo lo demás. Y emprendimos nuestro viaje hacia Avellino. Era un tren viejo y lento, durante el camino Antoine me peinaba el cabello, me miraba las manos y me leía poemas de Pavel Kogan y Abba Kovner. Antoine era judío y era una de las razones por las que le agradaba tanto a mis padres; no se avergonzaba de sus raíces, sino que las amaba. Finalmente llegamos a Avellino. “¡Mira Avelina, este es tu origen! Avelina en Avellino, podría escribir sobre esto una bella historia”. Cuando Antoine se emocionaba con algo, actuaba como un niño con un dulce, sonriente y con los ojos brillantes. Durante esos momentos, me sentía más adulta que él, y eso me encantaba.

Antoine me tomaba de la mano cuando paseábamos por las calles, me compraba damascos confitados y me besaba. Durante ese viaje salimos a bailar muchas veces, me dejaban entrar a todos lados si iba a su lado. En los bares ponían canciones de “Cerrone” y “Pino D’Angio”. Una noche, mientras bailábamos y bebíamos vino, Antoine me dijo que me amaba y que yo lo era todo para él. En ese instante mi corazón se partió, porque por primera vez me di cuenta de que Antoine me dejaría pronto.

En uno de los últimos días del viaje, paseábamos por el centro mientras tomábamos helados de limón y frambuesa. Antoine desapareció un rato, pero yo no me preocupé, ya que solía hacerlo. Más tarde volvió con una cinta verde para mi pelo, verde como la camisa que llevaba el primer día que nos vimos. “-Avelina, Avelina bonita, Avelina pequeñita. Esto es para ti, para que cada vez que lo lleves pienses en mi”.

Me puse esa cinta todos los días durante años.

Había llegado el día, Antoine se despediría de mí en Roma y yo seguiría hasta Monte Isola. En el camino me susurró cosas al oído en francés, como solía hacerlo siempre, pero esa vez guardé cada una de sus palabras en mi corazón. Al bajarse del tren, me besó y me dijo que volvería por mí pronto, que debía esperarlo. Nos casaríamos y seríamos felices juntos, y de esa forma Antoine me dejó, llena de lágrimas y esperanzas.

Esperé a Antoine mucho tiempo, le escribía cartas a diario, pero nunca recibí respuesta. Un día, mientras ordenaba cajas en la librería, me encontré con unos papeles. Uno de ellos decía “Antoine Abécassis”, como no pude aguantar la curiosidad, lo abrí enseguida. Al verlo me di cuenta de que eran los papeles del contrato de la librería de Antoine, como era extrangero tenía toda su información. Antoine era casado, y tenía dos pequeñas hijas, había hecho este viaje solo con motivos de investigación y era muy probable que no volviera nunca. Mi padre sabía todo esto, pero no quiso decirme nada para no dañarme, quería que guardara mis momentos con él como un tesoro. Nunca pensó en el daño que me hizo ocultándomelo.

Así pasaron los años. Comencé a armar mi vida y pronto iría a estudiar a Roma. Este era el último verano que pasaba aquí antes de emprender mi viaje. Esa tarde de julio, época de cosechar los damascos, mi padre volvía de su viaje con los escritores que habrían de ayudarlo, así que fui a ordenar un poco la librería. Llevaba mi cinta verde amarrada al cabello, mientras guardaba algunos libros en la estantería, escuché a un hombre con acento francés que me decía “Avelina, Avelina bonita, Avelina pequeñita”.

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