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Montevideo, octubre 19
Hola muchacha, perdón por atreverme a escribirte esta carta. No tengo ningún derecho a cruzarme en tu camino; pero te vi pasar y entendí el milagro de la vida.
Sin saber tu nombre dibujé una historia que alimento día a día, una historia que provoca cosquillas en mi panza y hace volar pájaros de mil colores sobre mi cabeza.
Me escabullo entre los transeúntes de la vieja estación y te observo invisible, prisionero de mi timidez; hasta que suena el silbato y corro presuroso cual polizón, a esconderme entre el ropaje y bártulos de los viajeros.
Tus cabellos comienzan a volar con la suave brisa que entra por la ventana; me acerco sabiéndote desprevenida y allí estás, con tus ojos celestes y tu piel tersa, que refleja los rayos de sol en este tórrido atardecer primaveral.
Disfrutas del paisaje agreste, entre ríos, montes y llanuras y yo sigo allí, inmóvil. Queriendo que el viaje nunca termine.
Eres bella por donde te mire y eso me provoca escribir mil poesías que declamo en mi mente; estoy alucinando, mientras el tren continua su marcha y de pronto siento la voz del inspector pidiendo boletos; debo huir…
El palabrerío de los pasajeros anuncian la próxima estación y eso incluye el fin de tu viaje.
Siempre el mismo coche te espera, con un señor elegante de guantes y galera. Cierto… ¿que tengo yo para darte?, un pobre poeta, loco y bohemio, preso de un amor lisonjero, que se gana la vida tejiendo versos, en andenes polvorientos por dos monedas y sueños.
Aun no sé tu nombre y saberlo no quiero; pero ya eres dueña de mí y de mis sentimientos; bajaría las estrellas para hacer un alfombra con todos tus deseos y con mis manos, atraparía los peces que tuviera el mar muerto; solamente por un beso tuyo o porque leas mis versos.
Otro día termina y aquí estoy con mi guitarra enamorada y mis cartones bajo el brazo, buscando un lugar sin dueño para descansar mis fracasos.
La luna llena cae sobre mi cara y te veo en ella, muchachita de dulce estampa; soñando contigo hasta la siguiente mañana, en que el señor elegante te devuelva, al tren de mis esperanzas.
Camino sobre las vías con las luces del alba, inventando armonías que me recuerden tu mirada; transparencia de ojos tiernos e inocencia acrisolada. Quisiera empujar el sol para que crezca pronto la mañana, hasta la hora en que aparezca tu hermosura en lontananza.
Si supieras lo que ansío, de tu boca escuchar palabra o sentir tu mano en mi rostro, aunque tan solo sea por lástima; mi corazón late fuerte hasta salir por mi garganta.
De nuevo está el cochero; de nuevo estás mi amada, para emprender nuevamente el viaje en mi aventura agitada; tal cual colibrí revolotea la retama y se lleva el néctar en poemas de labranza.
El puesto de flores que colorea la mañana, con su perfume a jazmines y rosas entreveradas, me ha convertido en ladrón para llevarte esas fragancias; tras el enojo del florista que no ha podido vender nada.
El mismo asiento, la misma ventana y aquí estoy yo, cual Cyrano escondido y mis manos ensangrentadas, por la espina de la rosa y las lágrimas de mi alma.
Hoy te he visto llorando, ¿Qué te apena y que dolor te desgarra? No puede haber tristeza en tanta belleza inmaculada.
Dejé caer una rosa en el regazo de tu falda y alzaste tus ojos tristes y me dijiste gracias. Quedé impávido ante esa voz dulce y clara. Yo seguí regalando flores, para que no sospeches nada y temblando comencé a decir mis versos, sin apartar de ti la mirada.
Volaron aplausos que no me importaban, porque eran para ti, los versos que mi boca daba.
Se te secaron las lágrimas y una sonrisa casi se me escapa; quise gritarle al mundo mi alegría inspirada, por volver a verte feliz en el vagón de mis nostalgias.
Otra vez la estación te recibe, lozana, fresca, reluciente. Mientras te miro sigo escribiendo mis cartas, que quizá nunca recibas para no perder la magia, de esta historia de amor, que llevo en mis entrañas.
Esta tarde abrazado a mi guitarra en el banco de la plaza, canté canciones de amor y entre mis dedos una sonata, que al cantar buscaba tu nombre y recordaba tu andar que me encanta.
Sobre el estuche desvencijado, en el que guardo estas cartas, caen y ruedan monedas con las que te haría un palacio, que haga feliz tu estancia; quiero que sepas cuanto deseo darte un abrazo, aunque sea inmensa nuestra distancia y desmesurado mi amor, como el calor de una brasa.
Mirando el techo del andén y a media luz mis párpados, se me duermen los fantasmas una y otra vez, no sin antes hablar contigo y decirte que vivo, para verte al amanecer.
¿Sabes algo? Te amo, mas debo dejarte ir. El vacío será más grande al aferrarme a ti; prefiero el olvido a este amor sin sentido que tanto me hace sufrir. Estoy loco pero cuerdo, he de vivir con el recuerdo de imágenes y momentos que llegan hasta mí. Penas y alegrías de un amor, que mi silencio inventó y me hizo tan feliz.
Autor: Ricardo Ismael
Montevideo – Uruguay
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