«Guido sabe que»

Guido sabe que

Él murió en los primeros días de enero de mil novecientos setenta.

Fueron solo diez años los que conviví con mi padre, con mi querido viejo -como le digo ahora y no le pude decir nunca-, tiempo suficiente para que se metiera en mi sangre para siempre. Aún hoy cuando me dice “hijo” -“hijo esto”, “hijo aquello”-, su voz me estremece el corazón.

Por su triste ausencia y la eterna sequia de color térreo cuarteado, con sobrevivientes hambreados hasta el dolor, que sufría la zona de nuestro pueblo, cargábamos con mamá el dudoso beneficio de ser los mayores poseedores de necesidades, pero, según la ironía sutil y vital de mi viejita -como todavía puedo llamarla-, nos describíamos como “sufrientes de decoroso infortunio”. Anduvimos a la deriva con la cola entre las patas durante mucho tiempo, siempre evitando depender de la suerte o del humor divino para perdurar.

Así estaba de mala la situación que cuando cumplí doce años, fui destinado a trabajar en el taller mecánico de Severo Sorpasso y sus dos hijos Saverio y Severino, quienes obstinándose en la falta de escrúpulos, habían logrado acaparar una importante fortuna pero no eran aceptados plenamente en la elite aldeana, debido a las brutas mentes que los gobernaban.

Mis obligaciones eran barrer, regar, acomodar, lavar piezas, es decir acatar todas las órdenes sin chistar, con la intrigante prohibición de entrar a la oficina, la que también servía de bóveda para proteger instrumentos, mercaderías y otros elementos de valor.

Tiempo antes había ingresado, como ayudante, un muchacho de nombre Guido, de unos 15 años. Pronto trabamos una buena amistad, basada en la fraternidad de los necesitados y a menudo, atrincherados en la fosa de cambios de aceite, resistíamos estoicamente las cretinadas de los dueños, mientras crecíamos entre empellones, codazos y risotadas.

Todas las mañanas luego de entrar al trabajo, veíamos a través de la amplia ventana del despacho como los Sorpasso desayunaban copiosamente, y en seguida después de fumar los primeros cigarrillos, en estricto orden de antigüedad uno a uno concurría a la letrina ubicada en el fondo del terreno, a la que ampulosamente llamaban baño. Una vez que pasaba el menor de la familia, quedaban en la base estucada expulsiones de todo tipo, más hojas de diario higiénico usado por el trío, demostrando una total falta de puntería al momento de acertar al generoso agujero abierto en el piso.

El encargado de la limpieza del excusado era Guido el que, a baldazos de agua y refriegue de cepillo, arreaba los desperdicios hacia el hoyo. Era conocido que esta tarea no le agradaba. Además los dueños cuando él faltaba por alguna razón, sorpresivamente adquirían una envidiable capacidad de acierto al orificio. Por este saber, con mi amigo habíamos llegado a la conclusión, de que así los perversos ejercitaban sus esencias malditas diariamente.

Cierto día, una vez pasados dos veranos, el viejo -“viejo” por ruin- Sorpasso, revoluciono el taller porque no hallaba una herramienta llamada Crasher Automatic, de incalculable valor, que había sido importada de Estados Unidos. Durante un mes removimos cada pieza, cada repuesto, cada motor, cada cosa que había en el lugar pero el valioso aparato no apareció. Como se veía venir, sucedió que echaron a Guido culpándolo del robo del preciado objeto, sin pruebas y sin indemnización. Con el San Benito de ladrón colgado, el acusado decidió mudarse a la ciudad grande, mascullando ya sobre el colectivo con una mirada fugaz hacia el caserío bajo, una frase apagada por el vidrio de la ventanilla, que finalizaba según mi parecer, con la palabra “mierda”. Fui el único que lo acompaño en su partida.

Yo trabaje en el taller unos meses más hasta que mi madre, impresionada por mis comentarios a veces fantasiosos, decidió salvarme de la inmolación a la que me entregaba diariamente, a cambio de unos escasos pesos.

Mucho tiempo después -siempre “después” porque la vida sigue- pasado veinte años, una mañana del verano más lluvioso que recuerde, el viejo Sorpasso murió ahogado y aplastado por el hundimiento del piso de la letrina y su desmoronamiento. Muchos dicen que todo ocurrió por obra de la solicitada justicia divina, pero yo creo que se debió a la subida de las napas freáticas y a sus ciento cincuenta kilos carnales sin un solo gramo de corazón.

En el noventa y ocho el mayor de los hermanos fue acribillado a balazos, por un forastero que decía haber sido traicionado y estafado por el muerto.

Hoy lo he visto al más chico y me costó reconocerlo humano, aparentemente es el mismo salvaje de siempre.

A Guido no lo volví a ver nunca, pero me gustaría reencontrarme con él. Seguramente nos saludaríamos con empujones y la garganta llena de alegría.

No ha vuelto. Quizás la vergüenza se lo impida. Claro que podría retornar tranquilamente, porque el famoso Crasher Automatic apareció un mes después que ocurriera el accidente del viejo Sorpasso, cuando los herederos mandaron desagotar el pozo de la letrina.

Todos pensamos que en realidad, el aparato nunca se perdió ni fue robado, sino que el maldito viejo lo escondió, para tener una excusa y poder despedir a Guido sin pagar el despido. A mí, en su origen, está versión no me convencía, recordando que Guido se encargaba de la limpieza del “baño”, y que era muy posible que el “Crasher” hubiera sido olvidado por alguno de los Sorpasso, quedando a su disposición para mandarlo al agujero. Pero sabiendo que mi ex camarada era un tipo honesto e integro, más razonando que las cosas no son como son, sino que son luego que las pensamos, adherí con fervor a la historia que salvaba el honor de mi ex compañero.

A lo mejor Guido no regresará nunca a nuestro pueblo, puede ser porque nosotros ignoramos algo, que él sí sabe.

Fin

José Lesta

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