El Humedal

De aquel funesto caso sucedido en el invierno de 1957, tengo rescatadas en mi mente un puñado de fortuitas y dispares veracidades, pasadas de boca en boca con sus humanas diferencias y ocultas intensiones. Alumbrados los recuerdos con la luz de mi revisión, puedo ver con claridad la etapa terminal de la vida, acentuada por su fastidioso decir, de “Bocón” Cejas, quien fue un tolerado hombre, el mejor alambrador, pero con la lengua demasiado rápida para su reposada razón. Irrumpen marchando en mi sesera, las fotográficas imagines del preludio del fin, que revelan a “Bocón” caminando prudente en la noche, por la calle que lo lleva al boliche de Don Antonio Brizuela, el último sábado de agosto de aquel año. Lo acompaña “India” una hermosa perra galgo que, con astucia y valor como siempre insiste, pudo robar siendo cría a una jauría cimarrona. “Bocón” se jacta diciendo que ese logro fue tan arriesgado, como atrapar una Yarará usando un dedo propio de carnada.

Desde afuera el local de Brizuela, mitad de adobe mitad de ladrillos, se distingue solo por la tenue claridad que emana de sus ventanucos empañados. El amplio interior, amodorrado y tibio, chispea alumbrado por siete velones puestos sobre la larga mesa, más tres faroles a kerosén amurados a las paredes. Preside la gran tabla, por sabio y respetado, don Ataliva Reynoso, quien una vez terminada la cena dialoga en voz baja con los comensales cercanos, los que con caras de pesadumbre siguen atentos sus palabras. Desde el lado opuesto, “Bocón” aguza sus oídos sin lograr escuchar lo que dice el anciano, entonces descomedido desafía: << Hey, viejo, hable más fuerte así lloramos todos. >>

Don Reynoso con una sonrisa compasiva eleva la voz y contesta: << Como no amigo Cejas, les contaba a los paisanos que, en 1912, el Ferrocarril Central conchabó a mi padre por ser el mejor baqueano, para que entrara al Humedal a ver si podían abrir una trocha para rieles, atravesándolo para ahorrar distancia camino al puerto. Recuerdo que mi viejito preparó un buen equipo y montando un potro tordillo, la carga en una mula y cuatro perros de los bravos, se fue para el Humedal, pero no volvió nunca más. >>

<< ¿No se habrá escapado para otro lado? >>. Pregunta pícaro el “Bocón”.

Los péndulos carnales y latientes, se detuvieron.

Luego, los despertó el soplo de la voz de Reynoso.

<< Ja. Le voy a dejar una frase para que la piense y lo guie en la vida: “No hay herramienta más peligrosa que aquella que es la más eficaz, pero que no sabemos manejar”. No se desboque compañero, mi papá Jacinto era un hombre responsable. Una semana más tarde el potro, la mula y dos de los perros volvieron solos a la querencia, él desapareció. Su hermano menor entro a buscarlo y salió huyendo despavorido y estuvo perdido en el campo cuatro días, hasta que lo encontraron chiflado, con la ropa y la piel deshilachadas. Lo que vio le dio vuelta los sesos y al poco tiempo murió, sin hablar >>.

Midiendo la admiración que infunde Reynoso y sorprendido por la sofrenada, Cejas se propone remediar su mala intervención, aclarando: << Ahaa, respetado amigo Reynoso, a usted que es como un padre para mí, le pido disculpas, porque por mi más pura y sincera rudeza, desconocía esa amarga situación que vivió. Pero no se preocupe porque he entrado una vez al Humedal, y lo hare de nuevo para traerle, aunque más no sea, los huesos de su tata o lo que pueda encontrar >>.

Por el imperio de la avanzada hora, al canto del primer gallo los presentes comienzan a abandonar el lugar. Unos pocos rumbean para el dormitorio único destinado a los viajeros, y los demás toman la huella del regreso. Cejas vuelve a tranco lento escuchando bajo sus botas el trizado cristalino de la escarcha, antes de que el sol la desagüe.

Acostumbrado a la soledad sin más otros oídos ajenos que los de “India”, siempre larga al aire sus pensamientos: << Puede creer “India”, que me haya embretado solito nomas. ¿Para qué me metí en semejante lio? Si nunca entre al Humedal. Ahora ya no puedo recular >>.

En la semana siguiente entre trabajo, descanso y conversaciones con “India”, intercala la tarea de preparar lo que necesitará en su viaje al Humedal.

Se esmera en armar una cuerda de cuero trenzado de unos diez metros de largo, y deja lista la chatita Rugby del 34, que es su gran amor. De vez en cuando le resuena la frase de Reynoso: “No hay herramienta más peligrosa…”, pero no la entiende por más vueltas que le dé.

El primer sábado de setiembre al alba, Cejas se pone en marcha hacia el Humedal, a bordo de la Rugby. Comienza a desandar las 4 leguas de distancia que lo llevan al lugar, jineteando hendidos rastros, de tierras machacadas por carros y animales. Después de unas 5 horas de sufrida marcha, la trompa del vehículo asoma a un playón amplio y limpio de hierba corta, a cuyo fondo se despliega al este y al oeste, un ampuloso matorral con ensortijada y vigorosa vegetación.

Una vez que se ha calzado el pial de cuero y un morral con alimentos alrededor del cuello, con la escopeta colgando cruzada a la espalda y el machete en la diestra, encara hacia el Humedal en el lugar que le parece que la espesura está menos abigarrada.

Lo primero que enfrenta es una turba hacinada de arbustos fornidos, con largas y duras espinas. Con el machete trabajando Cejas va abriendo camino, es cuando el viento comienza a mover los tentáculos del follaje, agitando los aguijones como mandobles filosos. Su andar es errático, siempre evitando los lugares más difíciles de atravesar. Después de media hora de marcha y sin poder llegar al final del tupido zarzal, a unos pocos metros puede ver lo que queda del esqueleto de un perro. El cráneo limpio, blanco corroído por las alimañas como los demás huesos, se ha desprendido del espinazo, el que se encuentra suspendido en el aire, sostenido por largas púas de la maleza, como si en vida, desesperado y huyendo, se hubo incrustado en ellas.

Para ahuyentar el desgano sigue abriendo la picada. Más adelante se detiene cansado sin poder estimar la distancia avanzada, pero lo alienta ver que a no mucho andar lo espera la claridad de un terreno descubierto.

Cuando llega al lugar abierto, avanza precavido probando la consistencia de la tierra con el machete. Luego de unos veinte metros recorridos, descubre un gran y parejo socavón, tapizado por hojas y ramas caídas, y a unos veinte metros, en su interior, ve los huesos de dos manos, aferrados a la raíz expuesta de un paraíso, ocultos por la hojarasca a partir de las muñecas. “India” ha quedado paralizada a diez pasos del hombre y a pesar de su llamado, no se mueve del lugar mientras le tiembla el cuero sobre la cruz. “Bocón” se desentiende del animal y baja al círculo con mucho cuidado, es cuando mide que la maleza casi cubre por completo sus botas. Deja en la parte alta del terreno la escopeta y la vianda, asegura la cuerda a un árbol y desenrollándola hace los primeros pasos internándose en el redondel, hacia las manos. En ese momento la perra comienza a gemir lastimera mediando ladridos de advertencia, ante la indiferencia de Cejas y el presagio de la cercanía del peligro, se da vueltas abandonando a toda velocidad el lugar. “Bocón” sigue avanzando hasta que lo detiene lejanos aullidos de dolor, no duda que son de “India”. Flaquea, pero confiando en la baquía de la perra, pendiente de sus ladridos, extiende la pierna izquierda para dar otro paso, entonces pisa algo blando con forma tubular que le desliza el pie, siente en la parte posterior del muslo una feroz mordida, casi sin mirar lanza un machetazo al aire a su espalda y a la altura de la rodilla, que secciona limpia la cabeza de una gran yarará. El frenético movimiento le hace perder el equilibrio y termina apoyando su mano desarmada en la tierra. Tapada por la maleza sufre en la muñeca otra mordida atroz. Se incorpora regresando lentamente al borde, donde comienza a succionar y escupir el veneno, luego con el machete se produce dos cortes profundos en la pierna, uno arriba y otro abajo de la mordida, que sangran profusos. Preocupado, pero sabiendo que no puede hacer otra cosa más que esperar que la ponzoña no lo mate, dispara los dos cartuchos de la escopeta a ras del piso del hoyo, quedando una franja limpia que muestra algunas serpientes muertas y otras huyendo, revelando que el lugar es una paridera. A una mediana distancia puede ver un esqueleto humano con los huesos de los brazos extendidos, prolongados por las manos que viera antes. Como las caderas están medio hundidas en la tierra blanda y húmeda, supone que el muerto ha quedado encajado en la ciénaga sin poder salir, sirviendo de alimento vivo de las alimañas. Cejas mira la situación sin mucho interés, imaginando que el cadáver es el del padre de Reynoso, entonces entiende y lo horroriza, tarde ya, la frase del viejo: “No hay herramienta más peligrosa…”, reconociendo que la “herramienta” de su lengua, lo ha metido en esa trampa mortal.

“Bocón” siente frio en la cabeza y desde la órbita de sus ojos y sus oídos primero, de su nariz después, de su boca, por último, comienza a manar sangre la que, por el veneno, es tan ligera y fina que no logra formar coagulo. Al cabo de unos minutos al cuerpo se le ha escurrido la vida y vacilando, por la caída del mentón sobre el pecho, el peso de la cabeza inclina el desplome del difunto hacia adelante.

Así ocurrió la muerte de Leandro Hipólito Cejas alias “Bocón”, quien fue un tolerado hombre, el mejor alambrador, pero con la lengua….

FIN – José Antonio Lesta

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