La memoria de Alida

Alida sabía que no le quedaba mucho tiempo. La vejez había llegado irremediablemente. No solo lo notaba en su cuerpo que cada vez estaba más maltrecho, que crujía como los troncos de los árboles secos y dolía al caminar. Palpaba con su índice los tornillos, los alambres y los clavos que le sostenían el brazo derecho. Su pierna izquierda estaba sostenida por una bola de metal que le habían incrustado en la cadera y que nunca había dejado de doler. Ahora los pies estaban un poco torcidos y los tobillos se inflamaban por las tardes. Sentía como si la pincharan en la columna vertebral cada vez que se paraba del sillón. Le habían dicho que eran cataratas esas nubes grises que le impedían ver con claridad y que hacían que los colores fueran cada vez menos brillantes.

Pero Alida sabía que estaba vieja porque estaba perdiendo la memoria. Su cabeza funcionaba bastante bien. Se entretenía haciendo algún sudoku y lograba armar dos filas del cubo Rubick. Tejía prendas que requerían contar y separar puntos siguiendo esas complicadas instrucciones de los manuales de tejido. Se ocupaba de los quehaceres domésticos y de su aseo personal. No soportaba tener a alguien en casa que tuviera acceso a sus cosas, las cuales cuidaba celosamente. A Alida no le gustaba mucho la gente y mucho menos la gente extraña. Siempre había sido un poco paranoica y la vejez no había mejorado su confianza en los demás. Llevaba doce años viuda y  le costaba recordar aquellos cincuenta que había pasado junto a su marido.

Un buen día Alida descubrió que había una sola manera de combatir el vacío que dejaba la memoria perdida y era llenarla de otros recuerdos. Aquella idea le vino como una iluminación.

Se quedaba pensando en su sillón desvencijado y se imaginaba situaciones como si las hubiese vivido. Se sorprendía de las infinitas posibilidades que tenía y de lo fácil que se le daba inventar. Pero al día siguiente, cuando quería recordar sus recuerdos inventados, se daba cuenta de que había olvidado una parte. Al principio aquello le producía cierta angustia, luego entendió que, como nadie había escuchado sus recuerdos inventados, tenía total libertad y podía reinventar sobre lo ya inventado. Entonces decidió que cada día inventaría sobre lo inventado y que nadie vendría a cuestionarle sus recuerdos. Aquel ejercicio cotidiano la entretenía de una manera sorprendente. Durante las horas que lo practicaba desaparecían los dolores del cuerpo y no esperaba con ansiedad la llamada de sus hijos.

Alida tenía muy claro que no podía contarle sus recuerdos a nadie, pero mucho menos a sus hijos. Nada le podría disgustar más que ser desautorizada sobre sus propios recuerdos. Que eso no fue así mamá, que ustedes nunca estuvieron en ese sitio, que eso no pudo ser ese año y bobadas por el estilo. Estaba excluido escribirlos. Su brazo derecho apenas si le servía para arreglárselas sola, escribir a mano era una tarea imposible y ella nunca se había entendido con esas computadoras de ahora. Pensándolo mejor, escribir era mucho más arriesgado que contar oralmente, en su mente, claro. Lo que quedaba escrito podía ser leído por cualquiera y en cualquier momento, incluso cuando ella ya no estuviera en este mundo. No pudo evitar sentir algo de satisfacción imaginándose a sus hijos leyendo sus memorias falsas después de que ella estuviera muerta. No, seguiría con su plan inicial. Sus memorias serían solo para ella y podría cambiarlas a su antojo cada día. Nadie entraría en su cabeza y nadie sospecharía que ella estaba transgrediendo la realidad como le daba la gana.

De todas maneras, aquel juego con ella misma debía tener sus reglas. ¿Reglas? ¡Como todo en esta vida! Tendría que respetar sus propias reglas, si no el juego no duraría. La primera debía ser el ejercitarlo a diario. Las horas de la tarde, después de la siesta, eran perfectas. Debía mantenerse jugando al menos una hora diaria. No valía hacer anotaciones de ningún tipo. Nada que la obligara a recordar lo inventado el día anterior. Sin embargo, lo que recordaba de verdad podría formar parte de la memoria siguiente, o bien, podía modificarla si le parecía mejor. Luego estaba lo más difícil. Ella era creyente y en toda su vida había faltado muy poco a los diez mandamientos. ¿Se podría pecar con el pensamiento? ¿Y si terminaba en el infierno por unos pecados que nunca cometió? ¿Con qué memoria se presentaba uno delante del Señor? ¿Con la verdadera o con la inventada? Aquel dilema comenzó a atormentarla. No tenía más remedio que resolverlo sola. No podía preguntarle a nadie. Además, aquella pregunta inicial le planteaba otras aún más difíciles de responder. ¿Hasta dónde estaría permitido recordar?, ¿debía seguir siendo ella misma o valía cambiar de aspecto, o de marido?, ¿y si recordaba que nunca había tenido hijos? Tenía que seguir pensando antes de lanzarse a aquel peligroso juego donde podría poner en juego la salvación de su alma.

Pasaron unos días y Alida buscaba entretenerse de otra manera. Decidió limpiar la cocina a fondo. Quitó el polvo y arregló los libros de la biblioteca. Sacó una a una las figuritas de porcelana del estante y las limpió cuidadosamente. Hizo aquellas tareas escapándose de las preguntas que la seguían angustiando. Su mente divagaba con cada libro que tomaba para quitarle el polvo. ¿Lo había leído o no? ¿Recordaba de qué se trataba? ¿Dónde había comprado aquella figurita del elefante? ¿Sería un regalo o la había comprado en un viaje? A veces le venían recuerdos inesperados. Eran como retazos de momentos de su vida que se le presentaban sin que ella entendiera cómo. No supo de dónde había salido aquel elefante, pero sí del día en que había comprado con su marido esas figuritas de cristal. ¿Había sido en Praga, o en Venecia? Era un día nublado y llovía a cántaros. Se habían guarecido en una tienda de souvenirs de una callecita donde había muchas tiendas similares. Ella se quedó fascinada mirando las figuritas y su marido le preguntó si quería comprar una. No estaban para gastos excesivos y ella negó con la cabeza. Pero él insistió y le propuso que eligiera una. Era difícil elegir entre el escorpión y el escarabajo. Le preguntó a él cuál prefería y casi comenzaron a pelear por aquello. Entonces su marido fue a la dependienta y pidió las dos. De regreso al hotel no habían dejado de discutir sobre aquel gasto que ella había considerado excesivo. Abajo, en el último tramo de la estantería estaban las dos muñecas de porcelana. Una era de ella, la otra había sido de su hermana. Sacó ambas muñecas y pensó que los vestidos que les había hecho hace algunos años estaban envejecidos. Cuando eran niñas solo se las dejaban sacar en ocasiones especiales. Su padre siempre mencionaba lo mucho que había pagado por ellas y lo delicadas que eran. No vayan a romperlas que costaron una fortuna. Agotada por las labores del día y aturdida por los muchos recuerdos que había tenido aquel día se durmió enseguida.

Al despertar se dio cuenta de que había soñado. En su sueño un cura le reprochaba pecados que ella nunca había cometido. Ella trataba de defenderse diciendo que era inocente de aquellas acusaciones. El cura le decía que aquellos recuerdos estaban en su mente y que no podía negarlos. Mientras tomaba su café, se dio cuenta de que estaba furiosa. Había pasado su vida sometida a alguien o a algo. A sus noventa años, cuando gastaba los días sentada en un sillón desvencijado, ¿por qué no se permitía ser un poco libre? Solo quería libertad para pensar, para imaginar, para inventarse que había hecho lo que nunca había hecho. Era su última oportunidad.

Alida decidió inventarse sus recuerdos sin cuestionarse más. Comenzó por los viajes que nunca había hecho. Visitó las pirámides de Egipto y estuvo en Jerusalén. Se bañó en las espesas aguas del Mar Muerto y recorrió en un velero las islas griegas; reconoció Myconos y las cornisas volcánicas de Santorini. Recorrió las callejuelas de Casablanca y Humphrey Bogard le susurró al oído que siempre tendrían París. Estuvo en Alepo y Damasco. Caminó por las calles de Alejandría y le pareció escuchar los llantos de Melissa. Deambuló por la plaza de Samarcanda una tarde que el sol brillaba en la imponente cúpula azul. Se perdió en los bazares de Estambul, navegó por el Bósforo y respiró los olores nauseabundos de las tenerías de Fez.

Alida entendió que sus recuerdos surgían como lava volcánica y que le costaba detenerse en cada lugar. ¿De dónde venían? ¿Cómo aparecían aquellas imágenes tan reales? Alida sonrió pensando que todas aquellas imágenes estaban en su mente de alguna manera. Siempre había sido una ávida lectora.

Los efectos de aquellos recuerdos la habían hecho sentir mucho mejor. Apresuraba sus tareas domésticas y añoraba las horas muertas de su día que la llevaban irremediablemente a su sillón. Los dolores habían desaparecido como por arte de magia y las visitas de sus hijos le comenzaron a parecer largas y tediosas.

Regresaba cada tarde a su postura habitual y cerrando los ojos iniciaba su recorrido por la memoria inventada.

Alida recordó un día en Budapest. Tomó un barco que la llevó a la isla de Margarita. Hacía un tiempo de primavera y el Danubio cantaba como un vals. Entró a un lujoso restaurante. Las lámparas de lágrimas de cristal que colgaban del techo reflejaban la luz como múltiples arcoíris en miniatura. Al entrar todos voltearon a mirarla. Un mesonero vestido de etiqueta le trajo una copa de champaña. Alida recordó aquel día con la nitidez de un recuerdo reciente. ¿Y qué pasó luego? Un escándalo afuera le había hecho perder el hilo. El vals de su recuerdo se confundió con el estruendoso ruido de una vulgar música que escuchaban los vecinos.

Alida no comprendía los reclamos de sus hijos. Que por qué no respondes el teléfono, que si te sientes bien, que qué necesitas. Si llegaban de improviso y la encontraban con los ojos cerrados la llamaban. ¿Qué haces durmiendo a estas horas? ¿Estás bien? Que no estaba durmiendo, que solo tenía los ojos cerrados.

Nadie podía saber que Alida vivía intensamente. Que sus recuerdos la hacían sentir emociones inesperadas. Que reía sola, que a veces también lloraba. Que su corazón palpitaba con más fuerza y que de noche había vuelto a soñar.

La realidad de Alida se había mezclado con la ficción. Más bien, la ficción había ocupado los espacios que su realidad había desocupado. En la ficción Alida fue libre. Fue joven, hermosa, sana, corrió y saltó como cuando tenía dieciocho, amó a su antojo a los hombres que hubiese querido amar, fue dulce y violenta, se rebeló contra sus padres, contra su marido y contra sus hijos. Faltó a uno que otro mandamiento.

Mamá, mamá, mamá. Fueron las últimas palabras que Alida escuchó mientras corría por un campo de la mano de un hombre que no estaba segura de que fuese su marido.

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