“El encuentro sólo es el inicio de la separación.”
Proverbio budista japonés.
Con la proyección de una sombra fragmentada sobre la tierra, bajo el árbol de damascos, mientras le paso el mate al Ruso, van saliendo, de a puchos -como se suele decir-, todas las miserias. El derrotero es grande. Me rasco la barba con lentitud. La desprolijidad del rostro, en los últimos días, va en aumento. El Ruso chupa el mate tres veces y me lo devuelve, nervioso. Las palabras caen, pesadas, apretadas como un puño o una mandíbula que niega distenderse. Etá frío, dice, comiéndose la s mientras la calabacita pasa de una mano a otra. Yo cebo, lento, otro mate. Chupo una sola vez hasta que se escucha el ruidito. El sonido es comparable sólo a sí mismo. Pienso que describirlo sería casi una tautología. ¿Cómo explicarle al Ruso lo que es una tautología? Tal vez así, con el sonido que produce, efímero, la última chupada del mate. Tibio, bastante tibio, le digo, algo displicente. O me lo digo a mí, tratando de convencerme, con la repetición pesada de esa palabra, de levantarme, dejar la reposera, caminar hasta la casa y arreglarlo. No lo hago. Me quedo pensando en la que se debe haber metido. ¿Por qué siempre se está metiendo en quilombos? Miro las ramas del damasco. La sombra que se proyecta sobre la tierra del patio es la figura de una tormenta enredada; el dibujo de rayos que se cruzan, en el patio, sobre la tierra. Pega fuerte el sol, dice mientras se pasa la mano por la frente; transpirado, en cuero, con unos jeans hechos bermudas y un par de Topper verdes y mugrientas. Le tiembla un poco el pulso, me doy cuenta. El Ruso me mira y me pregunta, qué pasó. Así me dice: ¿qué paso, eh?, rápido, atropellando las palabras, pegándolas, haciéndolas una sola cosa como una línea que se traza, fugaz, sobre un papel. Yo, perdido entre las sombras y la tierra, confundido por el calor y las tautologías; reflexivo sobre el pulso del Ruso, sacudo la cabeza, lo miro y le respondo: ¿con qué?, ¿qué pasó con qué?, cebándome un mate por reflejo, mecánicamente, como si tuviera un cronómetro que, cada tanto, suena, obligándome a cebar. Me llevo la bombilla a la boca y ahí sí, me acuerdo que el agua está fría. El Ruso me mira intrigado, o mira el acto inconsciente -como un resorte espontáneo- de cebar mientras pienso. O espera, despreocupadamente, que le responda, porque tardo, estirando el silencio antes de hablar. Pienso y chupo el mate. Este sonido no existe en China, le digo, ni en Rusia ni en Inglaterra. Este sonido es nuestro. Y vuelvo a chupar, dejando, luego, el mate en el suelo, al costado de la reposera. Si no me queré contar no me conté, dice, haciéndose el ofendido. Sopla un viento leve y, por eso o por algún otro motivo, el mate cae, rueda y se ensucia con la tierra. Yo miro la calabacita y pienso que el Ruso no se ofende. Simula hacerlo pero no. Finge, imposta el tono. Le da gracia aunque no lo demuestre. A mí también me da gracia el tono pero igual me quedo en silencio. El Ruso, afuera, en cualquier otro lado y con cualquier otra gente, es un matón. Exige, señala, intimida al que sea. Conmigo se ríe en silencio, torciendo la boca, quebrando la máscara que lleva para el mundo. ¿Cómo es que dos personas se ríen de lo mismo, en silencio, sin decirlo? ¿Cómo es que dos personas simplemente se ríen, sin dar señales de hacerlo, de un tono impostado? Pero siempre fue así. Con el Ruso nos conocemos de chicos. Éramos una delantera peligrosa en la canchita que había a la vuelta de casa. Canchita que ahora es un lavadero de autos. Canchita que ahora sólo existe en la memoria, en el anecdotario, cuando sale el tema, nostálgico, de mi velocidad perdida por los años y de la garra y la potencia que tenía el Ruso en el sablazo de derecha. ¿Qué pasó con la Andrea?, insiste. Ecuché que se fue a la mierda, me dice, seco, cortante, mirando la puerta que da al interior de la casa y haciendo un movimiento, más con la pera que con otra cosa, señalando con la ayuda del cuello, estirando el cogote hacia la chapa oxidada que quedó entreabierta. Indicando el lugar, como si ahí todavía estuviera mi mujer. El Ruso señala la sombra de lo que fue. Eso señala. Muestra, estirándose, algo que no está. Yo miro hacia la puerta con una ilusión que se desvanece en el trayecto de esa rotación. No está. Miro el paredón del fondo por donde el Ruso entró saltando hace no más de una hora con un bolsito atado a la espalda. Bolso que dejó descansando a sus pies, bajo la reposera. La imagen me retiene. No siempre, pero, cada tanto, el Ruso entra así a mi casa: saltando con la habilidad de un gato el paredón del fondo. ¿Será por eso que entre ellos se llaman “gato”? Nunca le pregunté. Agarro el atado de puchos y saco uno. Lo prendo. Pito. El humo parece más pesado en el verano, cuando el sol pica, como se suele decir. Le invito uno y lo rechaza. Yo sé, ahí, que lo rechaza para no mostrarme el nerviosismo que le tiembla entre las manos. Se escucha una tormenta lejana. El humo que tiro queda, es un estanque en medio de los dos. Tengo que agitar la mano para que se desparrame. Pienso, fugazmente, en Varvitsiotis, “La terrible angustia de mi mano aparta visiones.”, “La terrible angustia de mi mano…” Este barrio es una mierda, digo, todavía con los ojos en los ladrillos picados que hacen, desde que tengo memoria, de paredón. Este barrio siempre fue igual. El boca en boca es un reguero de pólvora que termina estallando en las vecinas, digo, aunque el Ruso ignora mis palabas. ¿Y?, me dice, abriendo los ojos, volviendo a estirar el cogote hacia la puerta, insistiendo en mostrarme la sombra desvanecida de mi mujer en algún rincón. “La terrible angustia…” Todo es lento en mi patio, sobre la tierra y bajo el damasco. El Ruso lo entiende, siempre tarda, pero al final, lo entiende. El tiempo de mi patio es otro, como el humo que se estanca entre los dos. Una vez le conté una teoría que tenía. Le dije que el tiempo de mi casa –el de adentro de mi casa-, no era el mismo que el de afuera. Y que ninguno de esos dos tiempos, distintos entre si, eran iguales al de la calle, por ejemplo. Acá todo es lento porque siempre estamos quietos, le dije, mostrándole con las manos dónde estaba la quietud, haciendo un círculo y parando, abarcando el entorno inmediato; porque ahí, en ese instante, sólo nos desplazábamos para arrimarle, con la punta de un palo verde, más brasas a la parrillita. Acá llevamos el tiempo de las tortugas, nos movemos calmos, y una tarde parece un año. Afuera somos ratas, Ruso, acordate de eso, le dije, moviendo el palo que se incendiaba apenas en la punta. ¿Sabías que las ratas viven nada más que uno o dos años? Eso es porque los latidos del corazón son muy rápidos, en algún lado leí eso, como los de un abogado o un taxista. En la casa todo es intermedio, ni muy muy ni tan tan. El Ruso levantó las cejas entre los chispazos de un carbón. Cuando no me entiende, levanta las cejas, ignorando lo que trato de decir. Levantó las cejas como las levanta ahora, cuando vemos -como un film lento- algunas nubes acercarse. Tal vez se acuerda de esa teoría, viviendo la lentitud de las tortugas o recordándose una rata. Todo el barrio sabe que la Andrea se fue con otro, un gil del centro, dice y -chupando esas tres letras- repite la palabra: “gil”, poniéndole énfasis. Pero no sé si se refiere a mí o al que se fue con mi mujer. Si queré me encargo, aclara, sentenciando con frialdad. Ruso, Rusito, vos no te metas, haceme ese favor, le digo. Y ahí el Ruso pierde el hilo de la conversación, o del ofrecimiento, que entiendo a dónde va. Se pierde y mira el piso. La calabacita sucia y desparramada sigue ahí. La palabra “matón”, cada tanto, con el Ruso, se me pega al paladar, enroscándose, doliendo, haciéndose una bola como esa miga de pan que queda aplastada y no quiere salir ni entrar. Sé en lo que devino mi amigo. Me acerco un poco sin llegar a levantarme de la reposera, me reclino hacia adelante, eso hago. Ruso, le digo, me parece que sos vos el que me tiene que contar lo que pasó. Porque me doy cuenta, sé que algo anda mal, lo conozco. ¿Qué pasó, viejo?, así le digo. Y me quedo, esperando bajo el damasco, sobre las sombras fragmentadas el tiempo que sea necesario, que en mi patio, desmedidamente, puede ser toda una vida. El Ruso se agarra la cara. No entiendo. Se tapa con las manos, aprieta usando los dedos como garras, marcándose con las uñas una línea punteada sobre la frente. El sol cae con fuerza. Lo miro. El Ruso es fuerte. Lo miro y no lo creo. La única vez que lo había visto llorar fue cuando éramos chicos. Se había caído de la bicicleta, un golpe duro corriendo una carrera que terminó en el suelo. Se raspó las piernas, el brazo, la cara y se puso a llorar. La caída fue en la esquina de su casa. El padre lo vio de lejos, se acercó al trote y lo fajó. Lo fajó enfrente de todos. En esa época éramos un grupo numeroso de chicos que jugábamos, descalzos, corriendo por la calle. El padre siempre estaba pasado de vino, y esa tarde, le dijo de todo. Pelotudo, maricón y, no sé cuántas cosas más. Lo fajó ahí, adelante de toda la cuadra y no sé si fue por la caída o por llorar, tal vez por un poco de las dos y porque, se notaba, tenía una curda de puta madre. Después el padre del Ruso murió –no recuerdo bien de qué- y él y sus dos hermanos se hicieron cargo de todo: de la casa, de la madre, de todo. Arrancaron limpiando vidrios en las esquinas. Pedían, andaban en la calle, de día y de noche. Pasaron los años y el Ruso entró en un mundo del que ya no pudo salir. Mi caso fue distinto. ¡Qué vidas tan distintas tuvimos con el Ruso! En mi casa no sobraba la plata pero mis viejos se las arreglaron para que yo pudiera estudiar. Facultad de Filosofía. Cinco años de libros y exámenes para recibir, enrollado, un certificado en la mano. El acto de graduación estuvo bien. El Ruso estaba contentísimo cuando me recibí. Él nunca entendió de qué se trataba la filosofía pero igual estaba feliz. Hicimos una fiesta. Mi amigo el filósofo, decía, palmeándome la espalda, toda la noche. Terminamos con una borrachera descomunal. Bien bien en la pera. Después mis viejos se mudaron a una casa heredada y yo me quedé en el barrio, con el patio, el damasco y, ahora, sin mujer. Miro el paredón que el Ruso salta para entrar a mi casa y nunca entiendo cómo lo puede hacer. Este debe ser su único refugio. Calculo que la falta de prejuicios que encontró en mí fue el ancla que hizo que cada tanto pase a verme, a saber cómo ando, siempre preocupado por mis asuntos, tocando la puerta o saltando el paredón. Mi querido Ruso. El mayor de sus hermanos está preso. Del otro no se sabe nada, y el Ruso, no sé, sospecho que se metió en una grosa. Esta es la segunda vez que lo veo llorar y no entiendo. Se agarra la cara y llora. ¿Qué..?, le digo y me trabo. Mudo, le arrimo una mano intentando llegar al hombro pero el Ruso, con violencia, me la saca antes que lo pueda lograr. Es duro, yo sé. Tuvo una vida jodida. Si hay en el mundo un lugar donde puede llorar, es acá, sobre esta tierra seca, sentado en la reposera, bajo el damasco, en este patio lento y heredado. Nada, nada, alcanza a decir mientras la tormenta se acerca de fondo. El Ruso se recupera rápido. Qué nada, boludo, le digo. ¿Qué hiciste?, condenándolo de antemano. Así funciona el mundo. Condenamos antes de saber, porque somos, también, amigos, esposos, empleados; gente oscura que se proyecta. Como si ese acto impulsivo de señalar fuera una salvación. Vos sí, yo no. Ese es el pensamiento de liberación, como empujando las culpas con la punta de un palo hacia afuera, a ese agujero infinito que parece ser el otro. Es que me la re mandé, boludo. Se nos fue una movida a la mierda. Yo no quería, dice. Se seca la cara con las manos y se queda ahí, tapándose. Yo me acuerdo de la bicicleta tirada en el suelo; de los raspones, del padre del Ruso y del olor a vino que había en la casita donde vivían. En el cielo, de nube a nube, se pueden ver rayos entrecruzados. Me tiro para atrás, apoyando la espalda, desplomándome, con una enredadera mental haciéndome presión. Lo miro. Pienso, por un segundo, teniendo un acto sombrío y egoísta, en que yo tampoco quería; no quería que mi mujer se fuera con otro. De verdad no quería. Lo miro. Vuelvo, sacudiendo mis pensamientos como un perro se sacude al salir del agua. No querías qué, le digo con la voz cortada, tensa. No querías qué, Ruso. ¿Qué hiciste?, ya sin ningún prejuicio en la condena. Ruso, hablame, le digo. Y el Ruso se incorpora para mirarme fijo, directo a los ojos. No importa, dice. Pero yo sé que sí importa, que alguna grosa se mandó. Algo sin remedio ni vuelta atrás. Así es lo que le tocó a mi amigo. No importa, repite. Tira la frase rápida y me deja, con la enredadera, pesada, ahogándome. ¡Que no me quiera decir!.. ¡que el Ruso no me quiera decir! ¿Dónde quedamos, pequeños, inocentes y descalzos, corriendo en la vereda? Ruso, Ruso, le digo con los nervios en aumento. Me levanto, rompo la enredadera y camino, doy unos pasos de un lado al otro, errático: ¿adónde se fue todo?, ¿adónde?, me digo. El Ruso se seca otra vez la frente, o los ojos, no alcanzo a ver. Pasame un pucho, me dice. Pero yo lo ignoro. Camino, miro las ramas proyectadas en la tierra. Pienso lo peor. Miro las sombras y, por algún motivo, haciendo redes mentales que se tejen de formas misteriosas, pienso, fugazmente, en la “Alegoría de la caverna”. Pienso en dónde quedó todo y pienso en la alegoría. Se me viene la imagen de las sombras proyectadas y nosotros dos adentro de la cueva, atados, mirando fijamente esas imágenes. El sol pega fuerte. La tormenta casi está sobre nosotros. El Ruso mira hacia arriba, buscando el sol. Saco un pucho del atado, lo prendo y se lo alcanzo. El humo se estanca. Pita dos o tres veces seguidas. La idea parece ser calmarse a fuerza de pitar. Acá pasó algo grave. ¿El Ruso llora? Dejo el patio y entro en la casa. Este es el tiempo intermedio. El Ruso no me cuenta. Mi mujer se fue y ahora debe estar en algún lado, caminando por alguna otra cocina, mirando por alguna otra ventana, tal vez acordándose de mí, abrazada a otro. Un gil, más o menos que yo pero un gil al fin. Apoyo las dos manos en la mesada de la cocina. Abro la canilla y me mojo la cara. Ahueco las manos, dejo caer el agua en el cuenco que formo y me la tiro, con furia, en la cara. Salgo otra vez al patio; a esa lentitud que de apoco se va perdiendo. El sol pica, como dicen. El Ruso manotea el bolsito que había dejado en el piso, junto a sus pies, cerca de la calabacita que aún sigue tirada. Busca algo o, simplemente, se cerciora de que algo siga ahí. Pienso lo peor. Pienso lo peor. No puedo dejar de pensarlo. Me agarro la cara como si agarrara, con las manos, toda una vida, con un dolor inabarcable entre los dedos, bajo las uñas, en cada huella dactilar y en cada arruga. La tormenta es un hecho. Giro la cara y veo que el Ruso apenas se esfuerza para mirar los rayos en el cielo. Miramos hacia arriba porque no sabemos qué más mirar. Tras el paredón, inventada de la nada, suena, en ráfagas, una sirena. El Ruso se levanta, pero no lo hace rápido ni con preocupación. Lo hace serio, con el rostro duro. Las sirenas gritan. Ese es el rostro del matón, pienso. Le digo algo, confundido o triste. En realidad no sé lo que le digo, las palabras salen todas juntas y se disuelven como el humo cuando lo desparramo con la mano. Esa es la angustia. ¿Qué?, ¿qué?, le digo. Nada, vo no te preocupé, me dice mientras se me acerca. La Andrea va a volver, boló, no te preocupé, y me da un abrazo, fuerte. Yo dejo las manos colgando a los costados. No reacciono. Y el Ruso me da, al final, una palmada en la espalda. Mi amigo el filósofo, dice, dice y palmea. La mano es firme, rudimentaria. Las sirenas se escuchan cada vez más cerca y el Ruso, antes que pueda darme cuenta, corre, salta el paredón y desaparece. Como un gato, pienso. Escucho un chiflido alejándose. Es un saludo de despedida, lo reconozco. Me apuro y le respondo, chiflando lo más fuerte que puedo mientras una lágrima, filtrada, me bordea la nariz. La tormenta late y va cubriendo el cielo, oscureciendo de a poco la tarde calurosa. Va a ser una de esas tormentas que caen con violencia en el verano. ¿Cuál es la forma más perfecta de la violencia? Escucho la frenada típica de las patrullas y unos gritos, las puertas de los móviles que se abren y se cierran. La policía grita y no alcanzo a escuchar, en medio de todo el ruido, la voz del Ruso. Sólo escucho, llegando, el sonido lento y pesado de la tormenta. Un relámpago seguido de otro. Un estallido. El grito de alguien que quizás sea el Ruso cuando se pone el traje de matón. ¿Qué tenía el Ruso en el bolsito? Hay una sucesión de disparos y calculo la distancia. No están muy lejos. Todo se define ahí, a pocos metros, pasando el paredón. Quiero chiflarle y no me sale. Nada me sale. Hay un silencio grave que se corta, intermitente, por el ruido de la tormenta. Llueve.
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