Historias de la abuela – Las dos Maris

Historias de la abuela – Las dos Maris

Sadfre

28/05/2021

En mi pueblo los rumores son tan fuertes que hasta pueden matar a alguien dos veces en diferentes circunstancias y con diferentes intervalos de tiempo. A veces son tan fuertes que se transforman en una verdad absoluta y durante años impregnan profundamente en el imaginario colectivo de quienes sucumben bajo su atractivo poder. No por ello debemos pensar que los habitantes de los pueblos son tontos, pues el sólo hecho de crear y reproducir un chisme tiene una inteligencia de trasfondo, un objetivo y quién lo haya creado con lo finalidad de dañar a alguien más no tiene un pelo de tonto. Lo cierto es que pocos en un pueblo se salvan del chisme y la gran mayoría alguna vez fue protagonista principal de alguno. Lo cierto es, también, que es un misterio tratar de saber quién lo inició.

Mi abuela Mari fue una de las tantas personas que formó parte de un chisme. Ella vivía sola en una casita pequeña a las afueras del pueblo, en esas últimas cuadras desérticas con camino de tierra. Era como si se hubiese retirado de la zona más urbana del pueblo para refugiarse en una tranquilidad que rozaba casi a la del campo. Anteriormente había habitado por casi cuatro décadas una gran casa que ocupaba toda una esquina, casa que con los años le costaba trabajo mantener. Con su hijo menor habían decido en intercambiar casas, pues aquel estaba formando su familia y parecía que se venía a lo grande; y qué mejor que donar su gran hogar para una nueva generación, una nueva familia que comenzaba de cero y ella retirarse felizmente con ese legado. 

Los veranos en su nueva casita era los mejores, su patio era pequeño pero era vecino de una plantación frutal cercana de algún vecino desconocido y como sólo los separaba una débil red de alambre era en definitiva como todo un patio en uno. Allí nos pasábamos varias horas por las tardes cuando bajaba un poco el sol. Observábamos las aves, las colmenas de avispas ocultas entre los naranjos, mientras sentados en sus sillas de playa de plástico blanco tomábamos mates y charlábamos sin juzgar, sin malicia, sin herir a nadie, charlando de lo que sea que se nos vinieran a la cabeza y charlando en silencio también, porque con ella uno podía estar callado las horas que quisiera y no pasaba nada. Su casa era mi segundo hogar. 

Durante estos veranos también recibíamos las visitas de sus hermanas y sobrinas que  pasaban unos días en el pueblo,  y era entonces cuando de nuevo comenzaba a correr el chisme.

Se decía que mi abuela andaba medio loca porque se la veía todo el año seria, con sus cabellos en tonos grisáceos y sin salir demasiado de su casa. Sin embargo en el verano se la veía contenta, más joven, colorada al rayo del sol, saludando a diestra y siniestra, con una agilidad de una mujer de cincuenta años. Se la veía tan distinta que se decía que en verano durante los primeros días del año la señora sufría algún drástico cambio que duraba no menos de un mes para luego volver a su normalidad. Este rumor en particular se mantuvo bastante en secreto y se repartía más que nada entre aquellas personas que poco sabían de ella, gente que la conocía «de vista» como se suele decir. Fue también un chisme con tintes de misterio y locura porque había quienes estaban convencidos de que tanto la señora como la familia estaban embrujados porque nadie de ellos percataba el drástico cambio de la mujer en los calores de enero. No faltaba aquel que despachaba su diagnóstico psiquiátrico argumentando que los calores la hacían un poco bipolar, como si durante el primer mes del año revelara una versión veraniega de sí misma que mantenía oculta durante todo el año. Para tratar de entender porque la Mari era así, era más fácil suponer una causa mágica que pudiera explicarlo sino el chisme no tendría sentido ni lógica, no tendría tampoco razón de existir. Y mi abuela nunca supo que se pensaba eso de ella pero lo sospechó cuando Graciela, su hermana menor quien solía ir a visitarla los primeros días del año, le comentó a las carcajadas que todos los veranos le pasaba lo mismo: cuando salía a hacer los mandados a la mañana, se calzaba los anteojos de sol de su hermana, montaba su bicicleta y salía a las calles. Y allí era cuando mejor la pasaba porque todo el mundo la saludaba «adiós Mari», «¿cómo le va Doña?», «¿Mari como anda?» y toda clases de saludos dirigidos en realidad a su hermana mayor pero que por el parecido que tenían ambas la gente las confundía. Ella no se aguantaba las carcajadas en el camino y la bici temblaba al ritmo de su risa, y allí todo el mundo la notaba distinta aunque sea esos días y luego la mujer de siempre, aquella que imponía respeto.

Nunca supimos mi abuela y yo por cuántos años su hermana menor salía por el pueblo a interpretar su papel, y aquella tampoco lo quiso aclarar. Pero quedó para el recuerdo la anécdota y aún después de la muerte de mi abuela, estoy seguro que si Graciela vuelve a visitar mi pueblo de seguro se correrá un nuevo rumor: el del fantasma de la Mari teñida de colorada, caminando o andando en bici por las calles del pueblo, en las mañanas recién horneadas de los eneros calurosos.

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