Nada conseguía despertarlo cuando se echaba en su hamaca. Ni su mujer, corroída por los escollos de una vida que le estuvo por siempre deparada; ni los niños, que ignoraban la fragilidad del único hogar que conocían; ni los zancudos que invadían aquel pedazo de tierra al que llamaban patio; ni el sonido del arroyo pestilente que marcaba un límite a su propiedad. Se consideraba inmune a cada una de las inclemencias, tan comunes, en aquellos arrabales en los que vivía. Pero esa tarde sintió que el sol lo estaba asando. No abrió los ojos hasta que no estuvo convencido de la imposibilidad de seguir durmiendo. Tenía el torso desnudo y una gorra tapándole la cara para que la luz no le fastidiara el sueño. La agarró, irritado por la sequedad del ambiente, formó un abanico y comenzó a ventilarse. Estaba bañado en un sudor pegajoso que lo obligó a levantarse, al pensar que le podrían crecer raíces o que podría convertirse en parte de la maleza que crecía a las orillas del arroyo y se extendía hasta la casa. Se quedó un rato sentado, pensativo, viendo como brillaban las latas de zinc en el techo, produciendo en su superficie aquel rumor borroso que a los niños tanto enloquecía descubrir.
Sabía que adentro de la casa, el calor se tornaría insoportable, y lejos de pensar en su familia, lo atormentaba la indecisión de cambiar la escasa sombra que generaban los árboles de los que colgaba su hamaca, por el interior cubierto y asurado del hogar. Ambas opciones le parecían igual de terribles; o se cocinaba a fuego vivo o lo hacía fuego lento. Buscó un lugar más sombreado en el que pudiera ampararse, sin verse en la terrible necesidad de regresar. Se balanceó hacia atrás en la hamaca, como si esta fuera un columpio, luego bajó y avanzó por el terreno irregular, lleno de plantas y una que otra basura dejada por el arroyo durante las épocas de lluvia, cuando el caudal de la corriente aumentaba. Siguió venteándose con la gorra, a pesar de necesitarla para evitar que la frente se le asara. Dio varias vueltas por el patio, buscando un par de árboles frondosos en los que pudiera colgar la hamaca y echarse a descansar, pero no los encontró, más allá de la añoranza. Veía de reojo la casa, resignándose cada vez más, pateando piedras y toda clase de desperdicio sólido que se le cruzara en el camino.
El sol no daba tregua, calentaba todavía más. Y le parecía que eso no era posible, que era algo irreal; tal vez tenía fiebre sin saberlo o seguía dormido. Pero estaba seguro de estar despierto y que el calor era real. Quería volverse a dormir, y pronto se sintió mareado, consumido; tenía la boca reseca y su torso despedía tanto líquido que le daba la impresión de que su cuerpo se encogía.
Caminó hacia el arroyo, este se hallaba en su punto más seco: el agua no pasaba de los tobillos. Dio la vuelta y se dirigió al pozo ubicado junto a la piedra de lavar la ropa. Lo destapó, agarró la soga y echó el balde abajo. Tardó en escuchar el golpe contra el agua. Después, le fue necesario hacer un vasto esfuerzo para retirar el balde lleno sin desmayarse. Lo colocó sobre la piedra, tapó el pozo, y se apresuró a hundir la cabeza dentro. Al sacarla, el agua se le derramó en el cuerpo, esparciendo una sensación tranquilizante y efímera. Entonces agarró con ambas manos el balde, y se tiró el agua encima. La calma perduró el tiempo que el sol tardó en secarlo.
Antes de dejar el balde en su lugar, descubrió una caravana de caracoles que rodeaba parte del pozo y de la piedra. “Lo que faltaba”, pensó, agachándose para agarrar uno. Levantó al más grande; su caparazón era de color café y estaba lleno de manchas a penas más oscuras. Le dio la vuelta y observó el cuerpo: era baboso y gris, y sus ojos emergían igual que un par de antenas. Acercó un dedo hacia ellas, el caracol las encogió y al poco tiempo brotaron de nuevo. Volvió a acercar el dedo para ver cómo ocultaba los ojos, y se hallaba seguro de que podría hacer eso por mucho tiempo sin aburrirse. Aquello lo hacía recordar su infancia; en un lugar muy parecido a ese, pero mucho más pequeño y con más gente. Recordó que solía gustarle jugar a las carreras de caracoles. Colocaba dos, en medio de un par de líneas, y aguardaba con paciencia a que uno ganara, y si esto tardaba demasiado, él se encargaba de escoger al vencedor; y el caracol que perdía, era automáticamente desechado. También solía pegar uno sobre otro, imaginando que formaba una especie de monstruo baboso que dominaría al mundo. Lo dejó en el mismo lugar en el que lo había encontrado, diciéndose en voz baja aquella frase que solía decir cuando jugaba a inventar nuevas especies: “Esta es la era de los caparazones”.
Regresó a la casa. Ingresó por la estrecha puerta trasera y notó que, en efecto, el lugar era un horno. Las paredes de madera y el techo de lata solo aumentaban la zozobra y la deshidratación. Se dirigió de inmediato a la cocina. Los niños corrían en ropa interior, descalzos, e inmunes a la situación que los sometía. Al instante, se excusó en que estaba cansado para no jugar con ellos. La cocina era pequeña. Se sentó en una silla de plástico, tomó la jarra de agua hervida y se sirvió tres vasos, que no hicieron más que empeorar las cosas, pues se encontraba caliente.
Su mujer entró al escuchar que enviaba a los niños a jugar al cuarto o afuera; donde sea, siempre que sus gritos y risas se alejaran de él. El calor lo había irritado de una manera considerable.
—Qué te pasa Negro, por qué sacas a los niños —exclamó, agotada.
Él no regresó a verla, y evitó responder por miedo a quedarse sin aire. Ella se acercó por su espalda, le puso una mano en la cabeza y lo acarició en silencio. Le recorrió un cosquilleo al sentir las uñas de su mujer raspando su cuero cabelludo. Se giró sobre la silla para verla, ella usaba solo un short. La observó con una idea sibilante rondando sus labios, pero no dijo nada, se limitó a admirar su piel, abrillantada por el sudor. Se podía decir, que conservaba aún después de tres partos, varios rasgos que la hacían una mujer atractiva, a pesar de haber aumentado de peso y tener los pechos caídos. Todavía lograba levantarle los ánimos cuando se paseaba desnuda por la casa. Le mostró una sonrisa, convencido de querer mantenerse a cierta distancia, conformándose con verla, tan descompuesta por el clima como él. Tenía el cabello hecho un matorral, y en su rostro se dibujada una expresión triste, casi melancólica.
—Nada, Negra, que el calor me está acabando la paciencia —le explicó, volviendo a girar sobre la silla, y reposando la vista en la jarra de agua hirviente.
Su mujer respondió dándole un beso en la coronilla y dejándolo solo un instante.
Al volver a la cocina, lo encontró con la cabeza recostada en el filo de la mesa, roncando tan fuerte que había conseguido atraer la atención de los niños, que desde la puerta musitaban sus teorías respecto al ruido. La mujer les hizo una señal con el dedo para que no hicieran bulla. Los niños rieron e hicieron muecas, y al cabo de un rato, se sintieron aburridos y se marcharon a seguir jugando en otra parte. Ella prendió el foco y se acercó a la pequeña cocineta, vacía y con los tubos podridos. Revisó el contenido de una olla; al ver que no había nada, tomó la tapa y empezó a hacerse aire. Recorrió el pedazo de madera que hacía de mesón, hasta descubrir que no les quedaba nada de comer. Entonces caminó hacia la mesa y tomó asiento frente a su marido. No hizo ruido; no quería hacer nada en realidad, pero pronto caería la noche y los niños debían merendar. De cierta forma, solo ellos le importaban. Se recostó en el espaldar de la silla y sintió que su cuerpo se fusionaba con el plástico, entonces estiró los brazos y trató de respirar.
—Negro —susurró la primera vez, moviendo un tanto la mesa—. Negro, levántate que ya está tarde.
Él no respondía, ni parecía estar cerca de hacerlo. Seguía roncando, y solo había girado la cabeza para acomodarla del otro lado. Ella se levantó; le movió del brazo, y luego se vio en la obligación de jalar la mesa en la dirección contraria. Estuvo a punto de irse de frente al suelo, pero así consiguió que respondiera. Abrió los ojos, confundido, viendo en todas las direcciones. Al final la encontró parada a un lado, y se incorporó con la espalda bien erguida, fingiendo que nada había sucedido. Pero al poco de levantarse, descubrió con decepción que el calor continuaba igual que antes, sino es que se había intensificado. Se molestó con su mujer por despertarlo, por no respetar su derecho a blindarse en la ignorancia por medio del sueño.
—Negro, ya no hay comida —exclamó la mujer, preocupada, alejándose en dirección a la cocineta, como si planeara indicarle cada olla para que le creyera.
El hombre la escuchó sin mostrar interés. Bostezó y luego se restregó los ojos y la frente. La mujer había vuelto a buscar en la cocina, alguna olla que no hubiera levantado. La miró, sintiéndose rezagado, impotente. Ella tenía la espalda mojada y brillante; pero, de pronto, giró, con actitud resignada, y sosteniendo la tapa de una de las ollas. Sus pechos desnudos se mecían, libres, igualmente empapados. El sudor resbalaba y él la veía, concentrado en su forma y en la piel morena, en las aureolas marrones y en los lunares que caían de la cima hasta la resbaladera que conducía al ombligo. Se levantó y caminó despacio, moviendo la cabeza como si afirmara algo que ella dijo. Al estar de frente, la mujer le acarició el brazo, preocupada, repitiendo las mismas palabras que ya había pronunciado; de seguro, un millón de veces más que un te amo en toda su vida. “Negro, ya no hay…” Él bajo la mirada y dejó rodar un par de dedos por entre sus senos, limpiándole el sudor y encrespándose desde el primer contacto pegajoso con la piel. Ella lo contempló, desentendida, sin sentir más emoción que el calor reforzado en la zona acariciada.
—¿Qué haces? —le recriminó, irritada, a la vez que daba un paso atrás.
Él la siguió y tomándola de la cintura, la hizo girar hasta tenerla contra el mesón. Trato de pegar su frente a su nuca, pero ella se movía y lanzaba codazos para liberarse. Se pegó a ella y comenzó a restregarse, ya de mejor ánimo, a pesar de sentir que estaba hirviendo. Intentó bajarle el short con una mano, tenía la espalda baja empapada y consiguió que un cachete de la nalga brotara.
—¡Negro! —exclamó ella, más fastidiada que antes—. Ahorita no estoy de ánimos. Tenemos que ver qué hacemos.
—Hagamos esto.
—No, Negro, carajo —se sacudió, pero él la tenía agarrada con un brazo e intentaba maniobrar con el otro—. Los niños pueden entrar.
Ella acabó rindiéndose al notar que tenía el short en las rodillas. Echó un suspiro y se inclinó hacia adelante para facilitar el asunto. La pantaloneta no tardó en caer. Desde la primera arremetida sintieron que el calor los asfixiaba, tal vez más a ella que a él. Por ese mismo motivo, y sin ninguna emoción, se inclinaba más, para evitar incendiarse la espalda o quedar pegada a él para siempre. Al poco rato, puede que sintiendo el rechazo, se encontró fuera, satisfecho y agobiado.
—¿Eso es todo, ya feliz? — dijo ella, se levantó el short y caminó hacia un lado—. ¿Ahora si puedes prestar atención y preocuparte por qué vamos a comer hoy?
Su mujer insistió, repitiendo con exactitud las mismas palabras de antes. Esta vez no pudo ignorarla. Recogió la pantaloneta y se la puso, luego se secó el sudor de la frente y se rascó la barbilla. No sabía qué decirle. “Ya no hay plata, mi amor. El último dólar se acabó anteayer”. Sabía que en algún momento acabaría confesándolo, pero aun así tenía miedo de que ella respondiera de mala manera. Prefería darle un beso en la mejilla al diablo antes que aguantarla durante un ataque de rabia.
—Ya no tengo —intentó confesarle, con la voz temblorosa.
Ella aguardó un instante; respiraba agitada, y se notaba el desencanto en sus ojos.
—Ya lo sé —repuso la mujer, respiró hondo y se acomodó el cabello antes de continuar—. ¿Viste si había verde afuera?
—Solo en la casa de don Nuñez. No había más.
—¿Crees que nos regale unos si le vamos a pedir?
—Solo si vas tú y le coqueteas.
—No voy a hacerlo.
—Lo sé, no te dije que lo hicieras.
—¿Entonces qué hacemos, Negro? ¿Y si te metes y le robas unos?
—No, la última vez me dijo que me iba a pegar un machetazo si volvía a hacerlo.
—¿Qué hacemos, Negro? No vamos a dejar sin comer a los niños.
El hombre volvió a tomar asiento, colocó los codos en la mesa, juntó las manos y arrimó la quijada a los nudillos. Sabía que las opciones eran escasas, sino es que nulas. No había tenido trabajo desde hacía una semana, y ya no quedaba ni un vecino dispuesto a prestarles dinero. No tenían posibilidades de adquirir fiado en la tienda, puesto que la dueña, se enorgullecía de jamás hacer favores a nadie, sin importar la urgencia de quien se lo solicitara. Notó que su mujer continuaba hablando, repitiendo a cada segundo, las mismas preguntas y rogándole para que resolviera la situación de alguna manera.
—Muévete Negro, mira que ya va a ser de noche.
Con el rostro sombrío, el hombre dio unas vueltas por la cocina, pensativo, consciente de su obligación de resolver el problema. Al cabo de un rato, pareció habérsele ocurrido una idea: tomó una bandeja y salió de la casa sin decirle nada a su mujer, quien se limitó a observarlo de lejos.
Ella tomó asiento en el lugar que antes había ocupado su marido, cruzó las manos y miró hacia arriba, más allá de la lata de zinc que los cocinaba de a poco. Y sin alzar la voz, apenas moviendo los labios, rogó a Dios que no les permitiera irse a dormir sin antes haber llenado el estómago de sus hijos. Al terminar de orar, se levantó resuelta a buscar una manera, de darles de comer, si es que su marido no la conseguía.
Entonces, vio volver a su marido, con el rostro marcado por una expresión difusa, que concibió, era debido al calor y a la preocupación de alimentar una familia de cinco integrantes. El hombre sonrió y siguió caminando, esforzándose por mantener la postura más calmada y alegre que le era posible. Paso de largo, escondiendo la bandeja de la vista curiosa de su mujer. La colocó junto a la cocineta y se puso de espaldas, tapándola.
—¿Qué trajiste? —dijo ella con cierta emoción, acercándose a él para espiar en la bandeja—. ¿Le fuiste a pedir verde a don Nuñez o conseguiste que alguien te presté para comprar? No creo que la vieja de la tienda te haya fiado —él no respondía, solo enseñaba su triste y resignada sonrisa—. ¡Ya dime, Negro!
—Son caracoles —le confesó de golpe. Su mujer en primera instancia, lo tomó como una broma, una de esas que a él tanto le gustaba hacerle, así que insistió en saber el contenido de la bandeja, obteniendo de nuevo la misma respuesta que antes.
Después de escucharlo tres veces más, dejó de sonreír, y en su rostro sudado, se dibujó una mueca de espanto. Ahora sabía que su marido no bromeaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas, se sentía aturdida y asqueada por haber caído tan bajo. Respiró aquel aire condensado y amenazó a su marido con hacerlo dormir afuera, si aquello no se trataba de una repugnante broma.
—No es broma, Negra —le aseguró él, manteniendo su sonrisa, aun cuando tenía las mismas dudas y reproches que ella—. En serio son caracoles. Es una comida de lujo ahí donde los ves. Aunque te parezca asqueroso; en muchos países de Europa, se los comen, para ellos es un manjar, es casi como el caviar. ¿Sabes lo que es el caviar?
—No sé ni cuales son los países de Europa —le respondió ella, con el rostro incendiado de rabia.
—Son esos países ricos, Negra. Esa gente paga cientos de dólares por comer caracoles, y tú aquí los tienes gratis.
—A mí me importa una mierda lo que coman allá en los países ricos. Ni mis hijos ni yo, vamos a comer esa asquerosidad —se quedó viéndolo, todavía sin poder creerle—. ¿Oe, tú estás loco o qué? ¿Cómo se te ocurre que comamos esa tontera?
—No estoy loco, Negra. De verdad, los caracoles son un manjar en otros países, son comida de gente refinada. Por favor, Negra.
Ella insistió en que no los comería, cada vez más consternada y molesta. Alzó la voz y no dudó en referirle una buena tanda de insultos.
—Negra, por favor, qué otra cosa podemos hacer. No hay plata y no van a fiarnos. Así nos toque tostar gusanos, no podemos dejarles sin comer a los niños. Por favor, no seas terca. Vamos a comerlos y vas a ver que te van a gustar tanto como le gusta a esos aniñados. Y no solo vas a comerlos, sino que vas a ayudarme a prepararlos.
Ella se abalanzó sobre él, lo tomó de los brazos y le suplicó que buscara otra opción, que no la obligara a tener que alimentar a sus hijos con aquellas repugnantes babosas que surcan la tierra y las paredes. Empezó a llorar, lo cual atrajo la atención de los niños, quienes no tardaron en asomar sus cabecitas por la puerta. El hombre los calmó con una sonrisa y un movimiento de mano que significaba que se fueran a otra parte.
—Negra, por favor, no te pongas terca; sabes cuánto me gustaría darles a ustedes lo mejor, pero no puedo matarlos de hambre hasta conseguirlo.
Le limpió las lágrimas y la observó con una expresión compasiva; besó su frente y, una vez que hubo dejado de llorar, le enseñó la bandeja llena de caracoles que escalaban por los costados, dejando atrás un rastro de babas, que estuvo cerca de hacerlo vomitar, rompiendo así la compostura que había mantenido hasta ese momento frente a ella.
—¿Y cómo se los cocina? —le preguntó ella, ya casi resignada.
—Tenemos aliños, ¿verdad? —su mujer revisó dentro de una platera que cumplía la función de una alacena; lo miró y afirmó moviendo la cabeza—. Tenemos que lavarlos y sacarlos de su caparazón. Luego los aliñamos y los preparamos como si fuera pollo.
Su mujer lo observó, como si guardara aún la esperanza de que se tratara de una broma. Se llevó las manos a la cabeza, se acomodó el moño, con los ojos cerrados y respirando fuerte, para que su marido supiera, y no fuera capaz de olvidar, que jamás le disculparía por orillarla a esa situación, en extremo vergonzosa para ella. Pero él, una vez más, decidió que lo mejor era no escucharla y se concentró en el trabajo que tenía enfrente. Sabía que su mujer no sería capaz de lavarlos, ni de retirarles el caparazón; aquella era su obligación. Era parte de su penitencia por no darles la vida que se merecían; con la que solo se permitía soñar, cada tarde, balanceándose en su hamaca. Tomó la bandeja, y se dirigió al depósito que conocían como lavabo. Agarró una pequeña cubeta, la hundió en el balde en el que almacenaban el agua y luego la vertió sobre los caracoles.
—¿Sabes si por lo menos son comestibles? —preguntó ella. Pero él no respondió y continuó lavándolos, mientras se imaginaba que estaba soñando en su hamaca, durante un día soleado y con suficiente sombra, en el que no tuviera que preocuparse por alimentar a nadie.
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