Como cada día es costumbre, llego a mi casa justo a las seis de la mañana para ver a mis hijas en el amanecer. 

Siempre llego directo a su habitación para ver sus rostros angelicales iluminarse por los primeros rayos del sol. Ingrid la mas pequeña, de tan solo tres años, arropada con su manta favorita lila con lunares purpuras, su llama de felpa a su lado derecho para cuidarla de las criaturas que se escondían de bajo de su cama. 

Frente a ella la cama de su hermana mayor Celia, tan solo con ocho años y ya cargaba con la responsabilidad de vigilar a su inquieta hermana menor. Ella no disfrutaba mucho de las cobijas que siempre vestían su cama, lo único que la ayudaba a cubrirse del frió era su pijama roja, con pantaloncillos largos y playera blanca. Ya no conservaba su conejo de peluche para dormir, pues decía que ya era lo bastante grande para dormir con el, así que sola la miraba desde una repisa por encima de su cama. 

Ver tanta ternura en una sola habitación me conmovía tanto, que no se pasaba por mi cabeza los grandes desvelos que tenía día con día. 

Fui a mi cama para dormir un poco antes de que Ingrid se levantara para pedirme un plato con cereal.

Mis hijas no sabían de mi ausencia durante las madrugadas, pues aun son muy jóvenes para entender la situación por la que estábamos pasando.

Una madre soltera, con un par de hijas en crecimiento, un marido totalmente ausente, parientes totalmente deslindados y con otras preocupaciones personales. Gastos inevitables, y el hambre tocando día con día la puerta.  

No podía darme el lujo de pensar en la decencia y moralidad. Eso se lo dejaba a la mujer que llegaba todas las mañanas a cuidar a sus hijas. A la madre y ama de casa.  

 

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS